El actual pontificado nace con características completamente diferentes a los precedentes no sólo porque Francisco es elegido papa luego de la inesperada renuncia de Benedicto xvi, convirtiéndose así en el primer papa latinoamericano en la historia de la Santa Sede, sino porque asciende a la Cátedra de San Pedro con una impostergable tarea confiada por las Congregaciones generales que precedieron el cónclave: poner fin a la aguda crisis de legitimidad y credibilidad que por aquel entonces experimentaba la sede apostólica y el mismo catolicismo.
Detrás de esta crisis, origen de la renuncia de su predecesor, estaban los múltiples casos de pederastía sacerdotal y el descubrimiento de Vatileaks I -el robo y difusión de documentos pontificios–, fenómenos que sacaron a la luz el comportamiento antirreligioso de muchos prelados, así como la corrupción y prepotencia presentes en la curia romana.
Estos deleznables fenómenos Francisco los está enfrentando con la activación de un gran proceso de reformas cuyo objetivo inicial son la transformación de la curia romana, las instituciones económico-financieras vaticanas y la revisión de algunos delicados aspectos pastoral-doctrinales. La fuerte oposición contra esta gran transformación en los sectores más conservadores de la Iglesia católica no parece sin embargo intimidar al papa argentino. “Difundir documentos es un delito. Quien comete este delito no frenará mi obra de reforma”, sentenció recientemente refiriéndose al descubrimiento del hoy llamado Vatileaks