El cerebro del crimen

Andrés Roemer

Periódico La Crónica de Hoy, 12 de abril de 2013

Al leer el título, quizá piense que en este artículo se trata del autor intelectual de algún crimen, pero tómelo en sentido literal, ¿qué hay en el cerebro que de hecho hace a algunas personas cometer actos calificados como criminales?, ¿cuáles son sus implicaciones para el mundo actual?, ¿necesitaríamos cambiar algo en el ideal de sistema judicial?

Charles Whitman era un estudiante de ingeniería de la Universidad de Texas en 1966. La mañana del 1 de agosto tomó un arma y se dirigió a la universidad donde mató 13 personas e hirió a otras 32 antes de que un policía le disparara. Lo más extraño del caso es que la noche antes había matado a su madre y a su esposa. En su casa se encontró una nota suicida donde explicaba no saber la razón de sus impulsos violentos últimamente además de pedir una autopsia para clarificar qué ocurría. En el laboratorio se descubrió que Charles tenía un tumor en el cerebro y se piensa que ésa fue la causa de su comportamiento.

Este no es ni el primero ni el último caso que escucharemos de que por causa de alteraciones en el cerebro, el comportamiento se ve alterado. De hecho, basta con ver la esquizofrenia o la enfermedad de Parkinson, en las que alteraciones en la química del cerebro alteran notablemente el comportamiento de la persona, para darnos cuenta. En el caso de Charles, la causa se descubrió y el cambio en el comportamiento fue brutal, pero nos hace pensar en cuántas alteraciones más sutiles puede tener el hombre que causen comportamientos no deseables, es decir, criminales.

Eagleman menciona en su famoso artículo “The brain on trial” (El cerebro a juicio) que si buscamos en la ciencia, encontraremos que existen diferentes factores que influyen en nuestro comportamiento, especialmente uno muy importante: los genes. Hay ciertos genes que nos hacen predispuestos a cierto tipo de comportamiento. Tan es así que se encontró que 98.1% de los condenados a muerte en EU tienen un paquete particular de genes. De hecho, si una persona es portador de este grupo de genes es mucho más propenso a cometer ciertos crímenes que alguien que nos los tiene. Sorprendente ¿no?

Al igual que en la vida, en el debate de si nacemos o nos hacemos no hay blanco y negro y la respuesta yace en el juego de ambas categorías: genes y ambiente. Factores como consumo de drogas, nutrición de la madre, abuso físico y sexual durante la niñez afectan definitivamente el comportamiento de una persona. De la misma manera, eventos durante la vida pueden activar o desactivar genes que se expresen en cierta actividad cerebral que a su vez modifiquen nuestro comportamiento “normal”.

En resumen, el cerebro es un saco de químicos y mecanismos que se ve afectado por todo lo que somos y todo lo que nos rodea, pero es la biología de nuestro cerebro lo que determina ultimadamente nuestro comportamiento.

Con la tecnología actual de neuroimagen se llevan a cabo estudios que identifican las zonas del cerebro que se activan de acuerdo a determinado estímulo y que podrían causar cierto comportamiento. Lo bueno: podemos saber qué partes del cerebro controlan qué emociones o impulsos. Lo limitado: mejoras tecnológicas están todavía en pañales y no podemos saber todavía todos los mecanismos que intervienen en la expresión del comportamiento.

Luego de saber esto, surge una pregunta natural: si nuestro comportamiento está dictado por lo que pasa en nuestro cerebro y lo que pasa en nuestro cerebro está determinado por nuestros genes y nuestro ambiente ¿puede haber responsabilidad o “culpa” cuando alguien comete un crimen? Para contestar a esta pregunta tendríamos que poder aislar qué componentes de nuestras decisiones son debidas al llamado “libre albedrío” y cuáles a todos aquellos que nosotros realmente no decidimos (como los genes y el ambiente).

David Eagleman argumenta que separar estos dos efectos es prácticamente imposible, pues como el comportamiento viene del cerebro y el cerebro está complejamente interconectado (todas sus partes) pues resulta titánico —por no decir imposible— identificar qué región no está influenciada por genes (o todo aquello que nosotros no decidimos), si es que esta región existe.

¿Qué tiene esto que ver con el derecho? Todo. Si no existen o no podemos identificar cuáles acciones son libres y cuáles no, resultaría imposible repartir culpas en un juicio debido a que no habría manera de saber si el crimen fue perpetrado de manera libre o no (es decir, si las decisiones fueron libres). Lo anterior representa un completo giro de timón para el derecho, pues éste tradicionalmente considera que todas las personas tienen la capacidad de comportarse racionalmente y de decidir libremente sus actos. Pero si no es así, si nuestros actos no son libres, entonces ¿no somos responsables?

Eagleman propone que el hecho de si existe o no responsabilidad criminal debería ser irrelevante. Para él, lo importante es evitar el crimen. Así pues, propone un sistema radicalmente diferente y más bien utilitarista en el cual se trata a los “criminales” para que no reincidan (si es posible) y se puedan reintegrar (de nuevo, si es posible). Así, se cambia el “castigo” de la sentencia por tratamiento mental.

Al comprender el cerebro podemos diseñar tratamientos idóneos para cada criminal (porque cada mente es diferente), programas de reinserción social que de verdad eviten la reincidencia delictiva, y programas de incentivos preventivos. Según Eagleman, en el futuro quizá podremos ver al crimen más como una patología que como una mala decisión “libremente” tomada del “criminal”.

Este es un tema fascinante, controversial y de alto impacto, por eso mi motivación de investigar temas de neurociencia y derecho en la Universidad de Berkeley (como senior research fellow). En la medida en que el derecho no se haga de la vista gorda de los avances de la neurociencia y los tome en cuenta, podremos avanzar hacia una sociedad con menos crimen (aunque ¿más justa?, ¿menos punitiva?, ¿más libre?). No tiene que ser la propuesta de Eagleman, pues como él bien lo sabe, puede no funcionar, pero sí nos da un punto de partida para comenzar a (re)pensar en el cerebro del crimen. Ω