Detener para investigar1

Luis de la Barreda Solórzano

Porque parece que en el presente sistema criminal, según la opinión de los hombres, prevalece la idea de la fuerza y de la prepotencia a la de la justicia; porque se arrojan confundidos en una misma caverna los acusados y los convictos.

Cesare Bonesana, Marqués de Beccaria

Prisión sin condena

La prisión preventiva es la manifestación más clara y más brutal de aquello que deploró Francesco Carnelutti en Las miserias del proceso penal: “Desgraciadamente, la justicia humana está hecha de tal manera que no solamente se hace sufrir a los hombres porque son culpables sino también para saber si son culpables o inocentes… la tortura, en las formas más crueles, ha sido abolida, al menos en el papel; pero el proceso mismo es una tortura”.

De todos los males que se hacen sufrir al inculpado durante el procedimiento, ninguno tan grave y tan injusto como la pérdida de la libertad. Grave porque, por decirlo con palabras de Don Quijote en la inmortal obra de Miguel de Cervantes, “el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres”; injusto porque se impone a una persona de la que aún no se sabe si es culpable o inocente del delito de que se le acusa, ya que el juzgador todavía no dicta su sentencia, esto es, porque es una pena ––nada menos que la privación de la libertad–– sin condena, claramente contraria al principio de presunción de inocencia.

La prisión preventiva se ha justificado en la necesidad tanto de asegurar la comparecencia del inculpado durante todo el proceso y garantizar el cumplimiento de la eventual pena privativa de libertad que pueda imponérsele en la sentencia, como en el peligro que ciertos inculpados representan para la comunidad.

En el siglo XVIII, Cesare Bonesana, Marqués de Beccaria, advirtió en su Tratado de los delitos y de las penas: “… siendo la privación de la libertad una pena, no puede preceder a la sentencia sino cuando la necesidad lo pide. La cárcel, por tanto, es la simple custodia de un ciudadano mientras al reo se le juzga; y esta custodia, siendo como es, esencialmente penosa, debe durar el menor tiempo posible y además debe ser lo menos dura que se pueda”.

El artículo 9 de la Declaración francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 estableció: “Se presume que todo hombre es inocente hasta que haya sido declarado culpable. Si se juzga que es indispensable arrestarlo, todo rigor que no sea necesario para asegurar su persona debe ser severamente reprimido por la ley”.

Por su parte, el artículo 9.3 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966 dispone: “La prisión preventiva de las personas que hayan de ser juzgadas no debe ser la regla general, pero su libertad podrá estar subordinada a garantías que aseguren la comparecencia del acusado en el acto del juicio, o en cualquier otro momento de las diligencias procesales y, en su caso, para la ejecución del fallo”.

Ahora bien, la imposición de la prisión preventiva requiere al menos que el inculpado haya sido sometido a proceso por resolución judicial, para lo cual es indispensable que existan pruebas que hagan probable su responsabilidad penal en el delito por el cual se le juzga. Sin esas pruebas no puede ser sometido a proceso y, por tanto, no puede imponérsele la prisión preventiva.

Por injusta que jurídicamente pueda considerarse, la prisión preventiva ha existido y existe en todas las legislaciones del mundo: no hay país que la haya abolido. Y nadie niega seriamente su necesidad. Lo que ha sucedido en los países con legislación penal respetuosa de los derechos humanos, garantista, es que la prisión preventiva se aplica, como ordena el Pacto de Derechos Civiles y Políticos, como excepción y no como regla general.

Entre las conquistas democráticas de los gobernados frente al poder del Estado, específicamente frente a las autoridades policiacas y las persecutoras de los delitos, están el derecho a no ser detenido arbitrariamente y el derecho a que la duración de la retención del detenido previa a su puesta a disposición ante un juez sea razonablemente breve.

Es clara la importancia de estos derechos: sin ellos, cualquiera podría ser detenido una y otra vez sin que hubiera elementos probatorios que lo ameritaran, las retenciones sin juicio podrían alargarse ad infinitum, y si esas detenciones fueran reiteradas al afectado se le convertiría en un personaje más desdichado que los más desdichados de Kafka.

La significación de estos derechos ha sido expresada en una sentencia breve y elocuente: en los regímenes autoritarios se detiene para investigar; en las democracias se investiga para detener.

Cuándo detener

Hasta antes de la reforma de 2008, la Constitución mexicana enumeraba los siguientes supuestos en que una persona podía ser detenida:

a)   Por orden del juez competente, que sólo puede dictarse si obran datos que comprueben que se ha cometido un delito y establezcan la probabilidad de que el indiciado sea autor o partícipe. En este caso la detención la hace la policía de investigación y el indiciado debe ser puesto de inmediato a disposición del juez que dictó la orden;

b)   En flagrancia, esto es en el momento en que el sujeto está cometiendo el delito o inmediatamente después. En esta hipótesis cualquier persona puede realizar la detención, y debe entregar al detenido sin demora a la autoridad más cercana, y ésta, igualmente sin tardanza, debe ponerlo a disposición del Ministerio Público;

c)   En casos urgentes, cuando se trate de delito grave y ante el riesgo fundado de que el indiciado se sustraiga a la acción de la justicia, el Ministerio Público está facultado, bajo su responsabilidad, a ordenar la detención, fundando y expresando los indicios que motiven su proceder, siempre y cuando no pueda ocurrir ante la autoridad judicial por razón de la hora, lugar o circunstancia, y

d)   Tratándose de infracciones a los reglamentos gubernativos y de policía, procede la detención si el infractor es sorprendido en flagrancia, y la sanción máxima es de arresto hasta por 36 horas.

En los supuestos b) y c), el Ministerio Público cuenta invariablemente con un plazo de 48 horas para consignar al detenido ante un juez, plazo que puede duplicarse (96 horas) en los casos que la ley prevea como delincuencia organizada. Si en ese lapso el Ministerio Público no consigue pruebas de que se ha cometido un delito y de la probable responsabilidad del detenido como autor o partícipe, debe dejarlo en libertad.

En ningún caso la detención prejudicial podía prolongarse más de 48 horas, o de 96 si se trataba de delincuencia organizada. Así quedaba debidamente protegido el derecho de toda persona a no ser detenida injustificadamente ni retenida por un lapso excesivo. Hasta que…

Una excepción

Del latín ad, y radicare, arraigar significa, en la acepción que aquí interesa —dice el Diccionario de la Real Academia Española—, notificar judicialmente a alguien que no salga de la población, bajo cierta pena.

En los procesos civiles, el arraigo —medida cautelar cuyo propósito es asegurar el objeto y la buena marcha del proceso— procede, a petición de parte, cuando existe el temor de que se ausente u oculte la persona que vaya a ser o haya sido demandada, a fin de que no abandone el lugar del juicio sin dejar representante o abogado que pueda intervenir en aquél y afrontar sus consecuencias.

En el procedimiento penal lo que interesa asimismo es el que el inculpado comparezca ante la autoridad investigadora o ante la autoridad judicial y no escape a la acción de la justicia. Tradicionalmente se ha entendido que arraigar a una persona es ordenarle que permanezca dentro de la circunscripción territorial correspondiente al ámbito de competencia de la autoridad que persigue el delito o aquélla ante la que se realiza el proceso.  Se entiende que dentro de ese territorio el arraigado es libre de desplazarse a discreción.

En concordancia con esa conceptualización, los códigos de procedimientos penales, federal y del fuero común, contemplaban el arraigo como la prohibición de abandonar el lugar del procedimiento o del proceso. En cambio, el artículo 12 de la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada de 1996 dispuso que el juez podrá dictar el arraigo, a solicitud del Ministerio Público, en el lugar, forma y medios de realización señalados en la solicitud. En el mismo sentido, en 1999 se reformó el artículo 133 bis del Código Federal de Procedimientos Penales a efecto de que el juez, a petición del Ministerio Público, pueda “decretar el arraigo domiciliario”.

El arraigo se convirtió entonces, contrariando su contenido semántico, en una privación de libertad, y no era precisamente domiciliario: el arraigado es recluido en el lugar solicitado por el Ministerio Público y no en su domicilio. Esa privación de la libertad procede sin que se esté en presencia de flagrancia ni haya datos que establezcan que existe la probabilidad de que el indiciado sea autor o partícipe de un delito, es decir los datos que justificarían una orden judicial de aprehensión.

Reformas similares se llevaron a cabo en los diversos códigos procesales de las entidades federativas. Nacía en nuestra legislación penal, con la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada, lo que Sergio García Ramírez llamó el bebé de Rosemary, evocando la cinta de Roman Polanski en la que el demonio engendra un hijo.

Esa medida cautelar, aplicable sin que necesariamente existan pruebas que permitirían al juez dictar una orden de aprehensión, tenía diversos períodos de duración en los distintos códigos, llegando hasta noventa días, lapso más que suficiente para arruinarle la vida al afectado. ¡90 días de privación de la libertad sin que haya pruebas para iniciar un proceso!

La Suprema Corte burlada

En su resolución de 19 de septiembre de 2005, la Suprema Corte de Justicia de la Nación consideró anticonstitucional la figura del arraigo con el siguiente razonamiento: “… en toda actuación de la autoridad que tenga como consecuencia la privación de la libertad personal, se prevén plazos breves, señalados inclusive en horas, para que el gobernado sea puesto a disposición inmediata del juez de la causa y éste determine su situación jurídica. Ahora bien, el artículo 122 bis del Código de Procedimientos Penales del Estado de Chihuahua, al establecer la figura jurídica del arraigo penal, la cual tiene la doble finalidad de facilitar la integración de la averiguación previa y de evitar que se imposibilite el cumplimiento de la eventual orden de aprehensión que llegue a dictarse, viola la garantía de libertad personal que consagran los artículos 16, 18, 19, 20 y 21 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, pues no obstante que la averiguación todavía no arroja datos que conduzcan a establecer que en el ilícito tenga probable responsabilidad penal una persona, se ordena la privación de su libertad personal hasta por un plazo de 30 días, sin que al efecto se justifique tal detención con un auto de formal prisión en el que se le den a conocer los pormenores del delito que se le imputa, ni la oportunidad de ofrecer pruebas para deslindar su responsabilidad”.

Esa importantísima resolución de nuestro máximo tribunal fue burlada. Para evadir la inconstitucionalidad de la figura del arraigo, el Poder Constituyente Permanente (el Congreso de la Unión y las legislaturas de los estados) la introdujo en la Constitución. Al ser incluida en la Constitución, ya no podía ser inconstitucional.

La reforma de 2008 adicionó el siguiente párrafo al artículo 16 de la ley suprema: “La autoridad judicial, a petición del Ministerio Público y tratándose de delitos de delincuencia organizada, podrá decretar el arraigo de una persona, con las modalidades de lugar y tiempo que la ley señale, sin que pueda exceder de cuarenta días, siempre que sea necesario para el éxito de la investigación, la protección de personas o bienes jurídicos, o cuando exista riesgo fundado de que el inculpado se sustraiga a la acción de la justicia. Este plazo podrá prorrogarse, siempre y cuando el Ministerio Público acredite que subsisten las causas que le dieron origen. En todo caso, la duración total del arraigo no podrá exceder los ochenta días”.

Además, el artículo decimoprimero transitorio del decreto por el que se publicó la reforma dispone que la medida será también aplicable, desde que entró en vigor la reforma hasta 2016, a los delitos considerados graves en la legislación penal.

Así, el atraco se constitucionalizó. Una persona contra la que no hay las pruebas que justificarían una orden judicial de aprehensión y el inicio de un proceso, es decir, un mero sospechoso, puede estar preso —pues no otra cosa es permanecer coactivamente en un sitio designado unilateralmente por la autoridad— hasta por ochenta días, lapso en muchos casos más que suficiente para arruinar la vida profesional, la vida familiar, la vida amorosa y aun la fortaleza espiritual y el buen ánimo de una persona.

Reprobación

El arraigo ha sido reprobado por organismos nacionales e internacionales de derechos humanos.

El Comité contra la Tortura de la ONU expresó el 7 de febrero de 2007  preocupación por “la figura del ‘arraigo penal’ que, según la información recibida, se habría convertido en una forma de detención preventiva con el uso de casas de seguridad (casas de arraigo) custodiadas por policías judiciales y agentes del Ministerio Público, donde se puede detener indiciados durante 30 días —hasta 90 días en algunos Estados— mientras se lleva a cabo la investigación para recabar evidencia, incluyendo interrogatorios”, y propuso al Estado mexicano “garantizar que la figura del arraigo desaparezca tanto en la legislación como en la práctica, a nivel federal así como a nivel estatal”.

El Subcomité para la Prevención de la Tortura y Otros Tratos Crueles, Inhumanos o Degradantes de la ONU consideró en el informe sobre su visita a México que “la figura jurídica del arraigo puede llegar a propiciar la práctica de la tortura al generar espacios de poca vigilancia y vulnerabilidad de los arraigados, quienes no tienen ninguna condición jurídica claramente definida para poder ejercer su derecho de defensa”.

El Comité de Derechos Humanos de la ONU lamentó el 22 de marzo de 2010 la falta de aclaraciones sobre el nivel de pruebas necesarias para una orden de arraigo y recomendó al Estado mexicano la eliminación de esa figura jurídica.

La Relatora Especial de la ONU sobre la Independencia de Jueces y Abogados señaló, al concluir su visita a México en octubre de 2010, que la figura del arraigo es resultado del mal funcionamiento del sistema de investigación y procuración de justicia, pues coloca los incentivos en una dirección contraria al fortalecimiento de la capacidad investigativa de la autoridad y viola el principio de presunción de inocencia.

La Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal (CDHDF), en su Recomendación 2/2011, consideró que “con la solicitud y otorgamiento de las órdenes de arraigo se prolongan privaciones de la libertad de las personas, sin controlarse la legalidad de la detención, lo cual viola el derecho a la libertad personal consagrado en la Constitución y los instrumentos internacionales de derechos humanos reconocidos por el Estado mexicano”, y que “el modelo de la reforma de 2008, al establecer en la Constitución el arraigo, se alejó de la concepción del derecho penal ciudadano y lo aproximó a modelos represivos de restricciones a los derechos humanos y libertades fundamentales reconocidos en diversos instrumentos internacionales. A través del arraigo se establece un régimen de excepción…”.

Aplicación desmedida

En su origen, el arraigo se pretendió justificar como una medida cautelar que impediría que un sospechoso evadiera la acción de la justicia, dañara al denunciante o a los testigos, o destruyera pruebas. En la legislación se permite su aplicación sólo en esos casos. En los hechos se ha aplicado abusivamente sin que  se presente ninguno de esos supuestos. El Ministerio Público frecuentemente lo ha solicitado sin mesura y ciertos lamentables jueces sumisos han aceptado esas solicitudes sin justificación jurídica.

El arraigo frecuentemente se ha concedido con base solamente en la declaración de un testigo protegido. Esta expresión se emplea para denominar a testigos que no sólo reciben protección de las autoridades sino que son pagados por el órgano de la acusación: declarantes que cobran por su declaración. Algunos pájaros de cuenta, incluso delincuentes condenados judicialmente, han hecho de la venta de sus imputaciones un modus vivendi declarando en numerosas indagatorias exactamente lo que sus pagadores querían escuchar.

Las cifras son elocuentes. En el período de diciembre de 2006 a noviembre de 2012 ––el gobierno del presidente Felipe Calderón––, exclusivamente en el fuero federal, la Procuraduría General de la República solicitó 2,337 órdenes de arraigo contra 8,109 personas.

Los jueces que resolvieron acerca de esas peticiones fueron, en general, sumamente obsequiosos: otorgaron 2,227 mandatos contra 7,739 indiciados, es decir el 95% de los solicitados.

¿El uso desmesurado de la figura mejoró la procuración de justicia, al concederse al órgano de la acusación un plazo extremadamente largo para integrar una buena averiguación previa con detenido? No. De las personas arraigadas solamente se consignó al 5% contra el 95% restante nunca se consiguieron las pruebas que acreditaran su presunta responsabilidad en el delito o los delitos que se les imputaban. Esas cifras sugieren que la gran mayoría de los jueces no cumplieron con su función de proteger los derechos de los indiciados.

En un país con una cultura sólida de respeto a los derechos humanos, este abuso reiterado habría generado un escándalo. No en el nuestro. Ni la prensa, ni los legisladores, ni los partidos de oposición ni la Comisión Nacional de los Derechos Humanos parecen incómodos. Por el contrario, la aplicación desmedida del arraigo encuentra condiciones propicias en una opinión pública sobreexcitada por el tema de la inseguridad ciudadana.

En efecto, la opinión pública mayoritariamente prejuzga que la persona detenida por la policía es responsable de un delito, y, por tanto, el arraigo no sería más que un adelanto de la pena que ha de merecer. Los medios de comunicación dan a entender que dejar en libertad a un indiciado en lo que se concluye la investigación es dejarlo impune del delito por el cual mediáticamente ya se le ha juzgado. Se trata de un proceso paralelo en el cual al inculpado no se le concede la presunción de inocencia ni ninguno otro de los derechos que le corresponderían en el procedimiento penal. Contra lo que quizá supondría una postura izquierdista, el arraigo no sólo se aplica excesivamente en contra de los pobres sino también en contra de personajes encumbrados, ricos o famosos, con apoyo en el discurso de que nadie está por encima de la ley.

Si al final no se puede condenar al procesado, al menos el arraigo cumple en el imaginario social la función de hacer creer que algo se hizo contra la impunidad. La presunción de inocencia no es un principio que esté firmemente arraigado en la conciencia de la gran mayoría de los ciudadanos.

Restricciones constitucionales

Ocho años después de su propia resolución que declaró inconstitucional el arraigo, y cinco después de la reforma que lo constitucionalizó, la Suprema Corte tuvo la ocasión de expulsar esa figura cautelar de nuestro universo jurídico.

Otra reforma a la Constitución, la de 2011, modificó el artículo 1º, cuyo segundo párrafo quedó en los siguientes términos: “Las normas relativas a los derechos humanos se interpretarán de conformidad con esta Constitución y con los tratados internacionales en la materia favoreciendo en todo tiempo a las personas la protección más amplia”.

La disposición no establece, en materia de derechos humanos, jerarquía alguna entre la Constitución y los tratados internacionales: es aplicable la norma que, independientemente de que forme parte de aquélla o de éstos, tutele más ampliamente tales derechos.

Lo que el texto citado ha introducido en la Constitución es el principio que la doctrina denomina pro homine o pro persona, en virtud del cual queda superada la antigua polémica sobre jerarquía normativa. Prevalece la norma que brinde mayor protección a los individuos.

Con base en dicho principio, los tratados internacionales en materia de derechos humanos tienen jerarquía supraconstitucional cuando sus normas son más benéficas para la persona, pero la Constitución tiene una jerarquía superior a la de los tratados cuando la disposición constitucional le otorga mayor protección al individuo.

Al decidir sobre el alcance del reformado artículo 1º constitucional, el pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación resolvió, por diez votos contra uno, que los derechos humanos consagrados en los tratados internacionales o en la jurisprudencia de la Corte interamericana de Derechos Humanos pueden restringirse si así lo establece una disposición constitucional. El único voto en contra fue el del ministro José Ramón Cossío.

La resolución contraría el texto del artículo 1º, que inequívocamente dispone que las normas deben ser interpretadas de la manera en que mejor protejan los derechos humanos.

La resolución de la Suprema Corte supone la inaplicación del principio pro homine o pro persona siempre que un texto constitucional restrinja los derechos consagrados en los tratados internacionales, no obstante la redacción inequívoca  del párrafo segundo del artículo 1º de la Constitución y el mandato del artículo 27 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, según el cual “los Estados Partes no pueden invocar las disposiciones de su derecho interno como justificación del incumplimiento de un tratado”. Desde luego, los tratados en la materia expresan el estándar mínimo para el reconocimiento y la protección de los derechos humanos. Las legislaciones internas pueden extender ese reconocimiento y ampliar esa protección.

Como lo expresó el ministro Cossío al argumentar su voto en contra, con la resolución de la Suprema Corte ––garante de los derechos humanos–– van a prevalecer las restricciones que la Constitución imponga a los derechos convencionales ––los contenidos en convenciones o tratados––, con lo cual el principio pro persona ya no jugará como un equilibrador o como un universalizador.

Burlada su resolución que declaró inconstitucional el arraigo, la propia Suprema Corte decidió dejar intocada esa medida cautelar y hacerla intocable por los tratados internacionales de derechos humanos. Una decisión lamentable.

¿Qué motivó la resolución? ¿Fue acaso la consideración de que es preciso restringir los derechos humanos en aras de mejorar la eficacia de la procuración de justicia? Más allá de que sería impropio de la Corte hacer tal tipo de consideraciones, no parece esa la vía para lograrlo. Ya quedó dicho que el arraigo no ha contribuido a la consecución de tan anhelado objetivo, y, en cambio, ha generado gravísimos abusos de poder.

Un nuevo arraigo ad infinitum

La expedición de un código nacional de procedimientos penales —fundamento para el establecimiento en todo el país del sistema penal acusatorio ordenado en la reforma constitucional de 2008— generó grandes esperanzas. Se cuenta ahora, por primera vez, con un ordenamiento que pondrá fin a la dispersión legislativa en la materia estableciendo el enjuiciamiento penal acusatorio en todo el país, tanto en el fuero federal como en el fuero común, dentro del plazo concedido en la reforma constitucional, que vence en junio de 2016.

El nuevo Código Nacional de Procedimientos Penales, publicado en el Diario Oficial el 5 de marzo de 2014 —que entrará en vigor gradualmente––, contiene disposiciones plausibles pero también normas contrarias a los principios democráticos y de derechos humanos de un enjuiciamiento penal. Una de esas normas es la más inadmisible.

El arraigo ––la medida cautelar más abusiva porque, contrariando los más elementales principios de la justicia y los derechos humanos, como aquí ha quedado apuntado, permite que se detenga por largo tiempo a una persona sin pruebas de que probablemente haya cometido un delito–– no se menciona en el articulado del código, pero, al disponerse que no quedan derogadas las normas de la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada, esa figura seguiría vigente en apariencia sólo para los delitos previstos en dicha ley.

Sin embargo, una disposición del código instaura, sin atreverse a decir su nombre, un arraigo mucho más abusivo.

Artículo 155. Tipos de medidas cautelares

A solicitud del Ministerio Público o de la víctima u ofendido, el juez podrá imponer al imputado una o varias de las siguientes medidas cautelares:

VI.    El sometimiento al cuidado o vigilancia de una persona o institución determinada o internamiento a (sic) institución determinada;

Esta medida cautelar no se limita a cierta clase de delitos —graves, federales, de delincuencia organizada—, por lo que podrá ser aplicada a todo imputado independientemente del delito de que se trate. Por otra parte, su duración no ha quedado señalada, por lo que dependerá exclusivamente del arbitrio del juez.

En consecuencia, esta medida resulta peor que el anterior arraigo porque puede aplicarse sin que importe la clase del delito imputado y no tiene plazo de duración. por lo que puede prolongarse indefinidamente durante todo el procedimiento. En cambio, el arraigo previsto en la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada, que es el que permite el artículo 16 constitucional, se aplica solamente a los delitos llamados de delincuencia organizada enlistados en las siete fracciones del artículo 2 de dicha ley, y tiene un plazo máximo de duración de ochenta días (artículo 12).

La Comisión Nacional de los Derechos Humanos ha interpuesto recurso de inconstitucionalidad contra otras disposiciones del nuevo código, pero extrañamente no contra esta nueva medida cautelar.

Es inadmisible que dicha medida anticonstitucional y desmesurada permanezca en el código y pueda aplicarse en los nuevos procedimientos acusatorios a los que contaminaría gravemente por ser una flagrante contradicción al enjuiciamiento penal auténticamente acusatorio propio de un sistema democrático y respetuoso de los derechos humanos.

El arraigo debe eliminarse de la legislación penal mexicana, pero particularmente urgente es que el Congreso de la Unión derogue este nuevo arraigo ad infinitum y sin restricciones del Código Nacional de Procedimientos Penales. Así lo solicitó el Programa Universitario de Derechos Humanos de la Universidad Nacional Autónoma de México (PUDH-UNAM) al Congreso de la Unión en mayo de 2014. No ha recibido respuesta alguna. Ω

[1] Agradezco la colaboración de José Antonio Aguilar Valdez