Mario Bunge
Todos los días desayunamos y cenamos con noticias de violencia individuales y colectivas. Muchos se preguntan cómo es posible que aumente la violencia a medida que progresa la civilización. Olvidan que los salvajes son más pacíficos que los civilizados. Tan es así, que cuando pelean usan las mismas armas que emplean para cazar animales. Sólo los civilizados usamos armas diseñadas y construidas exclusivamente para matar al prójimo.
Los salvajes son más pacíficos que nosotros porque tienen menos motivos o excusas que nosotros para agredir. A los civilizados casi nunca nos falta causa o pretexto inconcebibles en comunidades primitivas tales como las de los indios amazónicos o los esquimales. Estos no atacan en nombre de la bandera, el partido, la iglesia, o siquiera el equipo de fútbol, porque no los tienen.
De modo, pues, que no nacemos violentos. La violencia se aprende y a veces también se cultiva. Donde no hay escuelas de violencia la gente es pacífica. También lo es donde no hace falta recurrir a medios violentos para ganarse la vida. Nosotros, en cambio, inventamos y sostenemos un gran número de escuelas de violencia.
Un individuo civilizado puede aprender hábitos antisociales en cinco escuelas de violencia: el hogar autoritario, la escuela dogmatica, el cine de «acción», la calle del gueto de la gran urbe y la política sin democracia. Lo que tienen en común estas escuelas es el autoritarismo, es decir, el poder que no se justifica racional ni moralmente, sino sólo por la fuerza.
Empecemos por el hogar. Es aquí donde aprendemos las primeras normas de conducta. Y las aprendemos no tanto a fuerza de sermones y castigos, como por el ejemplo que nos dan progenitores y demás parientes. El padre tiránico, que da órdenes sin justificarlas, prohíbe la discusión, y castiga ferozmente la desobediencia, forma individuos que caen en una de dos categorías: timoratos y violentos, o víctimas y victimarios.
El sentido moral no se adquiere sufriendo castigos sino imitando acciones generosas y participando en trabajos o juegos colectivos. También se adquiere discutiendo casos especiales de conflictos morales, tales como los que plantean un individuo que miente para proteger a otro o que roba para comer, que se niega a asistir a un accidentado o que abusa del poder.
Pero para aprender a pensar y obrar moralmente es necesario sentirse libre. Y para esto es menester no tener miedo ni subsistir en la miseria más abyecta. La amenaza de un castigo feroz o una privación cruel puede forzar a mentir, traicionar o incluso matar.
Otra escuela de violencia es la enseñanza autoritaria, donde campea el magister dixit, y donde se ensalza más la gloria militar que el trabajo. En la escuela porteña de mi remota infancia los niños de ambos sexos formábamos filas y marchábamos como soldaditos, cantando canciones bélicas. El salirse un poco de la fila era motivo de amonestación. Así nos preparaban para la violencia, quiero creer que por patriotismo mal entendido antes que por cálculo.
El cine completaba nuestra educación para la violencia. Cuando volvíamos al barrio solíamos jugar al policía y ladrón, y nos encantaba simular las ejecuciones que veíamos en las películas. Los más rebeldes escogíamos ser ladrones, y siempre elegíamos al más débil para fusilarlo.
En ningún caso nos preguntábamos si la violencia era moral. La palabra «moral» no figuraba en el vocabulario escolar. No recuerdo haber escrito ninguna composición sobre la ayuda mutua, la protección al débil, la tolerancia, la fraternidad, o la paz, ni menos todavía sobre regla moral alguna. Los temas más populares eran la vaca y la primavera.
Se esperaba de todos nosotros, incluso de las chicas, que empuñáramos las armas contra enemigos imaginarios. Estábamos listos para imitar las hazañas de los héroes de la Guerra de Independencia, pero no para enfrentar conflictos menores. Ni, menos aún, para hacerlo de manera racional o sea, debatiendo y participando en organizaciones voluntarias.
Ni siquiera se nos hablaba de conflictos conyugales, de peleas entre padres e hijos, ni menos aún de conflictos de clase ni de choques ideológicos. No aprendíamos que en todo grupo social surgen conflictos, porque no todos los individuos tienen los mismos intereses ni, por lo tanto, las mismas metas.
Menos aún aprendíamos cómo arreglar conflictos amigablemente. Sólo sabíamos de dos métodos: la pelea y el litigio. Y, puesto que no podíamos contratar a un abogado, recurríamos a los empujones o incluso a los puñetazos.
En la escuela no nos explicaban por qué está mal aprovecharse del débil ni, menos aún, por qué está bien salir en su defensa. En clase no se entablaban discusiones morales: este tema no figuraba en los planes de estudio.
Tampoco los libros que leíamos los niños y jóvenes nos planteaban problemas morales. Por añadidura, solían ser mala literatura. Ejemplos: las aventuras de Buffalo Bill (el genocida de indios norteamericanos), los cuentos de los feroces piratas malayos de Emilio Salgari, y las narraciones españolas sobre guerras y cruzadas. Y el poema del Cid Campeador nos interesaba más por la valentía y astucia del personaje que por la poesía del autor.
Las cosas no mejoraron más tarde. Leíamos sin inmutarnos las historias de los fusilamientos y degüellos de prisioneros con que entretenían sus ocios los participantes de las guerras civiles argentinas. Leíamos «La conquista del desierto», de Lucio V. Mansilla, no como la buena obra literaria que es, sino como si fuera una epopeya patria, y no el genocidio de la nación araucana. Así nos íbamos insensibilizando. Por algo Jorge Luis Borges confesó su admiración por los cuchilleros, debido a que «no matan a máquina».
El hogar, la escuela y el cine pueden educar para la violencia. También suele hacerlo la calle de la gran ciudad. Todos hemos oído hablar de calles y aún ciudades propicias al asalto y el asesinato. A todos nos han aconsejado no hablar con extraños.
Es sabido que la pobreza y la opresión engendran violencia, y que a su vez ésta suele acarrear más pobreza y más opresión. Esta es una triste historia de gran parte del Tercer Mundo. Es sabido, que en lugares donde falta trabajo, los jóvenes no tienen otra cosa que hacer que hostigar al enemigo real o imaginario. Testigos: los habitantes de las tierras palestinas ocupadas ilegalmente por israelíes.
Pero también se sabe que la pobreza puede alentar la conducta prosocial. Ahí están las villas miseria (o ciudades perdidas, o asentamientos humanos, o barrios callampa) y todo el subcontinente de la India para probarlo. ¿Por qué una misma condición social induce a la violencia en unas comunidades y a la solidaridad en otras? No creo que se sepa con certeza.
Finalmente, también la política puede ser por supuesto, una escuela de violencia. Lo es cuando no hay un mínimo de democracia ni, por tanto, de conciencia cívica. En estos casos hay violencia política además de violencia doméstica y la que practican los delincuentes profesionales.
Empecemos con una anécdota. Se cuenta esta anécdota de Alberto Barceló, el caudillo político bonaerense legendario por su poder y su corrupción. Una vez, cuando acertó a pasar su yerno, comentó con sus acólitos: «¡Pobre muchacho, tan joven y con tan mala salud!». El día siguiente el joven fue descubierto en una alcantarilla con un agujero en el corazón. Había cometido el error de maltratar a la hija del caudillo. Y éste no tuvo la necesidad de dar orden alguna para vengarla.
La violencia política puede venir de arriba (gobierno) o de abajo (guerrilla). En ninguno de los dos casos resuelve uno de los problemas centrales de casi toda sociedad moderna: el de la violencia (Digo «casi» porque los países nórdicos son dechados de paz.)
La violencia no suele resolver los problemas, porque un acto violento suele provocar una reacción igualmente violenta o peor. Esto es inevitable cuando predominan las actitudes autoritarias, sea en el hogar, la escuela, o la política.
Las dictaduras de corte tradicional suelen practicar la violencia abierta, para escarmiento. (La última dictadura militar argentina fue una excepción: prefería la violencia a escondidas, en particular la ejecución clandestina y la «desaparición», esa original y célebre invención argentina.)
También las dictablandas prefieren la violencia solapada, en particular la amenaza más o menos anónima y aun el asesinato a escondidas de enemigos reales o virtuales, actuales o en potencia.
El político opositor y el periodista son blancos naturales de la violencia estatal, ya solapada, ya abierta. Los políticos opositores son blancos del poder despótico porque son sus rivales. En cambio, los periodistas son blancos cuando exhiben la corrupción u otros vicios del régimen sin buscar dividendos políticos.
Hasta ahora sólo he mencionado casos sencillos. Hay otros más complicados y sutiles. Entre ellos están los gobiernos elegidos democráticamente pero que se deslizan hacia la dictablanda para tapar su incompetencia o corrupción.
Para estos gobiernos deslizantes nada hay tan molesto como el periodista sin pelos en la lengua ni en la cámara fotográfica. Naturalmente, estos gobiernos ambiguos pueden proponer o imponer leyes que amordacen la libertad de expresión. Pero la oposición parlamentaria suele armar un escándalo, lo que desprestigia.
En estos casos suele recurrirse a métodos mucho más expeditivos y efectivos: amenazar, secuestrar o aun asesinar al reportero deslenguado sospechosos de haber averiguado algún hecho comprometedor. Recuérdese el caso célebre del fotoperiodista argentino José Luis Cabezas.
Un procedimiento como este no sólo acalla una boca, sino que intimida a todo el gremio. En efecto, hay que tener agallas para animarse a destapar una olla podrida cuando se sabe que un colega pagó con la vida su curiosidad y su compromiso con la verdad. Cuando el cuarto poder pierde la autonomía necesaria para buscar y publicar la verdad, deja de cumplir su misión. Y cuando esto ocurre, la cosa pública empieza a dejar de ser bien de todos.
Acabo de usar una palabra en desuso entre los llamados posmodernos, a saber «verdad». En política, lo mismo que en el hogar, la escuela, el trabajo y la política, la verdad va de la mano con la decencia. Esto es así porque hay hechos morales, tales como los actos solidarios, y hechos inmorales, tales como la comisión de actos violentos contra inocentes. Y si hay hechos morales y otros inmorales, también hay verdades y falsedades morales.
Pero no es necesario bajar a honduras filosóficas para entender que a todos nos conviene evitar la violencia, tanto la de arriba como la de abajo, porque la violencia engendra violencia, y ésta destruye no sólo la democracia sino también la mera convivencia. Y para evitar la violencia social debemos empezar por abstenernos de practicarla en el hogar, la escuela y la arena política.
Ya que, según se dice, el liberalismo está en plena expansión ¿por qué no aprovechar la ocasión para liberalizar el hogar, la escuela y la política, a fin de reducir el nivel de violencia individual y colectiva? Al fin y al cabo, la finalidad de un acto de violencia es privar a alguien de la libertad de ser, hacer o tener algo.
[1] BUNGE, Mario. Cápsulas. Gedisa. España. 2008, p. 169-173.