El derecho de injuriar

La justicia importa muy poco, o nada, a la gran mayoría de los mexicanos. Es una deficiencia de formación cívica y ética, y de aprecio a principios de convivencia civilizada.

Una alumna de bachillerato insulta en un twit ––reenviado a todo mundo por otro estudiante–– a su profesora. La maestra los reprende ante el grupo sin violencia verbal alguna, aunque con la voz fuerte y entrecortada. Les exige que le pidan una disculpa y les dice que ella defenderá sus derechos hasta las últimas consecuencias. El episodio es grabado por algunos alumnos con sus teléfonos celulares, y se le da difusión. La maestra recibe nuevas ofensas y amenazas en las redes sociales, y se le retira del aula a labores administrativas hasta en tanto se determine qué sanción se le impondrá.

El asunto no le interesa a casi nadie. Una excepción es el gran Gil Gamés: “Así de fácil, la maestra ofendida separada del aula” (La Razón). El desenlace punitivo debiera ser motivo de escándalo. ¿Los compañeros de la maestra se han inconformado por la suspensión y el anunciado castigo? ¿Cuántos editorialistas se han ocupado del asunto? ¿Así que la profesora debía soportar las injurias sin chistar, soslayar que había sido agraviada? ¿Es que no era no sólo su derecho sino su deber llamar la atención a los ofensores justamente en presencia del grupo pues al hacerlo estaba dando una lección de civilidad y decencia, de la necesidad de respetar al otro? ¿Qué argumentos ha esgrimido la dirección de la escuela ––el Centro de Bachillerato Tecnológico Industrial de Ciudad Madero, Tamaulipas–– para la medida contra la maestra?

Si la profesora se hubiera tragado el agravio sin reclamar, la lección a los alumnos ––todos ellos enterados de las majaderías de sus compañeros–– hubiera sido la peor posible: pueden maltratar a sus profesores y al resto de sus semejantes sin que los maltratados tengan derecho a reclamo alguno, pueden atropellar impunemente a los demás.

Los profesores de las escuelas públicas, amparados en la protección que da actuar confundidos en la muchedumbre y en la complacencia de las autoridades, pueden bloquear calles, avenidas y carreteras, impedir el acceso al aeropuerto, cerrar la sede legislativa rompiendo además los cristales del inmueble, destrozar la puerta de un hotel, apalear policías y abandonar a sus alumnos, todo eso sin que tengan que enfrentar consecuencia alguna por sus actos.

La profesora que tuvo la osadía de incomodar a unos estudiantes reprendiéndolos por su proceder reprobable, en cambio, fue revictimizada por el director de su centro escolar, que le ha infligido la humillación de apartarla de la tarea docente sin que se comprenda qué falta se le atribuye.

No toquéis a los muchachos ni con el pétalo verbal de una insinuación de reproche: esa es la nueva máxima de la educación de hoy. La dignidad en abstracto se defiende en libros y cátedras como un valor en el que se fundamentan los derechos humanos, uno de nuestros más apreciables productos civilizados; pero queda vedado salir en defensa de la propia dignidad contra los ultrajes de los estudiantes ––a quienes se les otorga patente de corso––, así la defensa se haga con la mayor corrección y cortesía.