El derecho a una sexualidad plena

Uno de los contenidos más llamativos del proyecto de Constitución Política de la Ciudad de México es el que establece el derecho a una sexualidad plena en condiciones seguras.

Una de las características esenciales de un derecho radica en que es exigible ante un tercero: el acreedor tiene derecho de que el deudor le pague la cantidad que le debe; el trabajador tiene derecho a recibir puntual e íntegramente su salario; el menor de edad tiene derecho a que sus padres le provean de casa, vestido y sustento; el gobernado tiene derechos que el Estado debe respetar y proteger.

            Sin esa exigibilidad jurídica, el bien deseable o la expectativa pretendida no es un derecho: podrá ser un premio esperado, una recompensa justa o una satisfacción deseada, pero si no se le puede reclamar legalmente a otro, ya sea particular o representante de la autoridad, no es un derecho.

            Cuando una persona dice, por ejemplo, que tiene derecho a ser feliz, esa expresión es inexacta. Quizá merezca la felicidad —ése es otro asunto—, pero no se la puede demandar a nadie. A lo que tiene derecho es a buscar la felicidad: que la obtenga o no dependerá de diversas circunstancias, incluida, por supuesto, su propia actitud anímica, pero no de que un tercero se la conceda. Los demás nos pueden ayudar a ser felices, o por lo menos a pasarla bien, pero no podemos conminarlos a que nos den la felicidad.

            Respecto de la sexualidad, a lo que tenemos derecho es a que se nos eduque desde niños en esa materia; a que se respete nuestra intimidad erótica, es decir, a que nadie rasgue la cortina sagrada tras la cual disfrutamos del más fiero y dulce de los placeres; a que se respete nuestra orientación sexual, esto es a que no se nos discrimine ni se nos agreda por tal preferencia, sea cual fuere; a que se nos considere iguales ante la ley respecto de quienes tengan inclinaciones sexuales distintas a la nuestra. De ahí que sea un avance muy importante en materia de derechos humanos el matrimonio entre personas del mismo sexo.

            Pero la sexualidad plena es algo muy diferente: es otra dimensión, desconocida para muchos. En una de sus acepciones, todos tenemos sexualidad porque todos tenemos sexo y ciertos caracteres sexuales. Pero en una segunda acepción, la sexualidad es el apetito sexual, la propensión al placer sexual. Ejercerla plenamente significa, por tanto, que esa propensión sea óptimamente complacida.

            No todos están en aptitud de lograrlo. La incapacidad se presenta no sólo por motivos fisiológicos, sino también, en muchos casos, por barreras síquicas difíciles de brincar. Y aun cuando no existan esos impedimentos, se requiere de la pareja que comparta el apetito y la aptitud. Es verdad que también el onanismo da acceso al placer sexual, pero los tocamientos solitarios, así como el sexo comprado, no pueden compararse con la plenitud de la entrega apasionada de dos seres que se desean. Bienaventurados quienes pueden disfrutar plenamente de las delicias eróticas, uno de los grandes obsequios que los dioses han regalado a los mortales.

            La pareja erótica ideal no todos la consiguen. El azar juega a los dados: algunos nunca llegan a conocerla siquiera. Otros codician las caricias de cierta persona, única e insustituible —el erotismo implica, entre otras cosas, selectividad—, pero no son correspondidos. Otros más, una vez obtenido el sí tan ambicionado, descubren con desencanto que la pareja que tanto anhelaban no es la maravilla erótica de sus sueños.

            En cualquier caso, la frustración erótica no puede reprocharse sino a la fisiología, la sicología, los dioses o la fortuna, nunca a un tercero a quien fuere reclamable el paraíso de Afrodita y Eros. Así que, por más que quede plasmado en la Constitución Política de la Ciudad de México, no hay ni habrá cosa tal como el derecho a una plenitud sexual.

            Pero que nadie se desanime: esa plenitud no es derecho, pero es susceptible de conquistarse. Como en todas las cosas de la vida, la meta no está asegurada. Pero vale la pena buscarla. Quien la conquiste comprenderá, en sus momentos gloriosos, los versos de Vicente Quirarte:

            Tanto cielo nos cupo en cuerpo y alma que hay que llenar de mundo cada poro.