María Antonieta

(fragmento)[1]

Stefan Zweig

Si existiera alguna esperanza, María Antonieta podría entregarse a ella, porque la mayoría de los testigos han fracasado por completo. Ni uno solo de aquellos a los que temía la ha acusado seriamente. Su defensa se vuelve cada vez más enérgica. Cuando el acusador público afirma que con su influencia llevó al antiguo rey a hacer todo lo que le pidiera, ella responde: «Es muy distinto aconsejar a alguien que ordenar hacer algo». Cuando en el curso de la vista el presidente le indica que sus testimonios se encuentran en contradicción con las declaraciones de su hijo, dice despreciativa: «Es fácil hacer decir a un niño de ocho años lo que se quiera de él». Ante las preguntas realmente amenazadoras, se cubría con un cauteloso: «No lo sé, no me acuerdo». Así que Hernan no puede llevarla triunfante ni una sola vez a decir una abierta falsedad o una contradicción, ni siquiera el auditorio, que escucha tenso durante largas horas, se deja arrastrar a un grito de ira, un movimiento de odio o un patriótico aplauso. La vista avanza vacía, lenta, con muchos puntos de estancamiento. Es hora de que llegue un testimonio decisivo, uno realmente aplastante, para dar impulso a la acusación. Hébert cree poder aportar ese golpe de efecto con la terrible imputación de incesto. Se adelanta. Decidido, convencido, con voz alta y clara, repite la espantosa acusación. Pero pronto se da cuenta de que lo increíble de la misma tiene efectos de incredulidad de que nadie en toda la sala manifiesta con gritos furiosos su repugnancia ante esta madre depravada, ante esta mujer deshumanizada. Todo el mundo continúa sentado, pálido y consternado. Y el pobre jugador de ajedrez cree tener que poner sobre la mesa una interpretación político-psicológica especialmente refinada: «Cabe suponer —explica el necio— que ese disfrute criminal no estaba determinado por la necesidad de placer, sino por la intención política de enervar físicamente a ese niño. La viuda Capeto esperaba que su hijo ascendiera algún día al trono, y que entonces, gracias a tales maquinaciones, pudiera asegurarse el derecho sobre su forma de actuar».

Qué extraño, también ante esta simpleza histórica el auditorio se mantiene en un silencio atónito. María Antonieta no responde, y evita, despreciativa, mirar a Hébert. Como si ese necio rencoroso hablara en chino, se sienta erguida e impertérrita, sin mover un músculo. También el presidente, Herman, hace como si no hubiera oído toda la imputación. Olvida, intencionadamente, preguntar qué tiene que decir la calumniada madre: ya ha percibido la penosa impresión de la acusación de incesto en todos los oyentes, especialmente entre las mujeres, y por eso la esconde debajo de la mesa. Entonces, desdichadamente, uno de los jurados tiene la indiscreción de recordar al presidente:

—Ciudadano presidente, os pido que tengáis en cuenta que la acusada no se ha manifestado en relación con los acontecimientos que, según afirma el ciudadano Hébert, tuvieron lugar entre ella y su hijo.

Ahora el presidente no puede escabullirse por más tiempo. En contra de su sentimiento interior, tiene que plantear la pregunta a la acusada. María Antonieta levanta de golpe, orgullosa, la cabeza —«la acusada parece vivamente conmovida», escribe el Moniteur, normalmente tan seco— y responde en voz alta, con desprecio indecible:

—Si no he respondido ha sido porque la naturaleza se niega a replicar algo a semejante acusación contra una madre. Me dirijo a todas las madres que puedan encontrarse aquí.

Y de hecho un subterráneo fragor, un fuerte movimiento recorre la sala. Las mujeres del pueblo, las trabajadoras, las pescaderas, las bordadoras, contienen el aliento, sienten con misteriosa vinculación que en esta mujer se ha ofendido a todo su sexo. El presidente calla, el jurado curioso baja la vista: el acento de dolorosa ira en la voz de la mujer calumniada les ha alcanzado a todos. Sin decir palabra, Hébert abandona la tribuna, no precisamente orgulloso de su éxito. Todos perciben, quizá incluso él mismo, que su imputación ha ayudado a la reina a conseguir un gran triunfo moral precisamente en su peor hora. Lo que debía hundirla, la ha elevado.

Robespierre, que se entera del incidente esa misma noche, no puede controlar su indignación hacia Hébert. Él, el único espíritu político entre todos esos ruidosos agitadores populares, comprende de inmediato la inmensa estupidez que ha sido arrojar en público esa absurda acusación de un niño de menos de nueve años, inspirada por el miedo o la culpa, contra su madre. «Ese estúpido de Hébert —dice a sus amigos— ha tenido que conseguirle un triunfo». Hace mucho que Robespierre está cansado de ese desordenado compañero, que con su ordinaria demagogia, con su pose anarquista, deshonra la causa de la Revolución, que para él es sagrada. Ese mismo día decide interiormente lavar esa mancha. La piedra que Hébert ha lanzado contra María Antonieta cae, asesina, sobre él. Unos meses después, recorrerá en el mismo carro el mismo camino, pero no tan valiente como ella, sino con un valor tan apagado que su compañero Ronsin tendrá que increparle: «Cuando había que actuar, te dedicaste a parlotear miserablemente. Ahora, aprende al menos a morir». Ω

 


[1] Fragmento del capítulo “La vista” de María Antonieta, Edit. Acantilado, España, 2012, p. 500-503.