Siete maravillas1

Lewis Thomas[2]

Hace algún tiempo recibí la carta de un editor que me invitaba a cenar con seis personas para hacer una lista de las Siete Maravillas del mundo moderno, para reemplazar a las antiguas siete. Contesté que no podía, pero la idea sigue por ahí en el lobby de mi mente. Tuve que buscar las viejas maravillas biodegradables, los Jardines Colgantes de Babilonia y todas las demás, y luego tuve que buscar la palabra maravilla para asegurarme de que entendía su significado. Se me ocurrió que si la revista lograba que siete personas se pusieran de acuerdo sobre el contenido de una lista de siete cosas cualesquiera, las Siete Maravillas estarían entonces ante esa mesa.

Maravilla es una palabra maravillosa. Contiene en sí una mezcla de mensajes: algo maravilloso y milagroso, sorprendente y que inspira preguntas incontestables y maravilla al observador. Milagroso y maravilloso son pistas; las dos palabras vienen de una antigua raíz indoeuropea que significaba simplemente reir o sonreir. Hay que sonreir con admiración en la presencia de algo maravilloso (por cierto, admiración viene también de esa raíz, junto con mirror, que en inglés quiere decir espejo).

Decidí intentar hacer la lista, no para la cena de la revista, sino para esta ocasión: siete cosas que me maravillan muchísimo.

Guardaré la primera para el final.

Mi maravilla número dos es una especie bacterial nunca vista sobre la faz de la tierra hasta 1982, unas criaturas que nunca nadie soñó, violación viva de lo que solíamos considerar las leyes de la naturaleza, unas cosas salidas directamente del infierno, o por lo menos lo que pensábamos que era el infierno, el inhabitable y ardiente interior de la tierra. Esas regiones han llegado recientemente a la vista de la ciencia gracias a los submarinos de investigación diseñados para descender dos mil quinientos metros o más hasta el borde de agujeros profundos en el fondo del mar, donde ventilas abiertas lanan agua de mar supercalentada en forma de plumas desde chimeneas de la corteza terrestre, conocidas por los científicos como los “fumadores negros”. Esto no es nada más agua caliente, o vapor, o aun vapor bajo presión como el que existe en las autoclaves de los laboratorios (que por designios nos ha parecido la forma más segura de destruir toda vida microbial). Esta agua está extremadamente caliente bajo una presión extremadamente alta, cuya temperatura es mayor a los 300 grados centígrados. En semejante calor la existencia de la vida como la conocemos sería simplemente inconcebible. Las proteínas y el DNA se harían pedazos, se fundirían las enzimas, cualquier cosa viva moriría instantáneamente. Hace mucho que descartamos la probabilidad de vida en Venus porque la temperatura de ese planeta es comparable a esta; por lo mismo, también hemos descartado la posibilidad de la vida en los primeros tiempos de este planeta, más o menos hace cuatro mil millones de años.

B.J.A. Baross y J.W. Deming descubrieron hace poco la presencia de prósperas colonias de bacterias en agua tomada directamente de esas ventilas de lo profundo del mar. Más aún, cuando se las trajo a la superficie, empacadas en jeringas y selladas en cámaras de presión a 250 grados centígrados, la bactería no solo sobrevivió, sino que se reprodujo con singular entusiasmo. Sólo puede dárseles muerte si se les enfría en agua hirviendo. Y sin embargo, se ven como cualquier bacteria. Bajo el microscopio de electrones tienen idéntica estructura esencial: paredes celulares, ribosomas y todo. Si fueron, como se sugiere, la arquebacteria original, los ancestros de todos nosotros, ¿cómo aprendieron, ellas o su progenie, a enfriarse?

No se me ocurre un truco más maravilloso. Mi maravilla número 3 es el oncideres, una especie de escarabajo que encontró un amigo patólogo que vive en Houston y tiene muchos árboles de mimosa en su jardin. Este escarabajo no es nuevo, pero sí entra en las maravillas modernas por las extremadamente modernas preguntas que han formulado los biólogos evolucionistas sobre las tres cosas consecutivas que ocupan la mente de la hembra de la especie.

Su primer pensamiento es de un árbol de mimosa, al que trepa tras encontrarlo, ignorando todos los otros árboles alrededor. Su segundo pensamiento es ovar, lo que ejerce luego de subir a una ramita y hacer una pequeña ranura con su mandíbula, bajo la cual deposita sus huevesillos. Su tercer y último pensamiento conscierne el bienestar de sus hijos; las larvas del escarabajo no pueden sobrevivir en madera viva, por lo que ella retrocede más o menos 30 centímetros y corta un anillo perfecto alrededor de la rama, a través de la corteza y hasta el mismo cambio. Le lleva ocho horas realizar su obra. Luego se va yo no se a donde. La rama se muere, cae a tierra con la primera brisa, se alimentan las larvas, se vuelven la siguiente generación y las preguntas siguen sin respuesta.

¿Cómo fue posible que esos tres pensamientos, unidos entre sí, se desarrollaran en la evolución? ¿Cómo pudo cualquiera de los tres fijarse como conducta de escarabajo sin los otros tres? ¿Qué probabilidades favorecieron tres partes de la conducta totalmente separadas –el  gusto por un cierto árbol, el corte para la ranura de los huevesillos, y luego el anillo de la rama- que llegaron a los genes del escarabajo de forma aleatoria? ¿Sabe este inteligente escarabajo lo que está haciendo? ¿Cómo apareció aquí el árbol de mimosa? Por si mismos, sin podar, los árboles de mimosa tienen una esperanza de vida de entre 25 y 30 años. Podados cada año, que eso es lo que el escarabajo hace, puede florecer por un siglo. La relación mimosa-escarabajo es un elegante ejemplo de asociación simbiótica, fenómeno reconocido hoy como un acendrado en la naturaleza. Es bueno para nosotros tener en nuestro mantel intelectual criaturas como este insecto y su amigo el árbol, pues nos recuerdan lo poco que sabemos de la naturaleza.

La cuarta maravilla de mi lista es un agente infeccioso conocido como el virus raspador, que causa una enfermedad mortal en el cerebro de ovejas, cabras y varios animales de laboratorio. Un primo cercano del raspador es el virus C-J, causa de algunos casos de demencia senil en los seres humanos; a estos se les llama virus lentos, por la excelente razón de que un animal expuesto hoy a la infección no se va a enfermar hasta dentro de un año y medio o dos.

El agente, sea lo que sea, se puede propagar en abundancia, de unas cuantas unidades hoy a mil millones el año que entra. Deliberadamente uso la frase “sea lo que sea”. Nadie aún ha sido capaz de encontrar DNA o RNA en el virus raspador o en el C-J. Puede que esté ahí, pero de ser así, existe en cantidades tan pequeñas que no se pueden detectar. En tanto, hay mucha proteína, que ha llevado a proponer seriamente que el virus sea pura proteína. Más la proteína, hasta donde sabemos, no se replica por sí misma cuando menos no en nuestro planeta. Visto así, el agente raspador parece la cosa más extraña de toda la biología, y es candidato a maravilla moderna.

Mi quinta maravilla es la célula receptora olfativa, localizada en el tejido epitelial en lo alto de la nariz, que aspira el aire en busca de pistas del ambiente, fragancia de amigos, el olor de humo de hojas, el desayuno, la noche y hora de dormir, una rosa incluso, se dice, el olor de la santidad. La célula que hace todas estas cosas, lanzando mensajes a las partes más profundas del cerebro, pasando de un extraño recuerdo a otro, es en sí una célula cerebral, una neurona certificada que pertenece al cerebro pero que está a kilómetros de distancia y al aire libre, en percepción del mundo ¿cómo le hace para dar sentido a lo que siente, cómo discrimina el jazmín de todo lo que no es jazmín infaliblemente?, es uno de los profundos secretos de la neurobiología. Esto ya sería maravilla suficiente, pero aún hay más. Esta población de células cerebrales, a diferencia de cualquier otra neurona del sistema nervioso central se sustituye cada ciertas semanas; las células se agotan, mueren y son reemplazadas por otras totalmente nuevas y conectadas a los mismos profundos centros lejanísimos en el cerebro, para sentir y recordar los mismos maravillosos olores .Cuando comprendamos estas celulas y sus funciones, los ánimos y caprichos que gobiernan, sabremos mucho más sobre la mente de lo que sabemos ahora, a un mundo de distancia.

Dudo en decirlo, pero el sexto en mi lista es otro insecto, la termita. En esta ocasión, sin embargo, el insecto en sí, no es la maravilla, es la colectividad. No hay nada maravilloso en una termita solitaria, y de hecho no existe tal criatura, si hablamos funcionalmente, de igual forma que no podemos imaginar un ser humano genuinamente solitario. No existe. Dos o tres termitas en un plato tampoco son mucha cosa; pueden moverse alrededor y tocarse nerviosas, pero no pasa nada. Pero siga agregando termitas hasta que alcancen una masa crítica, y ahí ocurre el milagro. Como si súbitamente hubieran recibido una noticia extraordinaria, organizan pelotones y comienzan a elevar gránulos a la altura exactamente correcta, luego a formar los arcos que unirán las columnas, a construir la catedral donde hará su vida la colonia por las proximas décadas, con control de humedad y aire acondicionado, siguiendo los códigos que traen en los genes, impecablememnte, absolutamente ciegas. No son la densa masa de insectos individuales que parecen, son un organismo, un cerebro pensante y meditativo de millones de piernas. Lo único que sabemos de esta cosa es que realiza su arquitectura y su ingeniería por un complejo sistema de señales químicas.

La séptima maravilla del mundo moderno es un niño. Cualquier niño. Antes reflexionaba sobre la infancia y sobre la evolución de nuestra especie. Me parecía poco parsimonioso gastar tanta energía en tan grande periodo de vulnerabilidad e indefensión, que nada muestra, en términos biológicos, sino el futil e irresponsable placer de la infancia. Pensaba que además equivale a una sexta parte de la vida humana. ¿Por qué la evolución no se fijó en eso y nos dejó dar un salto de tigre de nuestra etapa infantil a la adulta, que si es (pensaba yo) productiva? Se me había olvidado el lenguaje, el verdadero rasgo que nos marca como específicamente humanos, esa propiedad que permite nuestra supervivencia como los seres más compulsivos, biológica y obsesivamente sociales de la tierra, más interdependientes e interconectados aunque los famosos insectos sociales.

Se me había olvidado eso, y se me había olvidado también que eso es lo que hacen los niños. Para el lenguaje está la infancia.

Hay otra criatura, que está relacionada pero que es diferente, no tan maravillosa como un niño, no tan llena de esperanza, pero si es algo por lo cual preocuparnos todo el día y toda la noche. Es nosotros, unidos como masa colectiva, crítica. Siempre hemos aprendido a ser útiles para nosotros mismos solo cuando nos reunimos en grupos pequeños: familias, amigos, a veces (aunque son raras) comisiones. El anhelo de ser útiles lo traemos en los genes. Más cuando nos reunimos en grupos muy grandes, como en la moderna nación-Estado, somos capaces de niveles de locura y autodestrucción que no pueden hallarse en otro lugar de la naturaleza.

Como especie somos demasiado jóvenes, demasiado juveniles para ser confiables. Nos hemos extendido sobre la faz de la tierra en unos cuantos miles de años, que no son nada en el tiempo de los relojes de la evolución; hemos cubierto todas las partes habitables de la tierra, hemos puesto en peligro otras formas de vida y ahora nos amenazamos a nosotros mismos. Como especie tenemos todas las cosas del mundo para aprender a vivir, pero acaso se nos está acabando el tiempo. Provisionalmente pero sólo provisionalmente somos una maravilla.

Y ahora la primera, la que saqué cuando empecé a hacer la lista, la máxima de las maravillas del mundo moderno. Para nombrarla habría que redefinir el mundo, como de hecho ha sido redefinido en este siglo que es el más científico de todos. Llamamos mundo al lugar donde vivimos desde hace mucho tiempo por la palabra latina mundus, que significaba limpio. (En inglés se llama world, que proviene de una antigua raíz indoeuropea, wiros, que significaba hombre; en español dio varón.) Hoy vivimos en el universo entero, esa pieza embelezante de geometría en expansión. Nuestros suburbios son el Sistema Solar, en los cuales, tarde o temprano, extenderemos la vida, y luego acaso a la galaxia. Hasta donde alcanzamos a ver, de todos los cuerpos celestiales el más maravilloso y misterioso está resultando ser nuestro planeta tierra. No hay nada que lo iguale, cuando menos todavía. Es un sistema viviente, un organismo inmenso, en desarrollo, regulándose, creando su propio oxígeno, manteniendo su temperatura, que mantienen sus infinitas partes vivas conectadas e interdependientes, nosotros incluidos. Es el lugar más extraño y de todo en el mundo se puede aprender. Nos puede mantener insomnes y reflexionando por milenios, si logramos aprender a no meternos y a no destuir. Nuestra gran esperanza está en que somos una especie tan joven, recién aprendimos a pensar en palabras, todavía estamos aprendiendo, todavía creciendo.

No somos como los insectos sociales. Ellos sólo tienen una forma de hacer las cosas y las van a hacer así para siempre, pues tienen esos códigos. Nosotros tenemos códigos distintos, nuestas selecciones no son sólo binarias: se puede, no se puede. Podemos tomar cuatro caminos al mismo tiempo, depende de cómo se sientan los aires: se puede, no se puede, pero también tal vez, e incluso a ver qué pasa, vamos a intentarlo. Si nos mantenemos vivos recibiremos sorpresas. Podemos construir estructuras para la sociedad humana que nunca se han visto, pensamientos nunca pensados, música jamás oída.

Si no nos matamos, y si podemos conectarnos por el afecto y el respeto, para los que, creo, nuestros genes también están codificados, no habrá final para lo que podamos hacer en este planeta o fuera de él.

En esta temprana etapa de nuestra evolución, ahora en nuestra infancia, luego en nuestra juventud y después, con suerte, en nuestra adultez, lo que nuestra especie necesita más que nada, ahorita, es un futuro. Ω


[1] Fragmento de GARDNER, Martin (coordinador). Los grandes ensayos de la ciencia. Nueva Imagen. México. 1996, p. 391-397.

[2] (1913-1993) Médico, educador, investigador científico, escritor y etimologista estadounidense. Ganó dos veces el premio National Book, una de ellas en dos categorías —letras y ciencias— con una misma obra. La Universidad Rockefeller creó un premio que lleva su nombre.