¿La violencia o la Ilustración?

Los derechos humanos no han existido desde siempre. No obstante que el titular de ese derecho, el ser humano, el viejo homo sapiens, apareció en la tierra hace muchos miles de años, los derechos humanos datan apenas de hace menos de dos centurias y media, tanto en su formulación teórica como en su consagración en las leyes.

       Es un lugar común la afirmación de que el triunfo de la causa de los derechos humanos se da con la Revolución Francesa, pues de ésta se deriva la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano. La Revolución Francesa ocurre, precisamente, en el Siglo de las Luces, el siglo de la Ilustración, y en el país donde se gesta esa hazaña intelectual que fue la Enciclopedia.

       ¿Pero qué fue lo que transformó profundamente a la sociedad francesa primero, y después a las demás sociedades europeas, y más adelante a otras sociedades del mundo? ¿La violencia popular incitada por los líderes que trágicamente culminó en el Terror que habría de llevar a la guillotina no sólo a los reyes, y a traidores, nobles y reaccionarios y sospechosos de serlo, sino también a los propios líderes? ¿O el movimiento intelectual de la Ilustración que cimbró hasta sus cimientos los fundamentos en que se apoyaba el antiguo régimen? La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano fue emitida mucho antes de que los reyes fueran detenidos y mucho antes de que se instaurara el Terror, si bien con posterioridad a la toma de la Bastilla.

       La Revolución Francesa enarboló las banderas de la libertad, la fraternidad y la igualdad, pero el Terror arrasó con las libertades e hizo imposible la fraternidad y la igualdad; proclamó la inviolabilidad de la dignidad humana pisoteándola, sin embargo con crueldad, como ocurriría durante el siglo XX al triunfo de las revoluciones soviética, cubana y china; condenó la tortura, pero infligió el peor de los tormentos morales a la reina; pudo dejar a los reyes como figuras decorativas, sin poder real de gobernar, o destronarlos sin asesinarlos, simplemente desterrándolos, pero les cortó las cabezas por satisfacer las pasiones más bajas de los líderes más inescrupulosos o más envenenados de rencor social.

       No niego que en la Revolución hayan participado espíritus nobles y soñadores: a ellos se debe la proclamación de la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano. Lo que digo es que en el torbellino de la violencia incontrolada suelen ser los más calculadores, los más codiciosos, los frenéticos, los más hambrientos de poder —no de justicia ni de libertad ni de igualdad ni de fraternidad— los que logran hacer prevalecer su liderazgo. Si la pugna entre espíritus excelentes y almas mezquinas fuera en el terreno de la palabra, de los argumentos y las reflexiones, ganarían los primeros, pero éstos no tienen posibilidades una vez que el terror desplaza a la razón.

       Escuchando a Stefan Zweig no podemos dejar de estremecernos: “En la Revolución Francesa —como en cualquier otra— se distinguen, claramente, dos tipos de revolucionarios: los que lo son por idealismo y los que lo son por resentimiento. Los unos, que vivían mejor que la masa, quieren elevarla hasta su altura, mejorar el nivel de su educación, su cultura, su libertad, su forma de vida. Los otros, que han vivido mal durante largo tiempo, quieren tomar venganza de aquellos que vivían mejor, buscan desfogar su nuevo poder con los antaño poderosos. Esto, que tiene su fundamento en la dualidad de la naturaleza humana, es válido para todos los tiempos” (María Antonieta).

       La verdadera revolución, entendida como profunda transformación de la sociedad, no fue el derrocamiento violento de la monarquía y el funcionamiento voraz e insaciable de la guillotina, sino la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, la cual inequívocamente está inspirada en el movimiento espiritual e intelectual de la Ilustración. El cambio es radical, profundo, revolucionario: al reconocérseles derechos fundamentales, los súbditos se convierten en ciudadanos. Esa revolución queda sintetizada en las palabras con que se inicia la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789: “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”.