Alcahuetería

Lo peor de las religiones es el daño que han hecho a quienes no comulgan con sus dogmas. La religión no siempre es el conjunto de creencias acerca de la divinidad. También son religiosas las doctrinas sociales que se someten a la servidumbre de las ideologías. La fe en Dios no se hace cargo de sucesos constatables, pues no está basada en evidencias, sino en la intuición de algo que nadie ha visto.

            El credo ideológico amolda la realidad al prejuicio doctrinario. Una y otro, por supuesto, pueden ser impostaciones, creencias que no se sostienen por convicción, sino por conveniencia acomodaticia. En las sociedades teocráticas y las tiranías la herejía y la disidencia pueden costar muy caro.

            En todo caso, la actitud religiosa respecto de asuntos de este mundo es propicia a la tergiversación y a la interpretación fraudulenta de los hechos. Se recurre a la petición de principio: la razón no la otorga la realidad, sino la invocación a ciertos dogmas que todo lo vuelven justificable. En los terrenos intelectual y académico, a pesar de que en ellos el trabajo consiste en pensar y analizar, hay quienes aplauden todo lo que se realiza al conjuro de tales formulaciones.

            Los políticos, para alcanzar o conservar el poder, proclaman que sus acciones, aun las menos honorables, las realizan en nombre o en beneficio del pueblo, equivalente del Espíritu Santo en el catolicismo. En nuestros países latinoamericanos, a esa proclamación suele agregarse que se es socialista y malqueriente del imperialismo yanqui. Esos políticos cuentan entre sus acólitos a académicos e intelectuales que, en virtud de esa muletilla, les aplauden todo.

            Fernando Savater advierte: “Los atropellos cometidos por los ciudadanos son delitos o crímenes, los que se cometen en nombre del pueblo y los representantes del pueblo acogen como suyos son hazañas o simples excesos de celo (de cuyos daños tienen la culpa, claro, los enemigos del pueblo)”.

            Los autodesignados representantes populares siempre tienen la razón. Si pierden una elección, la derrota se debe a que el pueblo fue engañado. En tal caso la mayoría no es el pueblo, pues la verdadera mayoría no es necesariamente numérica, sino moral, y está personificada en los portavoces del pueblo. Ya que el pueblo es soberano, ni él ni sus representantes tienen que someterse a las leyes ni a las reglas de la democracia. La voluntad del pueblo está por encima de la ley y, por  lo tanto, deben ser castigados quienes exigen que la ley se aplique.

            El pueblo tiene derecho a mantener presos a todos los que cuestionen sus designios. A los jueces, si no quieren vérselas con los representantes del pueblo, toca condenarlos, aunque no hayan realizado crimen alguno: el pueblo los señala como sus enemigos y, por ende, todo vale contra ellos. Si cientos de miles de manifestantes salen a las calles a protestar por la situación del país, el pueblo o sus representantes tienen derecho a apalearlos, torturarlos o matarlos, pues las quejas de los inconformes no son sino una provocación, ya que sólo el pueblo está legitimado a quejarse.

            Si en un régimen del pueblo la tasa de pobres se duplica acercándose al 90% y escasean alimentos y medicinas, no es que se esté gobernando erráticamente, sino que los enemigos del pueblo han desatado una guerra económica apoyados por las fuerzas del mal, en primer lugar por el imperialismo, cuya sola existencia es la prueba de un complot contra el pueblo. Si dos millones de habitantes abandonan su país huyendo del clima de podredumbre, el hostigamiento, la persecución y la escasez, la salida los convierte en traidores. Desde luego, no conviene cuestionar que el país sea santuario de narcoguerrilleros y terroristas ni que los lujos de los representantes del pueblo provengan de la corrupción o el narco: el cuestionamiento lo aprovecharían los enemigos del pueblo.

            Si en los políticos esa justificación es de una miseria ética absoluta, en los académicos e intelectuales que todo les aplauden no lo es menos. ¿Cuántos presos, cuántos torturados, cuántos muertos más hacen falta para que, sacudida su conciencia, reconozcan que han estado equivocados al apoyar a un tirano sanguinario? Su incondicionalidad religiosa es alcahuetería.