Es México, güey

El automovilista invade el carril dedicado a quienes transitan en bicicleta. Elige como blanco a un ciclista, no se sabe por qué, tal vez sólo porque es a quien tiene a la vista. Lo persigue muy de cerca, llegando incluso a hacer contacto con la parte posterior de la bicicleta.

            El ciclista ve a un policía bancario y le pide ayuda. Deja su bicicleta tendida en el suelo delante del automóvil. No obstante la presencia del uniformado, el automovilista baja de su vehículo, alza la bicicleta y la arroja a la acera. Atónito, pero firme, el policía reprende al agresor. Éste le responde: “Llámale a mi papá. Es México, güey, capta, es México, es México”. A continuación lo empuja y sube rápidamente a su coche. El policía trata de bajarlo, pero el automovilista echa a andar el vehículo y se lleva arrastrando la bicicleta.

Es México, en efecto, y esas cosas pasan precisamente por gente que se comporta de esa manera con la expectativa de que su comportamiento no tendrá consecuencia alguna. No me refiero a los grandes criminales que arruinan o destruyen vidas, sino a los incivilizados —que suelen vociferar contra la corrupción del gobierno soslayando la propia— cuyas acciones antisociales quizá resulten de escasa relevancia en comparación con los delitos graves, pero en su reiteración conforman una rutina que también degrada la convivencia. La lista es larga.

El peatón que arroja basura en la calle. El organizador de una fiesta que en la madrugada pone la música (de algún modo haya que llamarle, dice Román Revueltas) a un volumen que sólo se explica si el propósito es no dejar dormir a los vecinos.

El conductor de autobús que no se detiene ante el semáforo en rojo, que invade carriles que no le corresponden, que pone en riesgo la vida de pasajeros y transeúntes. El automovilista que se estaciona en doble fila, el que da vuelta a la izquierda desde dos carriles a la derecha y el que ocupa indebidamente en el estacionamiento de la plaza comercial el lugar exclusivo para personas con discapacidad.

El profesor que no se actualiza, el que no prepara sus clases o sólo asiste a ellas excepcionalmente, el que humilla a los alumnos, el que no hace nada ante el bullying del que está informado.

El activista que aprovecha la protesta para saquear una tienda, para destrozar la banqueta, para agredir a un policía. El infractor que en vez de pagar la multa prefiere sobornar al agente.

El policía que se ensaña con el detenido, el que acepta el soborno, el que no persigue al delincuente sorprendido en flagrancia porque no quiere problemas con derechos humanos. El custodio de la prisión que cobra por servicios que deben ser gratuitos.

El influyente que no tiene lugar en el vuelo y mueve sus influencias para que sea un pasajero que adquirió su boleto oportunamente quien sea dejado sin viajar para ocupar su sitio.

El gobernante que da el contrato no a quien ofrece las mejores condiciones para la obra, sino a quien le dará un porcentaje de lo recibido o a quien debe favores cuantificables de campaña. El que se roba el dinero de los contribuyentes. El burócrata que cobra sin trabajar.

El comerciante que ofrece un producto chapucero. El empresario que evade el pago de impuestos y el que contamina alevosamente. El jefe que maltrata a sus subordinados.

El agente del Ministerio Público que no mueve un dedo para comprobar el delito denunciado, descubrir al autor de ese delito o allegarse a las pruebas que sustenten una acusación.

Por todos esos personajes, y otros muchos cuya enumeración no cabe en este breve espacio, México es lo que es. Pero México también es el país de gente buena, que respeta la ley, que no ofende ni hace daño a nadie.

El México de “Es México, güey, capta”, el de gente baja y canalla —por decirlo con palabras de Cervantes—, se resiste a morir, y no podemos sino reconocer que será difícil dejarlo atrás. Pero ese México no es una fatalidad escrita en el cielo, un sino predestinado e inapelable. Hay formas de combatirlo. Enumero tres: la propia conducta de quienes creen en otra forma de ser, la buena educación —el hombre no llega a ser hombre más que por la educación, dictaminó Kant— y el combate a la impunidad con la aplicación estricta de la ley.