Cuarta transformación

No hay día que no tengamos muestras de la verdadera índole de la cuarta transformación. Van dos ejemplos recientes.

            EL HUEVO DE LA SERPIENTE. El Presidente ya había llamado deshonestos a los ministros por el monto de su salario y por defender su autonomía constitucional. Además, había anunciado que no aceptaría la invitación a comer con ellos. La injuria y el desdén bastaban para colocarlos en la diana a la cual apuntaría el rencor del pueblo bueno.

            Al salir un automóvil del edificio de la Suprema Corte, a unos cuantos pasos de donde despacha el Presidente, una turba le impidió el avance durante varios minutos. Los agresores golpearon el toldo, el cofre y los vidrios del vehículo, algunos con palos, y le lanzaron botellas. La cáfila aullaba vituperios encendidos de una ira impostada. “¡Traidores! ¡Ratas! ¡Corruptos!” Ante la embestida del grupo, los ocupantes del coche estaban totalmente indefensos. Sólo el mismo vehículo, la carrocería, los protegía de la agresión. La policía nunca llegó a dispersar y detener a los atacantes.

            Tras el suceso, el Presidente tardó una eternidad en decir que las diferencias políticas no justifican la violencia, pero se abstuvo de condenar específicamente el ataque al automóvil en el que los facinerosos creyeron que se encontraba un ministro de la Corte. Como advierte Héctor Aguilar Camín, este incidente puede calificarse como “la primera aparición, en este gobierno, de una turba de supuesto origen popular, característica del fascismo” (Milenio diario, 17 de diciembre).

            Así haya sido un intento fallido, la tentativa de agredir a un ministro es de gravedad mayúscula. Pero, aun si el blanco de la horda hubiera sido otro, el asalto multitudinario a cualquier persona es absolutamente inadmisible y condenable. El silencio del partido gobernante, legisladores incluidos, es ominoso.

            POBRES POR SIEMPRE. En una comparecencia ante senadores, la secretaria de la Función Pública, Irma Sandoval, expresó su convicción de que, como parte de una nueva ética pública, los salarios que se pagan en la iniciativa privada deben reducirse siguiendo las pautas salariales del nuevo gobierno, que, salvo que prospere la acción de inconstitucionalidad contra la nueva ley de remuneraciones, reducirá los sueldos de los burócratas.

            Al día siguiente, la secretaria aseguró que no había dicho lo que dijo —se trató de una fake new, mintió— y el video de su comparecencia desapareció del canal de YouTube del Senado, pero sus palabras quedaron registradas por los medios.

            Al inicio de la entrada “Igualdad” de su admirable Diccionario filosófico, Fernando Savater recuerda la siguiente coplilla:

¡Igualdad!, oigo gritar

al jorobado Torroba.

¿Quiere verse sin joroba

o nos quiere jorobar?

            Como apunta Pascal Beltrán del Río (Excélsior, 17 de diciembre), un gobierno de izquierda tendría que estar interesado en subir los salarios en general y, con ello, lograr más recursos para el Estado en contribuciones, pero los actuales gobernantes parecen estar peleados con el dinero y con quienes lo tienen como producto de su trabajo.

            No se trata, entonces, de mejorar el nivel de vida de los trabajadores, sino de cultivar en los pobres un resentimiento punitivo. Es la postura del pobrismo. El enemigo no es la pobreza, sino los pobres que se esfuerzan por dejar de serlo. El bienestar de los demás debe producirles rencor, pero los pobres no deben aspirar a alcanzarlo para sí mismos.

            Para el pobrismo, los ingresos que excedan de lo estrictamente necesario para vivir son reprobables, aunque sirvan para mejorar la calidad de vida o, como dice Woody Allen, para calmar los nervios. Ese dinero extra es cosa de fifís. Se aumenta en mayor cantidad que la acostumbrada el salario mínimo, que aun así apenas alcanza para subsistir, pero se solicita que nadie pague sueldos atractivos.

            Es decir, el gobierno quiere que los pobres no dejen de serlo: el dinero excesivo es malo per se. Pero, curiosamente, el pobrismo de quienes hoy nos gobiernan no sintió repulsión por los fajos de billetes que René Bejarano obtenía rufianescamente ni se incomoda por contar entre sus filas, entre otros muchos, a individuos como Napoleón Gómez Urrutia, que no son precisamente menesterosos.