¿Y dónde está el Estado?

La función básica del Estado es la aplicación de la ley. No se justifica su existencia si no cumple esa función. La ley tiene por objetivo principal preservar las condiciones que hacen posible la convivencia civilizada, la cual supone que se protejan los derechos de cada cual contra las posibles agresiones de terceros.

            Sin esa protección, los más fuertes y los más inescrupulosos no tienen freno para abusar a su antojo de los demás. Es lo que estamos presenciando. Lo expresa dramáticamente Federico Reyes Heroles: “Que los alimentos no lleguen, que la industria se paralice, que las pérdidas de los empresarios sean millonarias… En los tiempos difíciles hay que saber ceder, ceder lo que sea necesario. Ceder decimos los de afuera, una y otra y otra vez hasta que los referentes sociales, en primerísimo lugar la ley, se desvanecen” (Excélsior, 9 de agosto).

¿Por qué el gobierno aceptó iniciar negociaciones con la CNTE sin exigir que previamente esa facción depusiera sus procederes violentos? ¿Por qué no informa de los acuerdos surgidos de las negociaciones? Y finalmente, pero sobre todo: ¿por qué ha abdicado de su deber de aplicar la ley? La respuesta que ofrece Héctor Aguilar Camín resulta escalofriante. La aplicación de la ley —explica el excepcional novelista y ensayista— no sólo es un asunto de voluntad política, pues ésta requiere de instrumentos de gobierno. “No basta con querer aplicar la ley, hay que poder aplicarla”.

Aguilar Camín no entra a la disquisición metapsíquica de si el gobierno tiene voluntad política de aplicar la ley. “Lo que nos ha demostrado estas semanas de ilegalidad social y desobediencia pública es que no puede aplicarla. Ya lo sabíamos, pero no en la dimensión y con las consecuencias semicatastróficas que nos han mostrado estos días” (Milenio diario, 8 de agosto).

El gobierno no aplica la ley sino negocia con quienes la han violado. Paralizado ante la magnitud del conflicto, consciente de su incapacidad y temeroso de las consecuencias que podría provocar su intervención para hacer valer la ley coercitivamente, con esa actitud está legitimando la violencia y la transgresión de la ley. La implicación pedagógica de esa postura es clara: la vía para conseguir que se cumpla con ciertas exigencias o que se respeten determinados privilegios es la de cometer actos violentos si se tiene la suficiente fuerza para desafiar al Estado.

Tal actitud, por otra parte, rompe con el principio de igualdad de todos ante la ley. Ustedes o yo, lectores, no podríamos cerrar el paso con troncos a un ferrocarril, impedir la circulación de vehículos en una carretera, cerrar centros comerciales, vejar a un policía o a un particular. Si osáramos hacerlo a la vista de todos iríamos a prisión. Pero quienes forman parte de un grupo suficientemente poderoso pueden realizar tales tropelías no sólo a sabiendas de que quedarán impunes, sino además con la expectativa de que muy probablemente conseguirán torcer la mano del gobierno.

Erosiona la convivencia civilizada que el conjunto de la población vea afectada seriamente su calidad de vida, incluso en aspectos tan elementales e imprescindibles como el abastecimiento, porque un grupo sabe que las formas de lucha que atropellan a todos son aptas para lograr sus finalidades.

Si la abdicación del Estado es deplorable, más triste aún es que ese grupo violento esté integrado por personas que tienen a su cargo la educación de los niños en las escuelas públicas. Advierte Gilberto Guevara Niebla que los actos de violencia socavan nuestra democracia y han sido realizados “por profesores, es decir, por sujetos que la sociedad ha considerado idóneos para actuar como modelos o ejemplos de conductas morales y civilizadas” (Nexos, agosto). ¿Qué está aprendiendo un niño que ve a su profesor obstruyendo carreteras, atacando a la policía, apoderándose de plazas públicas, destruyendo locales, quemando sedes educativas, robando o incendiando vehículos, hostigando y golpeando o rapando a padres de familia o a docentes que no comparten sus ideas?

El escenario es ominoso: autoridades impotentes, arrinconadas, conscientes de su ineptitud, y profesores que educan a los niñ