Agustina Perez[1]
Los derechos sociales como derechos exigibles es el título de una de las principales obras de Víctor Abramovich y Christian Courtis y, además, es el nombre (y el espíritu) del encabezado al que pertenecen los párrafos que sirven de inspiración para este ensayo[2].
Los autores parten de la crítica (y la excusa) por antonomasia que se le hace a los derechos económicos, sociales y culturales (en adelante, DESC): su pretendida naturaleza “positiva” en contraposición a la naturaleza “negativa” de los derechos civiles y políticos (DCP) que, a diferencia de los primeros, no requerirían para su cumplimiento ningún tipo de “gasto” por parte del Estado sino su mera abstención. Acto seguido, los autores desechan contundentemente esta distinción y la relacionan con la visión clásica de un Estado mínimo, concluyendo, en cambio, que ambos tipos de derechos requieren un “hacer” y un compromiso por parte del Estado y que, desde luego, tienen un costo. Luego, a lo largo del texto, los autores se proponen dar razones fundadas para justificar la exigibilidad de los DESC en el plano interno.
A través de los siguientes párrafos pretendo acompañar el análisis antedicho apelando a una reflexión sobre los mitos y verdades que giran en torno a los DESC para concluir, inevitablemente, compartiendo el argumento sostenido por estos autores acerca de la exigibilidad y plena efectividad de los DESC.
Cabe aclarar que mi concepción de exigibilidad, y la que voy a sostener en este ensayo, involucra dos aspectos: uno político relacionado con un activismo social (lo personal es político) y con la labor administrativa y legislativa (en tanto éstos son los poderes que, en primera instancia, diseñan e implementan las políticas públicas que protegen y garantizan los DESC); y otro judicial (en tanto jurídicamente exigible).
Por último, esta posición me hace considerar, a su vez, que la posibilidad de hacerlos valer ante los estrados judiciales no atenta contra la democracia deliberativa ni supone una interferencia indebida por parte del Poder Judicial (PJ) en los demás poderes, en contraposición a lo que el liberalismo en todas sus vertientes sostiene.
Veamos. Entre los principales argumentos para deslegitimar la exigibilidad de los DESC, y la prevalencia de los DCP, se encuentran los que refieren a que los primeros requieren un accionar por parte del Estado (obligaciones de hacer, positivas) mientras que los segundos sólo requieren abstenciones y no-interferencias por parte de aquél (obligaciones de no hacer, negativas); que no son derechos operativos sino programáticos; que no están claramente definidos (vaguedad); que requieren de la inversión económica del Estado, mientras que a los DCP les alcanza con la abstención del mismo; que más que “derechos verdaderos” son “derechos de papel” o derechos “ficticios”; que algunos esconden obligaciones de resultados y otros de conducta; que han de garantizarse “hasta el máximo de los recursos disponibles” y que eso es algo que sólo puede definir el Poder Ejecutivo (PE) y el Legislativo (PL); que se trata de aspiraciones, no de derechos; que por algo fueron dispuestos en dos tratados diferentes; que los DESC no poseen obligaciones concretas; que son programáticos, no operativos; que son progresivos, no inmediatos; etc.
Estas concepciones han sido ampliamente refutadas por numerosos autores que sostienen que tanto los DCP como los DESC requieren acciones positivas y negativas y que la diferencia entre las obligaciones requeridas es de grado o niveles (Abramovich y Courtis y Van Hoof) más que de sustancia. A esos argumentos, han de sumársele, inevitablemente, que si observamos detenidamente la naturaleza jurídica de ambos “tipos” de derechos, notamos que comparten una raíz común: están consagrados en tratados internacionales y por ende traen ínsitos el debate, el compromiso y la responsabilidad internacional: la discrecionalidad estatal ya no es una opción.
Por si quedase alguna duda, la Asamblea General de Naciones Unidas (ni más ni menos que la suma de los representantes de todos los Estados miembros de la ONU) reconoce y reafirma que los derechos humanos son indivisibles e interdependientes, que la protección y garantía de un tipo de derechos no debe jamás “eximir o excusar a los Estados de la promoción y protección de los demás”[3] y que “debe prestarse igual y urgente consideración”[4] tanto a los DESC como a los DCP. Posteriormente, los Principios de Limburg sobre la Aplicación del PIDESC (1986) y la Declaración de Viena (1993) concluyeron en igual sentido (aunque en Viena se reforzó el carácter de “universalidad”). Todo ello conlleva, entonces, a concluir que la violación a un DESC desencadenará necesariamente en la violación de un DCP y viceversa; que todo derecho constituye un entramado complejo de obligaciones positivas y negativas, de hacer y no hacer, de medios y de resultados, etc. y que, por tanto, todos los derechos tienen un costo (Holmes y Sunstein). Debilitada entonces la distinción aparente entre unos y otros, es dable afirmar que ambos pueden ser exigibles y deben ser cumplidos y protegidos de buena fe, lo que incluye ser amparados por el PJ, es decir: los DESC son justiciables.
Superado lo anterior, pareciera que el problema radica en qué es lo que se puede reclamar (cuál es la obligación incumplida), cómo (por qué medio) y hasta dónde (cuál es el límite esperable de la reparación). A ello se le agrega la “incertidumbre” (o “prejuicio ideológico” –Ferrajoli–, “autorestricción” –Abramovich y Courtis–, “marginalización jurídica” –Hunt) de los jueces/zas intervinientes en los casos, muchas veces bajo la errónea percepción de que la única forma de exigir los DESC es disponer de reservas presupuestarias (igualmente necesarias para garantizar los DCP). De esta manera, se pierde de vista que los compromisos asumidos por los Estados en la materia son prolíferos e incluyen deberes diversos: tomar medidas inmediatas (adecuación del marco legal, implementación de sistemas de información y recolección de datos), garantizar niveles esenciales de derechos, mantener la progresividad y no regresividad, etc. En definitiva, tanto DESC como DCP cuentan con una amplia gama de obligaciones que varían en el grado de involucramiento requerido por el Estado: las clásicas obligación de respetar (proteger, asistir o promover) y/o garantizar (o satisfacer), que se reflejan, a su vez, en obligaciones de conducta y/o de resultado[5]. Como concluye Van Hooff, hay diferentes “capas” de obligaciones y cada una de ella tiene distintas exigencias y formas de ser cumplidas. En definitiva, no en todos los casos la obligación debida será de “máxima” (satisfacer, disponer de fondos[6]), también puede pensarse en obligaciones igualmente necesarias como regular el ejercicio de derechos, proveer servicios de manera exclusiva o mixta, etc.
Aun así, la justiciabilidad de los DESC tiene, según Hunt, dos aspectos: ¿debe y puede el órgano justiciar dichos derechos? ¿Tiene legitimidad y competencia? Según Hunt, Fabre, Montero e incluso Monti, pareciera que el PJ no tiene legitimidad para tomar decisiones atinentes a la política pública (función del PE y PL) y no tiene competencia para hacerlo puesto que no tiene la suficiente información y expertise para tomar decisiones “absolutas” que puedan comprometer otros derechos (superable con, por ej., ayuda de peritos y amicus curiae, entre otras variables). Ambas cuestiones apuntan a la administración de los recursos presupuestarios, la división de poderes y la supuesta condición “no democrática” del PJ[7], concluyendo que corresponde denegarle tal posibilidad. Ahora bien, ¿acaso adjudicar DCP no sale del mismo presupuesto? ¿La protección y garantía de los DCP no requieren también del (costoso) acceso a la justicia y de la tutela judicial efectiva?
En síntesis, estos autores, si bien no niegan totalmente la justiciabilidad de los derechos, se inclinan más que por satisfacer completamente el derecho individualmente planteado (obligación de resultados), a reclamar al Estado (PE y PL) la justificación de su accionar (obligación de medios), lo que a priori parece una práctica saludable y alienta el diálogo democrático, a la vez que permite garantizar una estrategia a largo plazo, cuestión sumamente loable y necesaria.
Sin embargo, ¿de qué vale tener DESC si no son exigibles políticamente y justiciables? En el caso argentino la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha señalado recientemente que estos derechos “no son meras declaraciones, sino normas jurídicas operativas con vocación de efectividad”[8], necesarios para vivir una vida digna y, me arriesgo a sostener, (pre)condiciones para la participación en la democracia deliberativa. Sin estos extremos, el procedimiento “democrático” se torna fútil (y el desinterés o imposibilidad de participar en la deliberación parece razonable). El mismo Nino sostenía en su teoría de la democracia que el proceso deliberativo no nos exime de los errores[9]. Cuando el proceso democrático arroja una decisión que está, directa o indirectamente, en contra de los intereses y los derechos de las minorías (¿o las mayorías?) más vulnerables, entonces esa presunción de legitimidad de la decisión se invierte y se transforma en una presunción de inconstitucionalidad. En definitiva, parte de esta tensión entre exigibilidad y ámbito de actuación del PJ frente al PE y PL dependerá, en definitiva, de la idea de libertad e igualdad que sostengamos (y por ende del control de constitucionalidad-convencionalidad que aplicaremos).
Quizás les asista cierta razón a los autores que sostienen que el PJ no es el “mostrador” más adecuado para reclamar ciertos derechos, empero, es el único disponible cuando todos los anteriores fallaron. De hecho, que sean justiciables no quiere decir que (1) todas las personas reclamarán judicialmente por ellos (por diversos motivos que son imposibles de reflexionar en este breve ensayo), (2) que deba otorgársele una protección total e incondicional en detrimento de otros derechos y sin evaluar circunstancias ni consecuencias y (3) que la única opción posible del juez(a) sea de todo o nada olvidando la variada gama de argumentos por los que puede optar el PJ más allá del “si” y “no”. Estas concepciones omiten, además, los valiosos efectos indirectos que pueden tener las decisiones judiciales en la lucha por más y mejor protección de derechos.
En cualquier caso, en lo inmediato y en el caso concreto (sea este un reclamo individual o colectivo), es preciso adoptar acciones puntuales que restituyan derechos violados. Ello supone además la inversión de la carga probatoria: alegado razonablemente la violación de un DESC por parte del demandante, el Estado tiene el deber de demostrar que cumplió con todas las acciones (deliberadas, concretas y orientadas) que le eran requeridas y, en caso de no haberlo hecho, que tiene una justificación legítima[10]. De lo contrario, deberá sentenciarse a favor del demandante (principio pro homine[11]). De esta manera, la persona o grupo de personas afectados por la violación al DESC pueden ver, al menos por un momento, consagrados sus derechos e intereses en igualdad de condiciones con el Estado e incluso con el resto de los ciudadanos (tienen voz y “voto”).
En este sentido, el rol del PJ no es suplir las funciones de PE y PL sino alertar sobre las violaciones a DESC y reparar las que estén a su alcance. El análisis de razonabilidad de las políticas públicas (y del trato dado a los ciudadanos) no es una novedad para nuestra Corte ni para los tribunales de la región. La propia naturaleza del PJ es señalar el deber ser y el deber hacer. Las soluciones a las que puede arribar el PJ son variadas y no se agotan en otorgar el derecho exigido judicialmente, sino que puede consistir en poner en mora a los órganos incumplidores o incluso a los funcionarios (por los deberes que los atañen), imposición de obligaciones concretas, etc. Es decir, se trata de establecer “una suerte de diálogo institucional idóneo”, en palabras de Ferrajoli, donde el fin del camino sea buscar soluciones y no imponer obligaciones de carácter ilusorio que, en definitiva, “legitimen” la persistencia de violaciones a los DESC.
Una vez alguien dijo que había que “identificar cosas valiosas para salir a luchar por ellas”[12], la exigibilidad de los DESC es, sin dudas, una de esas cosas valiosas. Mi postura se sintetiza, pues, en las siguientes ideas fuerza: (1) DESC y DCP son iguales en jerarquía e importancia, por tanto, (2) los DESC son igualmente exigibles y justiciables. (3) Cualquier distinción o argumento inverso, viola la finalidad y naturaleza de los derechos humanos en sí mismos y perjudica indirectamente a los DCP: si no defendemos los DESC difícilmente podamos garantizar los DCP. A su vez, (4) la justiciabilidad de los DESC no atenta contra la democracia, (5) más bien la complementa y la equilibra. Por último, retomando la idea subyacente en este ensayo, (6) sólo hay derechos si hay alguien a quien poder reclamarlos y alguien obligado a cumplir, es decir, sólo hay derechos si hay un mostrador donde reclamar. Ω
Bibliografía consultada
Abramovich, Víctor y Courtis, Christian (1997), “Hacia la exigibilidad de los derechos económicos, sociales y culturales. Estándares internacionales y criterios de aplicación ante los tribunales locales”, en Abregú, M., y Courtis, C., en La aplicación de los tratados internacionales sobre derechos humanos por los tribunales locales, Bs. As., Del Puerto/CELS, pp. 283-350.
Abramovich, Víctor y Courtis, Christian (2002), Los derechos sociales como derechos exigibles, Madrid, Ed. Trotta.
Abramovich, Víctor (2006), “Una aproximación al enfoque de derechos en las estrategias y políticas de desarrollo”, Revista de la CEPAL n° 88, Santiago de Chile, Abril 2006, pp. 35-50.
Arcidiácono, Pilar y Gamallo, Gustavo (2012), “Políticas Sociales y Derechos. Acerca de la producción y reproducción de las marginaciones sociales” en Pautassi, Laura y Gamallo, Gustavo (ed.), ¿Más derechos, menos marginaciones?, Buenos Aires, Biblos, pp. 40-51.
Comité DESC (1990), Observación general N° 3, La índole de las obligaciones de los Estados Partes (párrafo 1 del artículo 2 del Pacto).
Corte IDH, Caso Velásquez Rodríguez vs. Honduras, sentencia de 29 de julio de 1988, Serie C Nº4, párrafos 159-188.
Donnelly, Jack (1998), ‘Theories of Human Rights’, en Donelly J. International Human Rights, Colorado, Westview Press.
Elias, José Sebastián (2011), “Notas para pensar el control judicial de constitucionalidad”, en Gargarella, Roberto (Coord.), La Constitución en 2020. 28 propuestasparaunasociedadigualitaria, Buenos Aires, Siglo XXI.
Fabre, Cécile (2000), ‘Negative and Positive Rights’, en Fabre, C. Social rights under the constitution: government and the decent life, New York, Oxford University Press.
——– (1998), ‘Constitutionalising Social Rights’, Journal of Political Philosophy, vol. 6, pp. 263-284.
Holmes, Stephen y Sunstein, Cass R. (2011), “Introducción” en Holmes S. y Sunstein, C. El costo de los derechos: Por qué la libertad depende de los impuestos, 1ª ed., Buenos Aires, Ed. Siglo XXI Editores.
Hunt, Paul (1996), ‘Introduction’, en Hunt, P. Reclaiming Social Rights: International and Comparative perspectives, Aldershot, Dartmouth Publishing Company.
Montero, Julio (2008), “¿Cómo judicializar los derechos económicos y sociales en una democracia deliberativa?” en M. Alegre, R. Gargarella, C. Rosenkrantz (eds.), Homenaje a Carlos S. Nino, Buenos Aires, La Ley.
Monti, Ezequiel (2011), “Democracia deliberativa y derechos sociales: ¿Qué deben hacer los jueces?”, Lecciones y Ensayos, nro. 89, pp. 367-403.
Piovesan, Flavia (2004), Derechos sociales, económicos y culturales y derechos civiles y politicos, 1 Sur Revista de Derechos Humanos, pp. 7-33.
Sunstein, Cass (2002), “Lessons from South Africa”, en Sunstein, Cass, Designing Democracy: What Constitutions Do, Oxford University Press.
Van Hoof, G.J.H. (1984), ‘The Legal Nature of Economic, Social and Cultural Rights: A Rebuttal of Some Traditional Views’, en Alston, P. y Tomasevski, K. (eds.), The Right to Food, Utrecht, SIM.
[1] Abogada por la Universidad de Buenos Aires (Argentina), con orientación en Derecho Internacional Público (2012). Actualmente candidata a LLM por la Universidad de California, Berkeley. Becaria Fulbright/Ministerio de Educación y Deportes y Philanthropic Educational Organization (2017-2018). Maestranda en Derecho Internacional de los Derechos Humanos por la Universidad de Buenos Aires (2015-2016). Ha trabajado como Jefa de Gabinete en la Dirección Nacional de Cultura Cívica en Derechos Humanos, Ministerio de Justicia y Derechos Humanos (2016-2017), se ha desempeñado como investigadora de la Facultad de Derecho-UBA en temas de salud sexual y reproductiva (2011-2017), ejerció como consultora de UNICEF Argentina (2014-2016) y fue pasante en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (2013).
[2] Si bien el título al cual se subsumen los párrafos lleva el nombre “ampliado” de “Los derechos económicos, sociales y culturales como derechos exigibles” considero que, a los fines de este ensayo, es posible utilizar “sociales” como inclusivo de las otras categorías.
[3]A/RES/39/145, Distintos criterios y medios posibles dentro del sistema de las Naciones Unidas para mejorar el goce efectivo de los derechos humanos y las libertades fundamentales, 14 de diciembre de 1984, párr. 2.
[4] Ídem, párr. 8 de los considerandos.
[5] Según la diferente fuente o autor del que se trate serán las clasificaciones de obligaciones que se citen, aunque en definitiva, todas ellas apuntan al mismo objetivo: poner en evidencia la variada gama de posibilidades de cumplimiento. En esta oportunidad se trató de armonizar el vocabulario de toda la bibliografía consultada.
[6] “Disponer de fondos” es una noción problemática, puesto que, como sostienen varios de los autores analizados en este ensayo, todos los derechos (incluidos los DCP) tienen un costo. Sin embargo, no cabe aquí un desarrollo extenso de la teoría sostenida por Holmes y Sunstein en su célebre obra.
[7] Que no es elegido por el pueblo ni se encuentra bajo su supervisión directa. De cualquier manera, dicha condición es discutible, al igual que la representatividad de las mayorías de turno. Pero tal extremo no cabe desarrollarse en esta oportunidad.
[8] CSJN, “Recurso de hecho deducido por S. Y. Q. C. por sí y en representación de su hijo menor J. H. Q. C. en la causa Q. C., S. Y. c/ Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires s/ amparo”, cons. 10.
[9] Ver análisis del pensamiento de Carlos S. Nino por Montero (cit. infra).
[10] Cfr. Comité de Derechos Económicos, Sociales, Observación General n° 3, “La índole de las obligaciones de los Estados Partes” (párrafo 1 del artículo 2 del Pacto).
[11] Ver Pinto, Mónica, “El principio pro homine. Criterios de hermenéutica y pautas para la regulación de los derechos humanos”, en Abregú, Martín, y Christian Courtis (eds.), La aplicación de los tratados de derechos humanos por lostribunales locales (cit. infra), págs. 163-171. Flavia Piovesan se inclina por la misma opción.
[12] Pinto, Mónica (sic), “Concepto y evolución de los derechos humanos”, clase 2, 12/03/2015.