Caníbales en el futbol

El estadio los transforma, exhibe la parte más oscura de su alma, los convierte en una tribu de caníbales. A diferencia de quienes amamos el futbol porque hace la vida más disfrutable —como la música, la literatura, el cine y las caricias, por ejemplo–, a ellos los envenena.

            ¿Qué lleva a un hombre a arrojar gas pimienta al rostro de unos futbolistas por la única razón de que juegan en el equipo con el que el suyo se está enfrentando, como ocurrió en La Bombonera de Buenos Aires? ¿Qué pasa por la mente de los miles que se niegan a retirarse, con el partido ya suspendido a causa de su propia brutalidad, porque quieren impedir que el conjunto visitante abandone el vestidor, y, frenéticos, aúllan: “Aserrín, aserrán, de la Boca no se van”? ¿Cómo ese salvajismo puede contagiar a jugadores de primera división, a pesar de que viven del futbol gracias al cual cobran salarios estratosféricos, al punto de motivarlos a aplaudir la agresión, como hicieron los equiperos del Boca Juniors, en vez de solidarizarse con sus colegas del River Plate?

            El futbol es una fiesta. Ningún otro deporte ha encendido, jamás, ese entusiasmo, esa expectación, esas pasiones. Un buen partido es capaz de hacernos olvidar, mientras dura, todas las preocupaciones cotidianas, incluso inquietudes de salud o cuitas amorosas o financieras.

            La victoria de nuestro equipo nos da una inmensa alegría, extraña porque ese logro deportivo no cambiará nada, absolutamente nada, de nuestra vida: no nos hará más exitosos en nuestro oficio, no propiciará que nos corresponda la mujer amada, no curará nuestras enfermedades, no nos proporcionará dinero, no resolverá ninguno de nuestros problemas. Pero ese instante del triunfo genera un estado de ánimo exultante que nos prepara para enfrentar mejor las inevitables cosas aciagas de la existencia. En cambio, la derrota naturalmente nos dolerá, pero es el precio que a veces hay que pagar —frecuente o esporádicamente, según la calidad del equipo de nuestros amores— por ser aficionados. El buen aficionado está dispuesto a pagarlo, y al terminar el juego perdido, aun con la tristeza del tropezón a cuestas, aceptará darle la mano a los fans del equipo contrario.

            Sin embargo, otros no lo viven de esa manera. Así como el vino nos vuelve a algunos más simpáticos, más afectuosos y más inspirados, y a otros los pone agresivos, majaderos e impertinentes, el futbol produce efectos muy distintos en la psique y la conducta de los malos y de los buenos aficionados.

            Hace seis meses se citaron a través de las redes sociales, específicamente para pelear en las calles antes del juego, partidarios del Atlético de Madrid y del Deportivo La Coruña. Un furor extraño se apoderó de unos y otros. Se afanaron en infligirse mutuamente el mayor daño posible. Utilizaron los puños, los pies, petardos, navajas. Uno murió después de ser herido y arrojado al río Manzanares. Los rijosos no se conocían, jamás se habían visto. Su extraña enemistad nacía solamente de que simpatizaban con colores distintos, y eso bastaba para inducirlos a una riña multitudinaria en la que todo se valía, incluso matar. El hecho tiene múltiples precedentes en el mundo: batallas campales entre fanáticos con saldo de numerosos lesionados y algunos muertos.

            En el partido Atlas-Guadalajara pudimos observar los rostros contorsionados por la ira y el proceder salvaje de muchos porristas rojinegros. Los espectadores de esa laya no aman el futbol y, dado su comportamiento, dudo que amen la vida misma. Émulos de los hooligans, están buscando la ocasión para romperle la cabeza a un enemigo —que eso son para ellos los jugadores o los partidarios de cualquier escuadra que no sea la de su preferencia— o incluso a un jugador o al entrenador de su propio equipo si éste no está jugando como ellos creen que debería hacerlo.

            No podemos permitir que arruinen la fiesta de la que disfrutamos millones. Como la vigente en el Reino Unido para controlar a los hooligans, es necesaria—¡y urgente!— una norma que inequívocamente prevea el castigo que más les dolería: negarles el ingreso a los estadios.