Amando Lázaro Ros
La aventura más emocionante de Sherlock Holmes debió de ser la de verse suplantado por su propio autor. ¡Qué lástima que no se le hubiera ocurrido al bueno del doctor Watson escribirla! Lo ha hecho otro autor de novelas detectivescas que tiene gran maestría, pero que en esta ocasión no ha querido salirse de su papel de biógrafo y recopilador de documentos. Me refiero al señor Dickson Carr.
La suplantación ocurrió con toda naturalidad. ¿Qué de particular tiene que alguno de los millones de lectores de sus novelas acudiese con sus cuitas a sir Arthur Conan Doyle con la secreta esperanza de que las llevase a la consulta de Sherlock Holmes? Pero el romántico irlandés no hizo tal cosa. Cuando el S.O.S. era de los que claman contra la torpeza o la malignidad de la justicia humana, se ponía él mismo en campaña, suplantando al rey de los detectives. Tal ocurrió en El misterio del destripador de caballos y en El asesino de Marion Gilchrist.
En ambos casos, los jueces ingleses habían condenado con rigor a dos personas inocentes. En ambos casos, las víctimas de la justicia humana lanzaron su mensaje de socorro directamente al corazón del escritor que había adoptado desde su juventud cuatro divisas de conducta: “Osado frente al fuerte; humilde con el débil”; “Acude con tu ayuda al desvalido que te la pide, sea quien sea”; “Sé caballero con todas las mujeres, con las humildes lo mismo que con las de rango elevado”; “Me ligo a ello con mi palabra de caballero”. Sir Arthur Conan Doyle acudió, pues, a las dos llamadas de angustia. Consagró su tiempo, su ingenio, su dinero y su prestigio a la tarea de reivindicar el honor y conseguir la libertad de los inocentes, tarea de un Hércules de la voluntad, además de un genio del arte de observar y deducir. En ambos casos triunfó con la misma gallardía con que habría triunfado Sherlock Holmes; pero acorazándose en un tesón que jamás le fue necesario a este, porque jamás necesitó alzar en vilo la mole ingente del procedimiento y de la tradición, la colosal fuerza de inercia de la justicia de toga y peluca de Inglaterra. Uno y otro caso eran dignos de Sherlock Holmes.
La noche del 21 de diciembre de 1908 se encontró muerta en Glasgow a la señorita Marion Gilchrist, anciana de ochenta y tres años, rica y que guardaba joyas por valor de varios miles de libras esterlinas. Vivía con su doncella en un primer piso, con puerta de doble cerrojo. La doncella sale para hacer un recado y cierra la puerta. Cuando regresa encuentra muerta a la anciana; no han desaparecido las alhajas, fuera de un broche de diamantes de gran valor. Pero ha desaparecido una cajita de documentos. La policía se entera de que un individuo había intentado vender el día de Navidad en un club la papeleta de empeño de un broche de diamantes. Se trataba de un individuo de malos antecedentes, norteamericano, y que esa misma noche había salido para Liverpool, donde embarcó en el Lusitania. Slater fue traído desde Nueva York, juzgado y condenado a la horca; pero se le conmutó la pena por la de trabajos forzados a perpetuidad.
Fueron los abogados de Slater quienes acudieron a Sherlock Holmes, digo, a sir Conan Doyle, y este entró en campaña. Su folleto El caso de Oscar Slater debiera figurar entre las aventuras de Sherlock Holmes. La verdad la descubrió pronto: pero ¿quién ponía en marcha la máquina judicial y legislativa para que enmendasen el entuerto que ella misma había cometido? Años tuvo que luchar sir Conan Doyle. Pusieron a la chita callando en libertad a Slater; pero con el caballero andante irlandés no valían esas tretas: había que hacerle justicia plena. Le faltó muy poco para lograrlo. Pesaba más el prestigio de las pelucas y de las togas que aquel norteamericano con ribetes de maleante y sin parientes ni intereses en Inglaterra.
Lo mismo, aunque en un plano de mayor fantasía, ocurrió en el caso del destripador de caballos. También aquí el injustamente condenado era de origen extranjero y se encontraba sin amparo. El triunfo de sir Conan Doyle fue clamoroso, y George Edalji, libre ya, fue uno de los incitados a la boda de sir Arthur Conan Doyle con la señorita Jean Leckie, y su regalo de boda, las Obras de Shakespeare y las de Tennyson, en sendos volúmenes, uno de los que mayor peso de corazón llevaba.
Séame permitido ahora, a título de modesto profesional de la pluma, poner de relieve que este quijotesco menester de paladines de la inocencia, desfacedores de atropellos y auxiliadores del desvalido ha estado desde muchos siglos acá reservado a los cultivadores de la literatura. Por el mismo tiempo que sir Conan Doyle hacía en Inglaterra el papel de Sherlock Holmes, otros hombres de pluma conmovían al mundo con el caso Dreyfus. Y en España, sin contar a Lucano, el del verso aquel tan español de Victrix causa diis placuit, sed victa Platoni, hasta Ercilla con su Araucana, podemos preguntar con orgullo: ¿Quiénes sino escritores españoles crearon los entes de ficción que se llamaron caballeros andantes? Porque no los copiaron de la realidad, ¡ni mucho menos!, sino que se los sacaron del corazón. Hay para estar orgulloso del oficio con tales compañeros. Ω
[53] Fragmento del prólogo de: CONAN Doyle, Arthur Sherlock Holmes, tomo I. Aguilar. España. 1972. p. 28-30.