20 años de la CDHDF

Ni en mis más ambiciosos sueños había imaginado que sería el presidente fundador de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal (CDHDF), privilegio que nadie más podrá disfrutar.

Las comisiones públicas de derechos humanos surgieron con una misión de la mayor importancia: combatir los abusos de poder de los servidores públicos. La primera de ellas, la nacional, se instauró en medio de un enorme escepticismo, pero su primer titular, Jorge Carpizo, en poco tiempo se ganó la confianza de los ciudadanos de la única manera en que podía ganársela: con resultados. El más joven de esos organismos es precisamente el de la capital de la República, dado a luz hace 20 años. El primer Consejo de la Comisión fue espléndido: lo integraron personajes del mayor prestigio ––escritores, académicos, una legisladora––, ninguno de ellos experto teórico en la materia pero todos convencidos de la bondad de la causa y muy comprometidos con los afanes de la nueva institución. Por ser el fundador, me tocó elegir a cada uno de mis colaboradores, lo que hice con toda libertad y con el mayor de los cuidados: amigos de capacidad, honestidad y entrega probadas, y ex alumnos idealistas, estudiosos, ilusionados. Al principio el equipo era muy pequeño; fue creciendo poco a poco, a medida que aumentaban los expedientes, pero nunca rebasó los 300 miembros.

Actuamos, en cada caso, con escrupuloso profesionalismo y plena autonomía. Por una recomendación nuestra se llevó a cabo el primer juicio por tortura en nuestro país ––al que siguieron otros varios, también por nuestra intervención––, el cual concluyó en sentencia condenatoria. Por recomendaciones de la Comisión se abrió el primer albergue de la ciudad para mujeres maltratadas, se facultó a los jueces para prohibir al agresor que se acercara a las víctimas en casos de violencia familiar, dejó de exigirse para conseguir trabajo en dependencias públicas el examen de detección del sida y específicamente a las mujeres el certificado de no gravidez, se ejercitó acción penal contra 30 policías involucrados en ejecuciones, el Nacional Monte de Piedad redujo el monto del interés prendario, se consiguió que el Ministerio Público ejercitara acción penal en miles de indagatorias que tramitaba con negligencia y se logró la libertad de inculpados por falsas acusaciones ––el peor delito que la infamia soporta, por decirlo con palabras de Borges––.

El caso de los acusados por el homicidio del conductor de televisión Paco Stanley ––cuya sucia trama fue descubierta por la CDHDF–– dejó una lección. El PRD y su periódico afín habían considerado admirable la actuación de la Comisión; a partir de entonces nos trataron como enemigos. Es que combatimos con la misma determinación los atropellos de los gobiernos priistas que los de los perredistas: un ombudsman auténtico no tiene banderías partidarias.

Desde hace dos décadas los capitalinos cuentan con un defensor que ha generado una auténtica revolución cívica en virtud de la cual muchas víctimas de tropelías gubernamentales en lugar de una actitud de resignación resentida han ejercido el coraje activo.

La vida me ha dado otras grandes satisfacciones profesionales; pero mi corazón quedó anclado en mis días en la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal. Ω

Restricciones a los derechos humanos

El pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación resolvió, por diez votos contra uno, que los derechos humanos consagrados en los tratados internacionales o en la jurisprudencia de la Corte interamericana de Derechos Humanos pueden restringirse si así lo establece una disposición constitucional. El único voto en contra fue el del ministro José Ramón Cossío.

La resolución contraría el texto inequívoco del párrafo segundo del artículo 1º de la Constitución de la República, que, a partir de la reforma de 2011, ordena: “Las normas relativas a los derechos humanos se interpretarán de conformidad con esta Constitución y con los tratados internacionales en la materia favoreciendo en todo tiempo a las personas la protección más amplia”. Aun cuando la redacción de la parte final es extraña, el texto es inequívoco: las normas deben ser interpretadas de la manera en que mejor protejan los derechos humanos.

La disposición no establece, en materia de derechos humanos, jerarquía alguna entre la Constitución y los tratados internacionales: es aplicable la norma que, independientemente de que forme parte de aquélla o de éstos, tutele más ampliamente tales derechos. Lo que el texto citado ha introducido en la Constitución es el principio, que la doctrina denomina pro homine o pro persona, en virtud del cual queda superada la antigua polémica sobre jerarquía normativa. Prevalece la norma que brinde mayor protección a los individuos. Con base en dicho principio, los tratados internacionales en materia de derechos humanos tienen jerarquía supraconstitucional, cuando sus normas son más benéficas para la persona, pero la Constitución tiene una jerarquía superior a la de los tratados cuando la disposición constitucional le otorga mayor protección al individuo.

La resolución de la Suprema Corte supone la inaplicación del principio pro homine o pro persona siempre que un texto constitucional restrinja los derechos consagrados en los tratados internacionales, no obstante la redacción inequívoca —aunque peculiar— del párrafo segundo del artículo 1º de la Constitución y el mandato del artículo 27 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, según el cual “los Estados Partes no pueden invocar las disposiciones de su derecho interno como justificación del incumplimiento de un tratado”. Desde luego, los tratados en la materia expresan el estándar mínimo para el reconocimiento y la protección de los derechos humanos. Las legislaciones internas pueden extender ese reconocimiento y ampliar esa protección.

Como lo expresó el ministro Cossío al argumentar su voto en contra, con la resolución de la Suprema Corte —garante de los derechos humanos— van a prevalecer las restricciones que la Constitución imponga a los derechos convencionales —los contenidos en convenciones o tratados—, con lo cual el principio pro persona ya no jugará como un equilibrador o como un universalizador.

¿Qué motivó la resolución mayoritaria? ¿Fue acaso la consideración de que es preciso restringir los derechos humanos en aras de mejorar la seguridad pública? No parece esa la vía para lograrlo. Ni el arraigo ni la prisión preventiva desmesurada, por citar los ejemplos más evidentes, han contribuido a la consecución de tan anhelado objetivo, y, en cambio, han generado gravísimos abusos de poder.

El derecho de injuriar

La justicia importa muy poco, o nada, a la gran mayoría de los mexicanos. Es una deficiencia de formación cívica y ética, y de aprecio a principios de convivencia civilizada.

Una alumna de bachillerato insulta en un twit ––reenviado a todo mundo por otro estudiante–– a su profesora. La maestra los reprende ante el grupo sin violencia verbal alguna, aunque con la voz fuerte y entrecortada. Les exige que le pidan una disculpa y les dice que ella defenderá sus derechos hasta las últimas consecuencias. El episodio es grabado por algunos alumnos con sus teléfonos celulares, y se le da difusión. La maestra recibe nuevas ofensas y amenazas en las redes sociales, y se le retira del aula a labores administrativas hasta en tanto se determine qué sanción se le impondrá.

El asunto no le interesa a casi nadie. Una excepción es el gran Gil Gamés: “Así de fácil, la maestra ofendida separada del aula” (La Razón). El desenlace punitivo debiera ser motivo de escándalo. ¿Los compañeros de la maestra se han inconformado por la suspensión y el anunciado castigo? ¿Cuántos editorialistas se han ocupado del asunto? ¿Así que la profesora debía soportar las injurias sin chistar, soslayar que había sido agraviada? ¿Es que no era no sólo su derecho sino su deber llamar la atención a los ofensores justamente en presencia del grupo pues al hacerlo estaba dando una lección de civilidad y decencia, de la necesidad de respetar al otro? ¿Qué argumentos ha esgrimido la dirección de la escuela ––el Centro de Bachillerato Tecnológico Industrial de Ciudad Madero, Tamaulipas–– para la medida contra la maestra?

Si la profesora se hubiera tragado el agravio sin reclamar, la lección a los alumnos ––todos ellos enterados de las majaderías de sus compañeros–– hubiera sido la peor posible: pueden maltratar a sus profesores y al resto de sus semejantes sin que los maltratados tengan derecho a reclamo alguno, pueden atropellar impunemente a los demás.

Los profesores de las escuelas públicas, amparados en la protección que da actuar confundidos en la muchedumbre y en la complacencia de las autoridades, pueden bloquear calles, avenidas y carreteras, impedir el acceso al aeropuerto, cerrar la sede legislativa rompiendo además los cristales del inmueble, destrozar la puerta de un hotel, apalear policías y abandonar a sus alumnos, todo eso sin que tengan que enfrentar consecuencia alguna por sus actos.

La profesora que tuvo la osadía de incomodar a unos estudiantes reprendiéndolos por su proceder reprobable, en cambio, fue revictimizada por el director de su centro escolar, que le ha infligido la humillación de apartarla de la tarea docente sin que se comprenda qué falta se le atribuye.

No toquéis a los muchachos ni con el pétalo verbal de una insinuación de reproche: esa es la nueva máxima de la educación de hoy. La dignidad en abstracto se defiende en libros y cátedras como un valor en el que se fundamentan los derechos humanos, uno de nuestros más apreciables productos civilizados; pero queda vedado salir en defensa de la propia dignidad contra los ultrajes de los estudiantes ––a quienes se les otorga patente de corso––, así la defensa se haga con la mayor corrección y cortesía.

Hacia una nueva policía

Todos los mexicanos coincidimos en la urgencia de contar con policías de alta calidad profesional. Para lograrlo es imprescindible precisar qué medidas deben tomarse, y eso es lo que se omite en los discursos, las columnas periodísticas y los ensayos académicos.

El Programa Universitario de Derechos Humanos de la UNAM (PUDH-UNAM) ha formulado un diagnóstico y sugerencias para profesionalizar a la totalidad de las policías mexicanas, las federales y las locales.

En términos generales, los policías mexicanos incurren con frecuencia en abusos, errores y conductas delictivas; no alcanzan los mínimos suficientes de calidad profesional; padecen serias carencias para realizar labores de investigación; perciben salarios notoriamente insuficientes y sus condiciones laborales son precarias; no cuentan con los equipos adecuados y suficientes para combatir con ventaja a la delincuencia; no están sujetos a una supervisión eficaz, y no disfrutan del aprecio ciudadano.

A fin de que las policías mexicanas estén a la altura de la misión que están llamadas a desempeñar, son condiciones indispensables al menos las siguientes:

a) La instauración de una auténtica carrera de formación policial, obligatoria para todos los aspirantes a ser miembros de las corporaciones policiacas, y con exigencias y nivel escolar tales que posibiliten la formación de agentes de alta calidad. Desde luego, no basta con capacitar y profesionalizar a los aspirantes: los policías en activo deben ser constante y permanentemente capacitados y actualizados;

b) El otorgamiento de salario y prestaciones laborales adecuados para una tarea tan relevante y riesgosa. Los salarios no deben ser menores a 12, 14 y 17 salarios mínimos para los policías de reacción, preventivos y de investigación, respectivamente, de las entidades federativas, y a 14, 17 y 20 salarios mínimos en el ámbito federal.

c) Garantizar a los policías un trato humano por parte de sus jefes;

d) La dotación a los agentes policiacos de todos los recursos materiales y tecnológicos que les permitan cumplir su cometido con eficiencia;

e) La coordinación eficaz y ágil entre los diversos cuerpos policiales. La policía federal debe tener presencia suficiente y constante en todo el territorio nacional, y jugar un papel central en las labores de inteligencia y coordinación con todas las policías del país, y

f) La instauración de organismos autónomos que vigilen y controlen a los cuerpos policiales.

Sin policías rigurosamente formadas, altamente profesionales y confiables, la vigencia efectiva del Estado de Derecho es irrealizable, pues la función primigenia y fundamental del Estado es brindar seguridad pública al conjunto de los gobernados. Todas las recomendaciones y sugerencias formuladas por el PUDH-UNAM son viables y pueden empezar a ponerse en práctica de inmediato.