Ramón Xirau
Descubriendo, develando, revelando lo que está en potencia y convirtiéndolo en acto de conocimiento, Sócrates pretende llegar a la ciencia, si por ciencia entendemos un conocimiento claro y preciso, válido en cualquier lugar y en cualquier tiempo, y no sólo una mera opinión de nuestros sentidos o de nuestra imaginación. Pero, interesado en la vida concreta de cada uno de los hombres que le rodean, insatisfecho de las especulaciones científicas de los primeros filósofos griegos que se contentaban con afirmar una teoría sin demostrarla, Sócrates busca la única ciencia que tiene importancia en la conducta de la vida tanto individual como social. Esta ciencia es la moral.
La moral socrática tiene una apariencia paradójica. Aristóteles la reduce a tres proposiciones: 1, la virtud es lo mismo que el conocimiento; 2, el vicio es ignorancia; 3, nadie hace el mal voluntariamente. La tercera de estas proposiciones es, sin duda, la más paradójica. Para entender la moral contenida en estas frases es necesario recordar que la virtud para Sócrates, como para los sofistas, puede ser enseñada. Es igualmente necesario entender que la virtud significa exactamente lo opuesto para los sofistas y para Sócrates.
Los sofistas ven en la virtud no una excelencia de tipo moral, sino el cabal cumplimiento de tendencias prácticas. Para Sócrates existe una tendencia fundamental: la tendencia hacia el bien. Y si los sofistas tendían a pensar que el bien se confunde con el placer, Sócrates identifica el bien con la sabiduría. La moral no es así una técnica para calcular fines prácticos sino el verdadero conocimiento que va más allá de toda especialidad, el conocimiento del hombre sabio. Ello no impide que los hombres hagan el mal, pero indica, claramente, que si lo hacen, es porque no han adquirido la sabiduría que les permitiría evitarlo. El conocimiento de sí mismo es, en última instancia, la base tanto de nuestra acción como de nuestro pensamiento. Si el conocimiento es real, el conocimiento y la acción tendrán que coincidir en el bien.
No debemos buscar demostraciones abstractas para probar esta moral que exponen tanto Platón como Jenofonte y Aristóteles. La única demostración concreta la dio el propio Sócrates en su vida y principalmente en su manera de aceptar la condenación y la muerte. En esta vida, la más pura que se haya conocido antes del cristianismo, Sócrates es la viva prueba de la virtud, una virtud que deberíamos llamar dignidad.
Acusado por Melito y Agatón de corromper a la juventud y de negar la existencia de los dioses, Sócrates se defiende, pero nunca emplea argumentos contrarios a la razón. Niega las acusaciones y afirma que, de ser absuelto, continuará su enseñanza. Cuando Critón quiere convencer a Sócrates de que debe huir, Sócrates le contesta que la huida estaría en contra de la doctrina que ha expuesto toda su vida y que frente a la muerte no puede, no debe renunciar a sus propias palabras.
El propio Sócrates defiende su ideal del hombre y de la sabiduría. Esta defensa serena es la mejor prueba de su autenticidad y de su grandeza:
No tengo ningún resentimiento contra mis acusadores ni contra los que me han condenado, aún cuando no haya sido su intención hacerme un bien, sino por el contrario, un mal, lo que sería motivo para quejarme de ellos. Pero sólo una gracia tengo que pedirles. Cuando mis hijos sean mayores, os suplico los hostigueís, los atormenteís como yo os he atormentado a vosotros, si veis que prefieren la riqueza a la verdad y que se creen algo cuando no son nada; no dejeís de sacarlos a la vergüenza si no aplican a lo que deben aplicarse y creen ser lo que no son; porque así es como yo he obrado en vosotros. Si me concedeís esta gracia, lo mismo yo que mis hijos no podremos menos que alabar vuestra justicia. Pero ya es tiempo que nos retiremos de aquí, yo para morir, vosotros para vivir. ¿Entre vosotros y yo, quién lleva la mejor parte? Esto es lo que nadie sabe, excepto Dios. Ω
[1] Tomado de: Introducción a la historia de la filosofía. Textos universitarios. Universidad Nacional Autónoma de México. México. 1990, p. 42 y 43.