El escándalo de los pezones

Por Luis de la Barreda Solórzano
10 de febrero de 2022

Salvo en unos cuantos espacios —templos, restaurantes y teatros, por ejemplo—, un hombre puede andar en lugares públicos con el torso totalmente descubierto sin que nadie le llame siquiera la atención, mientras que una mujer tiene que cubrirse el pecho o, mejor dicho, la parte del pecho en la que se sitúan los pezones: se vale el escote más generoso siempre y cuando esa parte central, prominente y eréctil de las tetas esté resguardada.

El traje de baño masculino sólo es la parte de abajo, la que abarca los genitales, en tanto que el femenino también ha de taparlos, pero igualmente, si no la totalidad del pecho, al menos ha de ocultar los pezones. Abundan los bikinis que dejan al descubierto casi totalmente las nalgas y los senos, pero deben esconder la cima de estas prominencias.

No hay problema en que un hombre exhiba ante todo el mundo las tetillas. Es escandaloso, en cambio, y hasta puede dar lugar a que sea detenida, que una mujer muestre íntegramente el busto, excepto en pocos sitios de determinadas ciudades. Un gran escándalo se suscitó cuando, en el espectáculo de medio tiempo del Superbowl de 2004, se asomó por un segundo, un solo segundo, por descuido o coquetería desafiante, el pezón izquierdo de Janet Jackson. La publicación USA Sports abrió una investigación al respecto. Descubrirse un pezón es una impudicia imperdonable.

Instagram reconoce que algunas personas desean compartir imágenes de desnudos de carácter artístico o creativo, pero no permite nada de fotos, videos y determinado contenido digital que muestren actos sexuales, genitales o primeros planos de glúteos totalmente al descubierto. Pero no sólo: tampoco admite “fotos de pezones femeninos al descubierto”, excepto “en el contexto de la lactancia, un parto o los momentos posteriores, situaciones relacionadas con la salud (por ejemplo, después de una mastectomía, para concienciar sobre el cáncer de mama o en relación con cirugías de confirmación de género) o como acto de protesta”.

Entre las mujeres musulmanas, algunas encubren su cabeza y su cabello con un pañuelo, y otras también su rostro con el burka. Las judías ortodoxas casadas se rapan y recubren la cabeza con una peluca o una pañoleta. Las monjas católicas encierran su cabellera. Todas ellas ocultan totalmente su cuerpo. Se supone que de esa manera simbolizan su pureza y evitan los pensamientos pecaminosos de quienes las miran. Pero incluso la visión sólo de los ojos o de las manos de una mujer es capaz de despertar ensoñaciones eróticas. En realidad, esos códigos de vestimenta han sido dictados abusivamente por los hombres, que no tienen que sujetarse a restricciones similares. Es una de las muchas formas de opresión machista.

No hay semejantes directrices de atavío para las mujeres que no pertenecen a esos subconjuntos femeniles o a ciertas sectas religiosas… salvo en lo que toca a los pezones. En diarios, revistas y videos musicales de la tele se pueden admirar mujeres casi totalmente desnudas pero, cómo no, con esos pináculos desvanecidos o cubiertos por unas ridículas estrellitas que semejan curitas en forma de cruz. ¿Por qué el resto del cuerpo se puede contemplar y esa minúscula porción está vedada? No existía ese ocultamiento en las tribus prehistóricas, en el Egipto faraónico, en la Grecia culta, en la Roma prejustiniana, ni siquiera en el cristianismo primitivo.

El puritanismo ha dictado que los pezones no deben ser vistos, pero nadie con gusto y mente abierta consideraría inmorales, por ejemplo, a la Venus de Milo, la Venus de Botticelli o la Virgen de la Leche. La obscenidad está en la mente de quienes, por su turbiedad mental, condenan la belleza al enclaustramiento. El tabú de los pezones es una más de las múltiples manifestaciones de la desigualdad de derechos entre hombres y mujeres.

Fuente:
https://www.excelsior.com.mx/opinion/luis-de-la-barreda-solorzano/el-escandalo-de-los-pezones/1497787
(27/02/22)

Remordimiento

Por Luis de la Barreda Solórzano
24 de febrero de 2022

Kevin Smith, afroamericano de 44 años, ha estado preso desde hace 17, condenado a una pena de 54 años de prisión por asesinato. La noche del 22 de marzo de 2003, él y su hermano gemelo, Karl, idénticos físicamente, dispararon a dos miembros de una pandilla rival en Chicago. Uno quedó herido y el otro murió. El sobreviviente responsabilizó a Kevin, también identificado por otra testigo entre varios sospechosos. En la ronda de reconocimiento no se incluyó a Karl.

Kevin siempre ha sostenido su inocencia. No aceptó un acuerdo con la Fiscalía en virtud del cual, si hubiese confesado, se le impondría una pena de 11 años de cárcel. Una carta de su gemelo, recibida en 2013, confirmó que decía la verdad. Karl, también preso por un allanamiento de morada en el cual un niño de seis años recibió un balazo en la cabeza, no pudo seguir soportando el remordimiento que su silencio le infligió durante una década.

“He estado guardando este secreto durante años, y tengo que sacarlo de mi pecho antes de que me mate. Sé que estabas diciendo la verdad. Yo soy la razón por la que tu vida se jodió. Fui yo quien disparó y mató”, dice la carta, en la que Karl pide perdón por haberle quitado a Kevin tantos años con su hija, que era una bebé cuando él entró a la cárcel. Karl explica que calló durante 10 años porque no tenía fuerza para entregarse voluntariamente.

Kevin no contestó la carta. Su gemelo le insistió que limpiara su nombre y luchara por su libertad. En 2015, Karl confesó el delito ante la Fiscalía. El Centro de Condenas Injustas de la Universidad Northwestern de Chicago solicitó un nuevo juicio para Kevin. Dos años después, el juez Vincent Gaughan, que condenó a Kevin en primera instancia, denegó la petición.

Gaughan argumentó que el testimonio de Karl no se alineaba con los de los otros testigos, se refirió al “patrón de engaño” que seguían los gemelos para evadir la ley haciéndose pasar el uno por el otro y sostuvo que la cadena perpetua de facto a la que está condenado Karl —99 años de prisión— lo coloca en una situación en la que no tiene nada que perder si se acumula a su condena la pena por otro delito. El Centro de Condenas Injustas apeló. La testigo, que al ocurrir los hechos tenía 16 años, se retractó. El tribunal de apelaciones de Illinois revocó la condena y concedió un nuevo juicio a Kevin ante un juez distinto. El nuevo juez concedió libertad bajo fianza a Kevin, a quien el fiscal podría retirar la acusación.

“Más vale tarde que nunca”, reza una máxima popular, pero muchas veces lo tardío resulta excesivo. ¡Diez años en los cuales un hermano sufría la pena que correspondía al verdadero culpable, que, mientras tanto, era torturado por su secreto! Charles Baudelaire escribió en su poema Irreparable (Las flores del mal, 1861): “¿Podemos ahogar el viejo, el prolongado remordimiento, / que vive, se agita y se retuerce, / y se nutre de nosotros como el gusano de los muertos, / como de la encina la oruga?”.

El remordimiento es, entiende el jurista español Jesús María Silva Sánchez, “algo más que la conciencia de haber obrado mal; es precisamente el sufrimiento de la ausencia de paz con uno mismo”. Hace dos décadas, en la Ciudad de México, Luis Gabriel Valencia, el preso que, inducido y presionado por los esbirros del procurador Samuel del Villar, había acusado falsamente a varias personas del homicidio de Paco Stanley, confesó, corroído por el arrepentimiento, que había mentido.

¿No abruma la vergüenza a quienes mantienen en prisión a Alejandra Cuevas bajo una acusación absurda? ¿No siente desasosiego el juez que, contra la razón y el derecho, niega la libertad provisional a Rosario Robles? ¿No lo sintió en su momento la entonces jefa de Gobierno por tener presos a quienes, como se lo hizo ver inobjetablemente el ombudsman capitalino, no eran culpables del homicidio de Paco Stanley?

Fuente:
https://www.excelsior.com.mx/opinion/luis-de-la-barreda-solorzano/remordimiento/1500397
(27/02/22)