Impostores

Es asombroso que en los funerales de uno de los dirigentes políticos más relevantes de la historia, Nelson Mandela, el hombre contratado para traducir los discursos al lenguaje de señas (es decir, para los sordomudos), Thamsanqa Jantjie, haya hecho durante cinco horas movimientos de manos, gesticulaciones y aspavientos que nada tenían que ver con ese lenguaje. El asombro aumenta al enterarnos de que el supuesto intérprete tiene experiencia en esa clase de ceremonias.

Jantjie ha ofrecido una posible explicación, no menos pasmosa, de su conducta: quizá le sobrepasó la magnitud del acto o le embargó un exceso de felicidad durante todo el día, sobreexcitación perjudicial para su trabajo. En cualquier caso —afirma—, sufrió un episodio de esquizofrenia: oía voces y veía ángeles, lo que le impidió seguir los discursos en el estadio Soccer City de Johannesburgo.

También es inaudito que, al advertirse su extraña y extravagante actuación, no hubiera sido bajado del escenario y sustituido. Los mudos que presenciaban la supuesta traducción seguramente estaban estupefactos e indignados.

Por supuesto, los engaños de los grandes impostores de la historia son conductas reprobables, pero no podemos dejar de reconocerles cierto ingenio o al menos cierta habilidad para hacer caer en las falsas creencias a las víctimas de sus falsedades. Algunos han llevado sus imposturas a extremos escandalosos. Recordemos unos cuantos casos.

Enric Marco aprovechó la coincidencia de iniciales para hacer creer que era superviviente del campo de concentración nazi de Flossenbürg y convertirse en la voz de los supervivientes españoles. Su historia le valió ser invitado a conferencias y congresos que le redituaron fama y dinero. El historiador Benito Bermejo advirtió el fraude en 2005, y Marco tuvo que reconocer su mentira.

El hijo de un fontanero inglés de Plymton, Inglaterra, se hizo pasar por un monje budista llamado Lobsang Rampa, con cuya identidad logró notoriedad y fortuna al publicar los bestsellers El tercer ojo y La historia de Rampa, en los que contaba su difícil formación religiosa en un templo de Lhasa. En realidad, el autor de los libros nunca había estado en el Tíbet. Los expertos en budismo contrataron al detective Clifford Burgess, quien descubrió que el tal Lobsang Rampa era Cyril Henry Hoskin, quien se justificó asegurando que él no era Rampa, pero ocupaba su cuerpo.

El caso más dramático —que dio lugar a un libro y varias películas— fue el del francés Jean Claude Romand, quien durante 18 años hizo creer a su esposa, sus hijos, sus padres y sus amigos que era médico y alto funcionario de la Organización Mundial de la Salud. Cuando les decía que tenía que viajar se pasaba los días en un hotel. Tenía buenos ingresos, producto del dinero que le daban mujeres a las que engañaba proponiéndoles negocios jugosos. Una de esas mujeres descubrió que era un defraudador y lo denunció en 1993. Para evitarles la vergüenza, asesinó a su mujer, a su hija de siete años, a su hijo de cinco y a sus padres. Después intentó suicidarse permaneciendo en su casa a la que prendió fuego. Fue rescatado por los bomberos, juzgado y condenado a cadena perpetua.