Juicios irritantes

La libertad de expresión ampara los juicios u opiniones, por irritantes que resulten a los demás, sobre la actuación de figuras públicas o de personas cuya actividad tiene repercusiones públicas.

       No niego que me resultaría antipático escuchar o leer que alguno no se ha estremecido hasta las lágrimas con la poesía amorosa de Sor Juana o de Quevedo, el último capítulo de El Quijote, la escena en el balcón de Romeo y Julieta, las Cuatro estaciones de Vivaldi, El nacimiento de Venus de Botticelli, el Ave María de Schubert, la Noche estrellada de Van Gogh, La amada inmóvil de Amado Nervo, Luces de la ciudad de Chaplin, las biografías María Antonieta y María Estuardo y la autobiografía El mundo de ayer de Stefan Zweig, Cucurrucucú paloma cantada por Pedro Infante, el Poema de los dones de Jorge Luis Borges, The power of love interpretada por Nana Mouskouri, el aria ‘Casta diva’ de la ópera Norma de Vincenzo Bellini, en la voz abismal de María Callas, el final de El amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez y los vibrantes relatos sobre los padres de Fernando Savater, Ángeles Mastretta, Rafael Pérez Gay, Vicente Quirarte, Héctor Aguilar Camín, Federico Reyes Heroles…

       ¡Ah, nadie que quiera mi aprobación se atreva a negar que Diana Bracho es la actriz más talentosa, guapa y elegante de cuantas han aparecido en las pantallas y los escenarios, y que su inolvidable actuación como Blanche DuBois en Un tranvía llamado deseo pone la piel chinita hasta a las piedras!

       Pero si hay quien no coincida con mis apreciaciones, tendrá derecho a emitir su dictamen adverso —¡equivocado y absurdo desde mi punto de vista!— y nadie podrá, en una sociedad democrática, exigirle que lo rectifique, se disculpe y tome “un curso de sensibilización”.

       El profesor de matemáticas no puede enseñar a sus alumnos que dos más dos son cinco, el de geografía no puede asegurarles que la Tierra es el centro del universo, el de higiene no puede aconsejarles que jamás se laven las manos y el de historia del arte no puede decirles que un pintor de brocha gorda es tan buen artista como Leonardo o Miguel Ángel.

       Pero el comentarista, experto o no en la materia, puede dar libremente su veredicto sobre la calidad de una obra o de una interpretación, sobre la versatilidad, la belleza, la simpatía, el gusto o la elegancia de quienes se presentan ante un público.

       No es que la libertad de expresión dé derecho a decir o escribir todo. Nadie puede lícitamente hacer apología de un delito o invitar a cometerlo, calumniar ni entrometerse en la vida privada si no es para poner al descubierto una conducta violatoria de la ley. Pero una opinión acerca de un personaje dedicado a actuar frente al público, aun la más provocadora, no actualiza ninguno de esos supuestos.

       De ahí que resulten de imprescindible lectura los artículos Guardianes del pensamiento único, de Raúl Trejo Delarbre (Nexos, versión en línea), y El Conapred erigido en Gran Inquisidor, de Román Revueltas (Milenio diario), que se refieren a la admonición que el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred) hizo a Nicolás Alvarado por su texto desfavorable y humorístico sobre Juan Gabriel. Trejo Delarbre advierte que esa institución se ha erigido en “policía del pensamiento” al formular “una de las declaraciones más intimidatorias de la libertad de expresión que puedan recordarse en la historia reciente de México”. Revueltas se pregunta: “¿Deben los columnistas autocensurarse en todo momento y no ir nunca en contra de los gustos y preferencias de la mayoría?”.

       Quien abre un libro, un diario o una revista, o escucha un documental o un noticiero, se expone a enterarse de opiniones que quizá le disgusten o contraríen. Siempre tendrá la opción de dejar de leer o apagar la televisión o la radio. Una de las virtudes de la democracia es la de dar cabida a la discrepancia y la crítica, aunque éstas resulten desagradables a uno, a algunos o a la totalidad de la población.

       ¿El Conapred amonestaría, si fueran nuestros contemporáneos, a Quevedo y a Góngora por las pullas que se lanzaban mutuamente en sus versos satíricos, o a Orozco y a Rivera por la animadversión venenosa contra ciertas personalidades que se advierte en algunas de sus obras?