Elisa Speckman Guerra[2]
“Escuchar a la maestra María Teresa Landa en el antiguo Colegio de San Ildefonso ha sido la experiencia más deliciosa que como alumno he tenido en la vida. Era una espléndida narradora que, al exponernos con apasionada intensidad episodios dramáticos protagonizados por importantes figuras históricas, nos remontaba a las épocas correspondientes y nos hacía estar allí como emocionados y atónitos testigos.”
Así recuerda Luis de la Barreda a su profesora de historia de la Preparatoria 1. Años antes, María Teresa Landa había representado al país en un certamen internacional de belleza y cometido uno de los crímenes más sonados de la Ciudad de México. Esa es, justamente, la historia que en El Jurado hechizado: La pasión de María Teresa Landa (Editorial Porrúa, México, 2013) relata el coordinador del Programa Universitario de Derechos Humanos de la UNAM, quien fue fundador y presidente de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal.
Siguiendo el ejemplo de su profesora, Luis de la Barreda transporta al lector a la década de 1920 y le permite presenciar los acontecimientos que rodearon el homicidio que se le imputaba a la primera Señorita México y el proceso judicial que debió enfrentar. También le permite asomarse a un juicio por jurado. Además, lo hace ver dos concepciones de la justicia: mientras que la primera considera que los jueces deben limitarse a buscar la norma legal que más se ajusta al hecho juzgado y previamente probado, la segunda se abre a la intervención de otros factores (como costumbres judiciales, sentencias previas, o ideas, imaginarios y valores presentes en la comunidad).
Desde esta óptica, el libro tiene tres secciones. En la primera, el autor recrea el ambiente del aula. Innovadora para estos años resulta la atención que María Teresa Landa otorgaba a las figuras femeninas —Juana de Arco, Ana Bolena, María Antonieta—, preferencia que revela el carácter de la profesora. Al recordar sus clases, Luis de la Barreda pasa del aula a otros escenarios. Rememora las historias de estas mujeres y lo hace a través de la mirada de su maestra, quien compartía y seguramente comprendía sus trágicos destinos.
En la siguiente sección relata el rumbo de otra protagonista: María Teresa Landa. No ofrece un recuento de hechos sino un relato novelado, que inicia cuando la estudiante de odontología se inscribió en el certamen de belleza, pasa por su historia de amor (con Moisés Vidal, un general mayor que ella, por quien sacrificó una prometedora carrera en Hollywood y con quien se casó sin autorización de sus padres) y concluye con su crimen, cometido por amor (cuando, según su propio relato, disparó tras abrir el periódico y enterarse de que su marido había tenido otra esposa y estaba acusado de bigamia).
Luis de la Barreda simpatiza con su profesora y con su versión de los hechos. Los dos buscan explicar el motivo que la impulsó a tomar el arma que estaba en la misma mesa que los diarios y dispararle al general, luego de haber pensado en suicidarse. El autor del libro niega que haya actuado por miedo al ridículo, venganza o deseo de destruir a Moisés Vidal: “si hubiera querido castigarlo lo habría hecho enloquecer con su desprecio, más doloroso y prolongado que la muerte”. La protagonista, años después, lo atribuyó a una pérdida momentánea de la razón. Un acto irracional, pero que reivindicó con la razón: “Prefiero cultivar con todo el sublime amor el recuerdo de Moisés ya muerto, que haberle odiado en vida por destrozarme lo más caro de todo ser humano, el corazón”.
Otra fue la versión que presentó el fiscal de María Teresa Landa. En la tercera sección Luis de la Barreda describe el proceso, celebrado a fines de 1929 y presenciado, leído o escuchado por miles de capitalinos. Y uno de los últimos juicios en que intervino el jurado popular —sin duda el último juicio célebre—, pues el código penal expedido en ese año lo había suprimido.
En esa época, en los juicios por jurado participaban un juez profesional (que dirigía los debates, pues otro juez se había encargado de la etapa de instrucción) y nueve ciudadanos sin información jurídica, que apreciaban las pruebas que indicaban la culpabilidad o inocencia del procesado. El jurado popular fue una institución muy debatida. Sus defensores consideraban que los jurados no necesitaban conocer derecho para opinar sobre los hechos, no eran susceptibles a la corrupción y las influencias, conocían la realidad de la que provenían los criminales, y representaban el sentir y la conciencia de la comunidad. Sus detractores afirmaban que no atendían exclusivamente a las pruebas presentadas en el proceso, pues se dejaban influir por simpatías, prejuicios, ideas o valores y, sobre todo, por la habilidad de los abogados, con lo que impedían que la pena correspondiera al hecho probado. En su lugar se crearon las Cortes Penales, integradas por tres jueces con formación en derecho y experiencia previa, pues se creyó que estarían más capacitados para emitir sentencias apegadas a pruebas y leyes.
El proceso de María Teresa Landa —y los de otras “autoviudas” que en la misma época fueron absueltas— no son representativos de la enorme mayoría de los juicios por jurado, pero permiten observar el peso que los abogados y otros factores tenían en los veredictos. Sus alegatos, sintetizados por Luis de la Barreda, resultan sumamente interesantes. Como solía suceder, primero presentaban su visión de la homicida y de la víctima, y después su versión del crimen. El acusador, Luis Corona, presentó a María Teresa Landa como una mujer inmoral —sostuvo que el hecho mismo de haber desfilado en traje de baño en un concurso público lo demostraba, aunque también habló de otras faltas— y afirmó que no se había enterado del matrimonio previo de su marido al momento de cometer el homicidio sino la noche anterior, disparándole al general cuando estaba dormido en la sala. Consideró que su condena podía ayudar a que el resto de las capitalinas se apegaran al código de conducta tradicional y advirtió: “Está por decidirse no la suerte de una mujer, sino la moral de todas las mujeres”. Su abogado defensor fue José María Lozano, destacado jurista y funcionario en las épocas porfiriana y huertista. La caracterizó como una mujer moderna y, sobre todo, como una mujer enamorada, quien al enterarse que su matrimonio había sido una farsa reaccionó como tenía que hacerlo: matando para preservar su honor.
Los miembros del jurado concedieron la razón a Lozano y consideraron que María Teresa Landa había actuado en defensa legítima del honor, por lo que fue absuelta. Luis de la Barreda estudia el argumento y la sentencia desde la óptica y experiencia del abogado penalista. No es la primera obra en la que analiza un caso judicial: recientemente publicó una obra sobre Florence Cassez. En estas páginas, con un tono diferente al que emplea en el resto del libro, cuestiona la utilización del argumento de defensa legítima del honor. No lo cree pertinente por dos cuestiones: considera que María Teresa no fue deshonrada sino engañada, y que solo puede hablarse de defensa legítima cuando se actúa para prevenir el daño y no cuando el bien jurídico tutelado ya sufrió lesión (el honor de la esposa, en dado caso, ya había sido mancillado). Si bien simpatiza con la procesada y considera que merecía la absolución, sostiene que el defensor podría haber logrado el mismo resultado recurriendo a otro argumento, que sí resulta aplicable al caso: la homicida actuó presa de una emoción violenta y en estado de trastorno mental transitorio.
Su reflexión me permite realizar otras reflexiones sobre tres puntos: el honor femenino, el diferente impacto que un argumento judicial pudo tener en dos tipos de juzgadores (legos o profesionales) y en dos formas de concebir a la justicia (a las que me referí al inicio), y la elección que hizo José María Lozano de un argumento que —coincido con el análisis de Luis de la Barreda— no era correcto jurídicamente.
En el siglo XIX se pensaba que el honor de un hombre se manchaba con la deshonra de las mujeres emparentadas con él, mientras que el honor femenino no dependía de las acciones de sus familiares y se vinculaba esencialmente con la honra. Efectivamente, desde la lógica actual y en la de la época, María Teresa Landa no se habría visto deshonrada al ser engañada. Además, se pensaba que los hombres debían defender su honor y el de sus mujeres; a ellas solo se les permitía actuar para ocultar la deshonra. A la prostituta María Villa “La Chiquita” no le valió argumentar que al matar a su rival de amores había defendido su honor, pues además de considerársele como una mujer carente de honor se negaba a las mujeres actuar en nombre del honor. Sin embargo, en la década de 1920 se registra un cambio en las decisiones de los juzgadores, que puede reflejar una variación en la concepción de la mujer. Los miembros del jurado aceptaron la posibilidad de que las mujeres actuaran en defensa de su honor (en el caso de Sara del Toro en 1923) o de sus derechos, como el vivir libres y amadas (en el caso de Nydia Camargo en 1925).
Estos antecedentes pudieron hacer suponer a Lozano que su argumento sería bien recibido. Bien recibido en un momento en que los veredictos “surgían del corazón de los hombres” pues, como sostuvo en su alegato, en poco tiempo empezarían a funcionar las Cortes Penales y las decisiones serían diferentes, ya que “los fallos de los jueces se apegaban a la letra muerta de la ley”. No dejó de manifestar, tampoco, que no consideraba al derecho como una ciencia ni se veía seducido por la posibilidad de preparar perfectamente una demanda; prefería ilustrar sus convicciones con una canción de Guty Cárdenas o con un verso del Duque de Job.
¿Habría utilizado el mismo argumento si María Teresa Landa hubiera matado meses después y se hubiera dirigido a jueces profesionales que, en su opinión, se apegaban a la “letra muerta de la ley”? José María Gutiérrez —quien tenía una formación y una trayectoria similares a las de Lozano— defendió en 1936 a Concetta di Leone, procesada por la muerte de su marido, un príncipe ruso. Originalmente sostuvo que había actuado durante un episodio de locura transitoria. Sin embargo, ante la oposición de la procesada —quien no quería ser “considerada como una loca”— y la opinión de los peritos de la fiscalía, debió después recurrir al argumento de defensa legítima (exceso en defensa legítima). Tampoco con este argumento tuvo éxito en la primera instancia, pero sí en la segunda. Gutiérrez aplaudió la decisión de los magistrados del Tribunal Superior de Justicia y sostuvo que era consecuente con lo acostumbrado (las decisiones del jurado) y la opinión pública, pues la sociedad, a diferencia de los jueces de la Corte Penal, sí sabía “entender y sentir” los homicidios pasionales y los casos que involucraban el honor.
Por ende, un argumento que podría haber desechado un juez profesional pudo haber tenido una importante carga explicativa para los miembros del jurado o para la sociedad del momento. Así, en esta etapa y en estos procesos se enfrentaban diferentes formas de concebir el honor y la demencia, así como diversas formas de entender la justicia y de impartirla. El jurado hechizado permite acceder a ellas, a la vez que recrea la historia de una mujer que vivió en una ciudad y en un periodo de cambios en que los grupos feministas pugnaban por una mayor igualdad en el plano familiar, educativo y profesional, mientras que, en reacción, se reafirmaba el discurso tradicional de género. Un relato apasionante y muy bien escrito, que atrapa al lector y que resulta diferente a otros estudios sobre María Teresa Landa; una historia narrada de la misma forma en que la hubiera narrado su protagonista, tomando en cuenta las pasiones, motivaciones, dudas, sueños, tormentos y debilidades del personaje. Ω
[1] Tomado de la revista EstePaís. TENDENCIAS Y OPINIONES. Núm. 280. Agosto de 2014, p. 35-37.
[2] Investigadora del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM y miembro de la Academia Mexicana de Ciencias Penales, de la Academia Mexicana de Ciencias y del Sistema Nacional de Investigadores.