El burkini

El Consejo de Estado de Francia, la máxima autoridad administrativa del país, canceló la prohibición del burkini en la localidad de Villeneuve Loubet. La decisión sienta precedente respecto de quejas que puedan presentarse contra la misma prohibición en los demás municipios —una treintena, casi todos los de la Costa Azul y otros del norte francés— que la han impuesto.

            Cannes fue el primer municipio en prohibir ese traje de baño, utilizado por mujeres musulmanas, que cubre completamente el cuerpo dejando descubierta únicamente la cara. El veto —impugnado por la Liga de Derechos Humanos y el Colectivo contra la Islamofobia— se ha sustentado en la consideración de que la prenda supone una afectación al laicismo y una transgresión a las normas de higiene y seguridad.

       La resolución del Consejo de Estado argumenta que la medida sólo podría justificarse si se demostrara que el atavío constituye una amenaza al orden público. Como no es el caso, la prohibición es “una afrenta grave y manifiestamente ilegal contra las libertades fundamentales”.

       El primer ministro Manuel Valls, quien respaldó la proscripción del burkini, ha dicho que éste no es un símbolo religioso sino la afirmación en el espacio público de un islamismo político. “Denunciar el burkini —sostuvo— no es en ningún caso cuestionar una libertad individual. ¡No hay libertad que encierre a las mujeres! Es denunciar un islamismo retrógrado”. Añadió: “El laicismo es la libertad de creer o no creer, pero es también la exigencia de no imponer nunca a otro sus creencias o sus prácticas. Francia ha sabido construir ese equilibrio. Todos debemos defenderlo”.

       Pero lo que es inaceptable en un Estado laico, democrático y respetuoso de los derechos humanos es que a una persona, sea cual fuere su sexo, se le obligue a vestir de cierta manera. No puede permitirse que la potestad marital, paterna o clerical constriña a mujer alguna a ataviarse de determinada forma. Eso iría contra la autonomía de la persona, contra la libertad de conducir la propia vida como se quiera.

       Si ni el marido ni el padre ni el clérigo están facultados para exigir a una mujer que se vista o no se vista de determinada forma, ¿esa facultad la tiene la autoridad estatal? Desde luego, está justificado prohibir que se esconda la cara en lugares o circunstancias donde es necesario que el rostro se pueda identificar: aulas escolares, oficinas de control de pasaportes, juzgados, sitios de atención al público, manifestaciones políticas, etcétera.

       Pero si una mujer, por su propio albedrío, decide vestirse o arreglarse de cierta manera en lugares donde no es exigible hacerlo de otro modo, la prohibición del velo, la burka o el burkini no se justifica, y, por tanto, es abusiva. En una playa cualquiera puede travestirse, usar peluca o máscara o pañoleta. No sé si todas las monjas entren al mar con vestido largo. He visto a muchas hacerlo, y qué bueno que nadie se los impida.

       A mí me encantan la playa y el mar. Como me hace daño el sol, los disfruto con una playera especial que me cubre el tronco, los brazos y el cuello, y con una gorra que me llega hasta las cejas. Si yo puedo entapujarme por motivos dermatológicos sin que nadie me moleste, cualquiera debe poder taparse por cualquier otra razón sin impedimento. El velo no lastima la dignidad humana; lo que la lastima es su uso obligado. Su prohibición atenta contra el laicismo tanto como su imposición. Cualquiera debe poder mostrarse como se le antoje si con eso no infiere daño a nadie.

       Tiene razón el primer ministro Manuel Valls en que el laicismo exige no imponer a otro las creencias o las prácticas propias. En efecto, sería inadmisible que un musulmán —¡o un mocho, da lo mismo!— pretendiera obligar a una mujer que luce bikini o el pecho descubierto a que se cubra. Eso sí sería imponer creencias o prácticas. Por la misma razón laica no es aceptable que se impida a una mujer envolverse como desee. Las que esconden su anatomía tienen vedadas las caricias de Eolo, que no puede penetrar a través de las ropas. No se les debe negar también las de Poseidón, cuyas aguas, en cambio, traspasan el ropaje y acarician todo el cuerpo.