¿El fin del celibato?

Es probable que el celibato que la Iglesia católica ha impuesto a sus sacerdotes se esté acercando a su fin. El sínodo sobre la Amazonia celebrado durante este mes en el Vaticano recomendó que pueda estudiarse la posibilidad de ordenar a hombres casados en zonas de esa región donde los fieles no pueden recibir la eucaristía.

            La decisión tendría que ser aprobada por el Papa, pero sin duda la propuesta de la asamblea de obispos, en la que participaron 185 padres con derecho a voto ––y una cantidad considerable de expertos y relatores––, abre una puerta a esa opción.

            El punto fue votado a favor por 128 miembros y en contra por 41. Su motivación radica en la escasez o la ausencia de curas en la Amazonia. Por eso también se recomendó analizar la pertinencia de la ordenación de mujeres diaconisas, no obstante que el documento aprobado hace referencia sólo al asunto de la eucaristía.

            El sector eclesiástico ultraconservador ha manifestado su absoluto rechazo a la propuesta por considerar que iría contra la doctrina de la Iglesia. Pero el dilema es: la gracia del celibato o el acceso a los sacramentos.

            El texto hace constar que algunos se pronunciaron por un abordaje universal ––no constreñido únicamente a la Amazonia–– del tema. Y es que parece congruente que si se permitiera la ordenación sacerdotal de hombres casados en cierto lugar por determinado motivo, la misma permisión sería procedente en otros sitios y por otras razones.

            Al fin y al cabo, el celibato no es un dogma de fe ––algo que la Iglesia considere verdad absoluta, fundamental e indiscutible de la fe, que por lo tanto no puede ser modificado––, sino una norma reglamentaria que durante muchos siglos no existió.

            El celibato quedó instituido en los dos concilios de Letrán, 1123 y 1139, en los cuales quedó establecido que los clérigos no podrían casarse, relacionarse con concubinas ni tener contacto erótico alguno. El sacerdote tendría que renunciar a toda actividad sexual a fin de canalizar toda su energía a su relación con Dios.

            El celibato no fue una invención del cristianismo. Los monjes budistas lo mantienen como condición de una entrega total al Ser Supremo. Las vírgenes vestales –-sacerdotisas de Vesta, la diosa del hogar de la Roma antigua–– eran célibes.

            Tocado por el fuego del deseo, Santo Tomás de Aquino, el más célebre teólogo cristiano, rogó, de rodillas, el don de la continencia. Su ruego fue escuchado: se le aparecieron dos ángeles enviados por Dios, quienes le ciñeron el cinturón de la castidad, el cual no podría ser desatado por ninguna tentación. Pero las tentaciones le acosaban: nunca pudo hablar con una mujer sin tener que hacerse violencia a sí mismo (¡vade retro, Satanás!).

            A los sacerdotes, desde antes de serlo, se les pretende privar de una de las vivencias más intensas y sublimes, acaso la única capaz de elevar a un ser humano a las estrellas. Desde que son seminaristas los aspirantes a curas tienen que encadenar sus impulsos sexuales dentro de una comunidad hipócrita y opresora, lo que sin duda les origina una intensa, por momentos insoportable, tensión psicológica.

            En la mañana de su vida se les marchita la primavera. Se pretende que rechacen, de una vez y para siempre, “esa materia impura que constituye la vida”, por decirlo con palabras de Stefan Zweig. Pero el eros sólo puede reprimirse, no cancelarse. “Las neurosis –-advierte Freud–– se producen cuando obstáculos interiores o exteriores impiden la satisfacción de las necesidades eróticas”.

            Miles de curas han roto su voto de castidad. No todos procedieron con  fingimiento al formularlo. Seguramente muchos creyeron que podrían cumplir con semejante reto. No resultaba fácil. Ulises no se arrojó al mar al escuchar el canto de las sirenas porque estaba amarrado al mástil y sus compañeros desatendieron su exigencia de que lo desamarrasen.

            Quizá muchos de los transgresores resistieron heroicamente durante un tiempo que debió parecerles eterno, pero no contaban, para doblegar la perturbadora pulsión, con el cinturón de la castidad con que los ángeles ciñeron la cintura de Santo Tomás. El invencible deseo puede alcanzar la fuerza de un huracán. Como dice el bolero Pecado (Pontier, Francini, Bahr):

Es más fuerte que yo, que mi vida, mi credo y mi sino,

es más fuerte que todo el respeto y el temor de Dios.

Una verdad para servir a ustedes

Si Alejandro Encinas se quejó en términos muy duros de la resolución —que a su juicio muestra la podredumbre de nuestro sistema de justicia—, es claro que, diga lo que diga, no considera falsa la narrativa de la PGR.

            Si, como reiteradamente ha asegurado Alejandro Encinas, subsecretario de Derechos Humanos de Gobernación, la versión de la Procuraduría General de la República (PGR) sobre la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa —la celebérrima verdad histórica— es, en realidad, una mentira histórica, ¿por qué su indignación por el reciente fallo que ha dejado en libertad a 24 inculpados más?

            Todos los consignados por esos delitos lo fueron precisamente porque, de acuerdo con aquella versión, participaron, de un modo u otro, en los hechos en los que resultaron desaparecidos, seguramente asesinados, los 43 estudiantes. Si el relato de la PGR fue una invención, las consignaciones habrían respondido a la infame práctica de nuestras procuradurías de justicia de fabricar culpables. Si en este caso se hubiese recurrido a tan condenable vileza, sería plausible la liberación de los falsamente imputados.

            Pero si Encinas se quejó en términos muy duros de la resolución —que a su juicio muestra la podredumbre de nuestro sistema de justicia—, es claro que, diga lo que diga, no considera falsa la narrativa de la PGR. Los alumnos fueron detenidos por policías municipales y entregados, algunos ya sin vida, pues se asfixiaron en el trayecto, a la banda criminal de Guerreros Unidos. Hasta ahora, transcurridos cinco años de aquel suceso, no se ha elaborado otra explicación creíble. El Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) ha negado veracidad a la versión de la PGR, pero no ha ofrecido otra.

            La negación del GIEI de que se prendió fuego en el basurero de Cocula para quemar los cadáveres, o varios de ellos, no solamente es contraria al dictamen de expertos nacionales e internacionales en materia de incendios, sino que soslaya que está comprobado que restos calcinados que allí se encontraron fueron identificados como pertenecientes a dos de las víctimas por el prestigiado laboratorio de Innsbruck. El equipo de forenses argentinos señaló el hallazgo de restos humanos quemados y dictaminó que la mayoría de esos restos presenta uno o varios tipos de fracturas asociados a alteración térmica.

            Además, el destino de los cuerpos ya sin vida no es el asunto relevante jurídicamente. Lo importante es quiénes y por qué detuvieron a los estudiantes, quiénes y por qué los asesinaron, quiénes y por qué dieron las órdenes. Hayan quedado los restos en el muladar de Cocula o en cualquier otro sitio, eso no cambia en lo mínimo la sustancia de los hechos desde la perspectiva legal.

            En su extensísima y detallada recomendación sobre el caso, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) solicita que otros muchos restos también encontrados en dicho vertedero se envíen al laboratorio de Innsbruck para que se determine si corresponden a las víctimas. Extraña, inexplicadamente, la Fiscalía General de la República (FGR), no obstante que el fiscal general elogió la recomendación, no ha satisfecho esa solicitud. Asombrosamente, ni la Comisión de la Verdad ni el GIEI le han exigido que lo haga.

            Se anuncia que se llamará a comparecer al entonces procurador Jesús Murillo Karam y al entonces jefe de la policía investigadora, Tomás Zerón, por las anomalías en las indagatorias. Con eso quedaría cerrado un círculo perverso: los culpables están abandonando la prisión y quienes los atraparon quedarían sometidos a procedimiento. Murillo Karam ha aclarado que en cuanto alguno de los detenidos acusó que había sido torturado, él ordenó que se iniciara la investigación correspondiente a esa queja.

            Por otra parte, es claro que no pueden considerarse pruebas válidas las declaraciones obtenidas bajo tortura, pero eso no invalida todos los demás elementos probatorios. Hay evidencias sólidas que fortalecen la versión oficial, como los registros de los teléfonos celulares que se hallaron en poder de sicarios de Guerreros Unidos y los mensajes de Blackberry que confirman que los estudiantes fueron confundidos con integrantes del grupo rival Los Rojos.

            ¿Se quiere llegar a conocer toda la verdad a través de las probanzas o se pretende construir una verdad estratégica acomodada a una visión prejuiciada de los hechos y/o a intereses políticos? La verdad se modifica con el hallazgo de nuevas pruebas; el acomodo de “la verdad” se adapta a los intereses estratégicos.

Celebrar la caída

Siempre que un personaje público se ve en desgracia, un considerable segmento del respetable público se frota las manos de gusto. Hay un placer perverso en ser testigo de que tal personaje es atacado por la desgracia, que, por lo visto, no respeta su renombre.

            Mientras más encumbrado haya estado el desgraciado, mayor refocilación causarán sus cuitas. Para muchos, el espectáculo más apetecible sería ver a un expresidente de la República tras las rejas. La acusación, y las pruebas en que ésta se sustentase, serían lo de menos.

            Esa porción de los espectadores se encuentra ampliamente representada en los medios de comunicación por reporteros, columnistas y caricaturistas que celebran en sus textos y en sus dibujos la caída de la celebridad —mientras más estrepitosa, mejor—, el descenso al abismo de quien otrora estuvo rodeado de consideraciones y fue bendecido por la buena fortuna. Es una venganza contra la notoriedad del notable.

            No se confunda la celebración de esa desventura con el aplauso por el castigo a un individuo que merece ser sancionado por haber cometido alguna conducta ilícita. El aplauso por ese castigo está motivado por la convicción cívica de que es imperativo combatir la impunidad y de que quien la hace debe pagarla. Pero una actitud muy distinta es la de quienes se regocijan ante la ruina de una personalidad célebre sin más razón que la adversidad que la ha atrapado.

            Tan extraña disposición de ánimo parece tener su motivación en el inconsciente, esa zona de nuestra mente a la que muchas veces no quisiéramos asomarnos. La sicóloga clínica Mónica Sieber explica que el mal ajeno nos confirma que nosotros no hemos sido afectados por él, que quien lo padece es el de al lado. Si la sicóloga tiene razón, se trata de un mecanismo de proyección que nos permite depositar en el otro nuestro miedo al mal o al fracaso.

            No es necesariamente envidia por lo que muchos se alegran del mal ajeno. La envidia es un sentimiento vergonzante que hace sufrir a quien lo abriga. El envidioso padece por lo que el otro tiene y él no. En cambio, el regusto por el perjuicio ajeno parece sustentarse en la creencia de que el perjudicado se lo merece porque es peor que yo.

            Si el infortunado es alguien renombrado, el placer se magnifica, pues —se dicen los que se regocijan de su mal fario— cayó de su pedestal quien no tenía méritos para estar allí. Son varones, sobre todo, quienes principalmente se entusiasman con la desdicha del caído si éste gozaba de éxito con las mujeres, o bien, tenía dinero, reconocimiento o estatus privilegiado. ¿Qué se creía  —se preguntan, exultantes— ese cabrón?

            Creo que esa reacción la estamos presenciando tras la renuncia de Eduardo Medina Mora a su sitial de ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Medina Mora no sólo era un personaje de altos vuelos —juzgador del máximo tribunal del país—, sino que tanto su llegada a la Suprema Corte como varios de sus posicionamientos como ministro fueron cuestionados por organizaciones civiles. Entonces —exclama la tribuna exaltada—, merece con creces lo que le está pasando.

            Sin conocer los motivos de la dimisión, abundan las notas de prensa y los comentarios que lo ligan a delitos de los que, hasta el momento, no conocemos una sola prueba. Según una acusación periodística, realizó transferencias internacionales por montos estratosféricos: más de 103 millones de pesos. Medina Mora aclaró que esas operaciones fueron expresadas, dolosamente, en dólares o en libras esterlinas, cuando lo cierto es que todas se efectuaron en pesos mexicanos, con lo cual el monto se reduce a 11 millones, cifra congruente con los ingresos que ha obtenido como servidor público.

            Pero el horno está puesto. Santiago Nieto, titular de la Unidad de Inteligencia Financiera de Hacienda, se apresuró a informar que, semanas atrás, había presentado una denuncia contra el ministro dimitente por lavado de dinero y le reprochó que haya cercenado atribuciones a dicha Unidad. Pero ni se han exhibido las pruebas del delito ni resulta punible un criterio judicial que, por cierto, compartió la mayoría de los ministros.

            Si Medina Mora realizó alguna conducta ilícita, desde luego, debe responder por ella. Pero eso es lo que menos importa a quienes desde ahora, sin conocer las pruebas, festejan su infortunio.

Un ombudsman auténtico

El ombudsman debe señalar los abusos de poder de las autoridades, los cuales pueden consistir en actos o en omisiones, para que cesen, se enmienden y/o, en su caso, se castiguen. Incluso la actuación negligente de quien desempeña un cargo público es un abuso de poder, pues, con su descuido o falta de aplicación, el funcionario incumple su deber de realizar óptimamente su trabajo en beneficio de los gobernados.

            El ombudsman no es enemigo de los servidores públicos, sino de los atropellos que éstos perpetren. Por eso, a partir de su instauración en Suecia a principios del siglo XIX, su presencia en muchos países ha sido sumamente provechosa. Los titulares de las entidades estatales que comprenden la esencia de su función lo ven como un aliado en el cumplimiento de sus obligaciones, pues allí donde el ombudsman advierte una iniquidad se las hace ver para que corrijan el desaguisado.

            El ombudsman tiene la misión de demostrar al destinatario de sus señalamientos la faz retorcida del abuso para que éste se detenga, tal como Perseo paralizó a la gorgona al mostrarle la imagen de su rostro contorsionado, cuyo reflejo ella vio en el escudo del héroe.

            Para cumplir adecuadamente su tarea, el ombudsman requiere actuar con acendrado profesionalismo, objetividad sin concesiones y autonomía sin fisuras. El primer ombudsman que tuvo el país, el inolvidable doctor Jorge Carpizo, expresó con contundencia: “Un ombudsman es autónomo o no es un ombudsman”.

            En efecto, el ombudsman no debe permitir indicaciones ni ceder a presiones. Su autonomía ha de defenderla no sólo frente a las autoridades estatales, sino ante todo grupo de poder o de presión. Sus resoluciones deben tener como sustento exclusivamente las pruebas existentes, jamás los dictados, los intereses o los prejuicios de grupo o persona alguna.

            El ombudsman, en cada caso, debe ir al encuentro de la verdad y de la justicia, y en defensa de los principios democráticos, y debe combatir las tropelías de toda autoridad, sea ésta del signo ideológico o del partido que fuere. Sólo de esa manera le será posible cumplir con la altísima misión que tiene encomendada.

            En las dictaduras y en los regímenes autoritarios no tiene cabida el ombudsman. Los dictadores y los autócratas no admiten que sus decisiones y sus procederes sean cuestionados. Para ellos, un funcionario o cualquier otro ciudadano que expresa libremente su parecer disidente es un enemigo al que hay que vilipendiar, calumniar, humillar o aun perseguir.

            Los regímenes autoritarios que presumen de tener ombudsman, lo que tienen en realidad es un simulador que se hace pasar por tal, un cómplice pasivo de sus arbitrariedades, como ocurre en Venezuela con el denominado defensor del pueblo, que a quienes en realidad defiende es a los tiranos de su país.

            El maestro Luis Raúl González Pérez ha sido un ombudsman auténtico. Ha actuado con profesionalismo, objetividad, autonomía y algo más: coraje y temple para enfrentar las acciones violatorias de derechos humanos. Su desempeño ha sido tan plausible que, para denostarlo y estigmatizar a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) que él ha presidido en el último lustro, tanto el Presidente de la República como miembros de su séquito han tenido que recurrir a la calumnia.

            Como cualquier persona mínimamente enterada sabe, es falso que la CNDH haya callado ante graves violaciones a los derechos humanos cometidas en el hoy satanizado periodo llamado neoliberal. Por el contrario, ha realizado investigaciones minuciosas y recomendaciones rigurosas sobre esos casos.

            Luis Raúl González Pérez ha decidido no buscar ser reelegido porque al principio de su gestión anunció que no buscaría un segundo periodo como ombudsman y con la esperanza de que su ausencia del proceso de elección “abra la puerta al diálogo y a la reflexión que permitan preservar y garantizar la autonomía e independencia de la CNDH para que pueda seguir ejerciendo a cabalidad sus funciones”.

            Algunas veces, realizando las actividades académicas que, por cierto, nunca ha abandonado, Luis Raúl tendrá en mente episodios turbulentos que le tocó enfrentar en la CNDH, y seguramente pensará con íntima satisfacción, como rememorando un sueño que ya se estará esfumando: “Yo fui un ombudsman auténtico”.

Infalibilidad

Nadie pidió disculpas a los ciudadanos por el fracaso ni por las mentiras que se multiplicaron al tratar de explicarlo. Lo que fue una derrota del gobierno ante el poder del narco en Culiacán –la liberación de Ovidio Guzmán una vez capturado– se intentó presentar como una decisión “humanista” (seguramente se quiso hacer referencia a una decisión humanitaria) porque al dejarlo escapar se salvaron vidas.

            No se ha explicado siquiera por qué se afirma que se evitaron muertes con esa medida. Se ha filtrado que los sicarios tenían en su poder a soldados a quienes asesinarían si no se ponía en libertad al hijo de El Chapo o que habían entrado a la unidad habitacional donde viven las cónyuges y los hijos de los militares, a los que también privarían de la vida si no se cumplía su exigencia.

            Pero esa información no la ha dado ni el Presidente ni el secretario de Seguridad ni el de Defensa. Lo cierto es que se perdieron varias vidas, muchas más estuvieron en riesgo, Culiacán vivió horas de pánico, se permitió la evasión de un detenido y el gobierno –empequeñecido, atemorizado– se mostró incapaz de cumplir y hacer cumplir la ley, y todo eso fue debido a la improvisación y la torpeza con que se llevó a cabo el operativo.

            Lo asombroso no es que el Presidente construya con sus palabras –sólo con sus palabras, sin otro sustento que éstas– una realidad alternativa, pues los gobernantes suelen maquillar discursivamente las zonas sombrías de su actuación, sino que, por lo menos hasta ahora, un segmento de la población le haya creído sin chistar.

            Creo que el primero en advertirlo fue Héctor Aguilar Camín: “.. en realidad tenemos dos gobiernos: el que sucede en el ámbito simbólico, en el espacio del discurso del Presidente, y el que sucede en la realidad, en el ámbito del rendimiento de sus políticas públicas. Hay el gobierno de las palabras y hay el de las cifras y de los hechos. El primero es potente y en muchos sentidos hace olvidar al segundo” (Milenio diario, 23 de septiembre).

            Si nos atenemos a las declaraciones del Presidente, vamos requetebién en todo, pero los sucesos y los indicadores muestran que hemos empeorado en materias tan delicadas e importantes como el Estado de derecho, la salud, el empleo, los derechos humanos, los programas sociales, la economía y la seguridad pública.

            Los hechos son los hechos independientemente de qué personas o medios de comunicación se refieran a ellos. Para cambiar un estado de cosas indeseable, lo primero es conocer qué está sucediendo en el mundo fáctico. Pero el Presidente descalifica a quienes aluden a resultados desfavorables de su mandato, aunque los mismos sean evidentes o consten en cifras oficiales.

            En la visión maniquea y burdamente esquemática del discurso presidencial, todo señalamiento de disparates o injusticias de la política oficial proviene de los conservadores, quienes desean ardientemente que el gobierno fracase pues no quieren que las cosas cambien en beneficio del pueblo.

            Ante las advertencias de que al país le está yendo mal, el Presidente siempre tiene otros datos –curiosamente no dice cuáles ni cuál es su fuente– o bien dictamina que el asunto de que se trata –por ejemplo, la falta de crecimiento  económico– no es lo verdaderamente importante: sólo lo era para los gobiernos neoliberales.

            Si se niega lo evidente, no hay manera de corregir acciones y estrategias equivocadas. Es cierto que los sucesivos presidentes mexicanos han rehuido la saludable autocrítica, ese ejercicio que permite enmendar errores y fallas, pero el presidente Andrés Manuel López Obrador no sólo se ha exhibido como incapaz de admitir un solo desatino sino que su narcisismo lo hace asegurar que toda crítica a actos u omisiones de su gobierno es de mala fe. Uno de los ejemplos más claros de esa desconexión del mundo fáctico es su reacción ante el frustrado operativo en Culiacán para detener a Ovidio Guzmán.

            Con la aquiescencia del Presidente, un delincuente es puesto en libertad, vándalos destrozan y saquean negocios y dañan la puerta Mariana del Palacio Nacional, facinerosos golpean y humillan a militares y policías, la CNTE impone mediante la coacción una contrarreforma educativa a su gusto. Y, en contraste, alcaldes que sin ejercer violencia alguna piden audiencia son repelidos con gas lacrimógeno.