Ateos, agnósticos y «brillantes»5

John Allen Paulos

Dada la manifiesta debilidad de los argumentos a favor de la existencia de Dios, uno podría sospechar (si viviera en otro planeta) que el ateísmo debería ser bien tolerado, incluso aprobado. Pero viviendo en este planeta, y más, concretamente en Estados Unidos, cuyas figuras públicas no se cansan de hacer referencia una y otra vez a Dios, y a la fe, no debería sorprender que no sea éste el caso. Así lo confirma un estudio reciente (entre muchos otros que extraen conclusiones similares) según el cual los norteamericanos no aprecian a los ateos y confían menos en ellos que en otros colectivos.

La profundidad de esta desconfianza es un tanto sorprendente, por no decir turbadora y deprimente. En 2006, investigadores de la Universidad de Minnesota entrevistaron a más de dos mil personas seleccionadas al azar. A la pregunta de si desaprobarían que un hijo o hija quisiera casarse con una persona atea, el 47.6% respondió que sí. El porcentaje de rechazo baja al 33.5% para los musulmanes, el 27.2% para los afroamericanos, el 18.5% para los hispanos, el 11.8% para los judíos y el 6.9% para los cristianos conservadores. El margen de error estaba algo por encima del 2%.

A la pregunta de qué grupos no compartían su visión de la sociedad norteamericana, el 39.5% mencionó a los ateos. Para los musulmanes y los homosexuales el porcentaje bajaba al 26.3% y al 22.6% respectivamente, mientras que para los hispanos, judíos, asiático-americanos y afroamericanos los porcentajes respectivos caían al 7.6%, al 7.4%, al 7.0% y al 4.6%.

El estudio reportaba otros resultados, pero éstos son suficientes para extraer su esencia: los ateos son vistos por muchos estadounidenses (sobre todo por los cristianos conservadores) como ajenos a su cultura y, en palabras de la socióloga Penny Edgell, conductora del estudio, «son una llamativa excepción a la regla de una tolerancia creciente en los últimos treinta años».

Edgell también sostiene que los ateos parecen estar fuera de los límites de la moralidad norteamericana, definida mayormente por la religión. Muchos de los entrevistados veían a los ateos como intelectuales elitistas o materialistas amorales dados al delito o a las drogas. El estudio concluye que «nuestros hallazgos parecen descansar sobre una visión de los ateos como individuos que sólo atienden al interés propio y no al bien común». Por supuesto, repito (espero que, a estas alturas, sea innecesario) que la creencia en Dios no es en absoluto obligada para adoptar una ética de preocupación por los demás, a pesar de la arrogante certeza de los ofuscados. Un curioso ejemplo de esta ofuscación es que el estado de Arkansas aún no se haya planteado derogar el artículo 19 (sin duda incumplido) de su constitución: «Ninguna persona que niegue la existencia de un Dios ostentará ningún cargo en los departamentos civiles de este estado, ni será competente para declarar como testigo ante ningún tribunal». Otros seis estados tienen leyes similares.

Otros estudios similares, así como muchos otros ejemplos de estas actitudes obtusas, sugieren un par de remedios muy parciales, uno un tanto divertido, el otro más serio. El primero es una analogía cinematográfica de Brokeback Mountain, la película que trata de unos viriles vaqueros que se debaten contra su homosexualidad. Una versión que mostrara la dramática lucha de una persona (o una pareja) devota contra la lenta constatación de su falta de fe puede abrir los ojos a muchos. La adaptación cinematográfica de la novela The Fligh of Peter Fromm, del escritor científico Martin Gardner, podría servir. En esta obra Gardner cuenta la historia de un joven fundamentalista y su un tanto tortuoso tránsito hacia el escepticismo librepensador. Una novela o serie de televisión irreligiosa con el mismo argumento también podría ayudar (se aceptan propuestas de título).

La segunda y más sustancial respuesta al prejuicio contra los ateos y agnósticos ha sido la propuesta de llamarlos de otra manera. Pero ¿cómo denominaríamos a los no religiosos? ¿Y es realmente necesario buscarles otro nombre? El filósofo Daniel Dennett y otros así lo creen, y han promovido la adopción de un nuevo término para quienes se decantan por una visión naturalista del mundo (en oposición a la religiosa). Para justificar la necesidad de dicho término, Dennett ha esgrimido la encuesta de 2002 del Pew Forum on Religion and Public Life, según la cual veinticinco millones de norteamericanos son ateos, agnósticos o (la categoría más numerosa) no tienen preferencias religiosas.

Esta estadística no es definitiva, por supuesto. Las encuestas como ésta y el estudio antes citado son instrumentos rudimentarios para poner de manifiesto las variedades de creyentes y no creyentes. Además, si se tiene en cuenta que las encuestas se basan en la declaración de opiniones a veces impopulares, podría ser que el número de no creyentes fuera mucho mayor.

En cualquier caso, la controvertida denominación propuesta para la gente no religiosa que valora las pruebas y rehúye la ofuscación es «brillante», un término acuñado por Paul Geisert y Mynga Futrell, quienes han fundado un grupo en internet con intención de incrementar su influencia. En su página declaran:

«En la actualidad, la visión naturalista del mundo tiene una expresión insuficiente en la mayoría de las culturas. El propósito de este movimiento es crear una circunscripción de internet que sirva de paraguas para individuos con reconocimiento y poder social y político. Hay una gran diversidad de personas con una visión naturalista del mundo. Bajo este amplio paraguas, como brillantes, esta gente puede ganar influencia social y política en una sociedad imbuida de sobrenaturalismo».

No me gusta demasiado la propuesta. Encuentro preferibles las alternativas clásicas y más honestas: «ateo», «agnóstico» y hasta «infiel». Además, no hace falta ser titulado en relaciones públicas para esperar que la etiqueta de «brillante» le parezca a mucha gente pretenciosa o algo peor. Ante esta crítica, sus proponentes insisten en que esta nueva acepción del término no debería confundirse con la ordinaria. Así como el término «gay» («alegre» en inglés) tiene ahora un nuevo significado adicional, bien distinto del antiguo, lo mismo ocurrirá con «brillante». Por supuesto, habría que decir que entre los estadounidenses no sólo hay millones de brillantes, sino también millones de personas religiosas brillantes, como también gente con pocas luces en ambas categorías.

Dejando de lado las objeciones al término elegido, sí creo que el intento de reconocer a este gran grupo de población es un avance más que bienvenido. Una razón es que hay muchos brillantes, y siempre es saludable reconocer los hechos. Otra es que, como dijo Darwin acerca de la evolución, «hay grandeza en esta visión (naturalista) de la vida». Pero otra razón es que estas personas, se les llame como se les llame, tienen intereses que alguna clase de organización podría promover.

El retraimiento de los no creyentes y su reticencia a hacerse oír puede ser un factor, por ejemplo, en el por desgracia robusto matrimonio entre Iglesia y Estado en Estados Unidos. Desde sus muchas iniciativas basadas en la fe hasta su jactanciosa concertación de asuntos religiosos y laicos, la Administración Bush se ha mostrado particularmente antipática hacia los brillantes. (Aquí viene al pelo, como en otras partes de este libro, la frase de William Butler Yeats: «A los mejores les falta toda convicción, mientras que los peores están llenos de apasionada vehemencia». Menos elocuente, pero más personal, es una de las palabras favoritas de mi padre, «dislate», que pronunciaba siempre que oía a algún bocaza decir algo disparatado. Educado como era, solía conformarse con murmurar sus dislates a su familia.)

Este debate no es partidista. Seguro que ningún partido político anda corto de brillantes. Puesto que los no creyentes distan mucho de ser escasos, es razonable demandar a los futuros candidatos a presidente u otro cargo político que den a conocer su actitud hacia ellos (se hagan llamar como prefieran). También podríamos especular sobre candidatos que podrían ser brillantes que no han salido del armario. Olvidémonos del ateísmo o el agnosticismo. ¿Quiénes de entre ellos darían siquiera señales de parecerse en algo a librepensadores teístas como Thomas Jefferson o Abraham Lincoln? ¿Quiénes propondrían un candidato brillante al tribunal supremo? ¿Quiénes apoyarían a brillantes declarados en puestos de autoridad sobre la infancia? ¿Quiénes incluirían a los brillantes en el repertorio de tópicos sobre católicos, protestantes, judíos u musulmanes? Quienes así actuaran podrían ser buenos políticos. Aunque desorganizados y relativamente invisibles, los irreligiosos constituyen un gran grupo al que los políticos casi nunca se dirigen. Es más, sería interesante ver y oír las embarazosas respuestas de los candidatos a las preguntas anteriores.

Volvamos al término «brillante». Richard Dawkins, quien acuñó el útil término «meme» (que se refiere a cualquier idea, hábito, palabra, letra de canción, moda y demás que pasa de una persona a otra mediante una suerte de mimetismo vírico), está particularmente interesado en lo contagioso que pueda ser este meme concreto. Se pregunta si proliferará tan deprisa como las gorras de beisbol al revés y los ombligos al aire o simplemente se marchitará y desaparecerá. ¿Será internet un factor relevante? ¿Se le considerará fresco, impactante? ¿una moda estúpida?

Se les llame librepensadores, no creyentes, escépticos, ateos, agnósticos, humanistas laicos, antiteístas, irreligiosos, siístas o lo que sea, los brillantes han estado rondando en gran número al menos desde la Ilustración (¿el Abrillantamiento?). Así que, aunque esta denominación particular se desvanezca (y, a pesar de que la he empleado aquí, espero que lo haga), lo que no desaparecerá es su determinación para pensar serenamente por sí mismos y no dejarse aborregar por la ignorante y despótica religiosidad de tanta gente pomposa y sin sentido del humor.

Para acabar con una observación implícita a lo largo de este libro, pienso que el mundo se beneficiaría de que personas de diversas formaciones admitieran su irreligiosidad. Una esperanza quizá más realista es que haya más gente que al menos reconozca sus propias dudas privadas acerca de Dios. Aunque no sea una panacea, reconocer honestamente la ausencia de buenos argumentos lógicos para creer en la existencia de Dios, dejarse de aliados y abogados divinos, así como amos y torturadores, y valorar una perspectiva humana, razonable y valiente, podría contribuir a que este mundo se aproximara un poco más a un cielo en la tierra.

Y tanto los brillantes como los que mantienen la duda, religiosos e irreligiosos, pienso que eso es lo que quiere el 96.39% de nosotros.

 


[5] Fragmento de: Elogio de la irreligión. Tusquets. México. 2009, p. 154-160.