El huésped de nochebuena1

Selma Lagerlöf[2]

El pequeño Ruster había vivido en Ekeby como un caballero errante. Componía piezas de música y tocaba la flauta. Era de condición muy humilde; pobre, sin familia ni hogar. No poseía ni caballo ni coche ni pieles con qué abrigarse; ni cesta donde llevar el sustento. Iba a pie, de ciudad en ciudad, con toda su fortuna en un nudo de su pañuelo de algodón, teñido de azul, y con el saco abrochado bajo la barba, a fin de esconder el estado deplorable de su camisa y chaleco. En sus grandes bolsillos transportaba sus bienes más valiosos: una flauta, una botella de aguardiente y los avíos de copiar música.

            Su oficio era el de copista y no le habría faltado quehacer si con el tiempo no se hubiera maleado la profesión. Las guitarras adornadas con cintas, los cuernos de caza con sus borlas y cordones, y los violines, sepultados en sus cajas, no eran más que nidos de polvo, de los que no se acordaba nadie.

            Cuando menos se ocupaba Ruster de la flauta, más atendía a la botella que llevaba el bolsillo; de ese modo, sin darse cuenta de ello, se convertía en un borracho empedernido. Cierto que aún se le recibía bien en todas partes; pero tenía el triste privilegio de turbar la alegría dondequiera que se presentaba. Apestaba a aguardiente, y, en cuanto se bebía dos vasos, tornábase parlanchín y daba en la manía de contar episodios de su infortunio.

            Un año, por Navidad, llegó Ruster a Lofdala, donde vivía el célebre violinista Litjckrona. Había sido éste uno de los «caballeros» de Ekeby hasta que, al morir su hermana mayor, se retiró a Lofdala y se instaló en una de sus fincas más hermosas.

            Pocos días antes de Nochebuena, se presentó Ruster al violinista, y le suplicó que le proporcionara algún trabajo. Litjckrona atendió la súplica, y le confió la copia de varios cuadernos.

            —Más valdría que le hubieses mandado con la música a otra parte— exclamó la mujer del violinista. —¡Verás cómo ese ganapán hambriento se las arregla para prolongar su trabajo y permanecer aquí hasta Nochebuena!

            —En algún sitio ha de pasarla, mujer — repuso Litjckrona.

            Y fue a sentarse junto al copista; le obsequió con aguardiente y se pusieron a charlar de los buenos tiempos pasados en Ekeby. Litjckrona, sin embargo, se sentía molesto; aquel huésped le era muy poco agradable, y tenía que reprimirse por no mostrarle su disgusto; pero las amistades antiguas y la hospitalidad eran para Litjckrona deberes sagrados.

            Tres semanas antes de Nochebuena comenzaron en casa de Litjckrona los preparativos para festejar el nacimiento del Redentor. Amos y criados tenían enrojecidos los ojos de no dormir. ¡Las horas que pasaron ateridos de frío preparando cervezas y carnes! Todos trabajaban, pacientemente, sin proferir una queja. Terminadas aquellas labores, la alegría de la Noche de Navidad les resarciría de tantas fatigas y privaciones.

            Tenía la Navidad aquella virtud; su júbilo inundaba todos los corazones; reinaba el buen humor; los pies aguardaban impacientes el momento de la danza; y quien más quien menos, todos se sentían algo músicos para contribuir a la algarabía general.

            La presencia de Ruster aguaba la fiesta; el copista era la única nota discordante en aquel contento; así opinaban el ama de la casa, sus hijos mayores y los criados.

            Ruster resultaba, decididamente, un pájaro de mal agüero. Y lo temible era que, enzarzados Ruster y Litjckrona en los recuerdos de su vida de bohemios, éste se negara a tocar el violín, y acaso intentara reanudar sus aventuras. Después de los años de vivir en la finca, Litjckrona se había conquistado el cariño de todos, y todos precisamente esperaban la Navidad para oír su violín mágico.

            Litjckrona no necesitaba un sofá ni un sillón mullido para sentarse. Le bastaba un humilde banco de madera junto a la chimenea. Sentado en él, dejaba vagar su imaginación de artista y de hombre de mundo; desde allí hablaba a los criados que le escuchaban absortos en las descripciones que les hacía de la Tierra y las estrellas, planetas y pueblos; y allí dejaba oír sus composiciones musicales más selectas, ante las gentes que le rodeaban fascinadas. Litjckrona era amable y generoso, y todos le adoraban como adoraban las fiestas de Navidad en las que se hacía indispensable el violinista.

            ¡Y aquel año, Ruster perturbaría todo!

            Los criados hicieron cuanto les fue posible, bajo mano, para alejar a Ruster. No querían que el borracho pasara la Noche Santa en aquel hogar religioso, y que, en el día de Navidad, se sentara a la mesa a turbar la alegría de todos.

            El mismo día de Nochebuena, por la mañana, terminó Ruster su trabajo y se aproximó a Litjckrona a comunicarle que se iba, aunque no deseaba tal cosa.

            Convencido Litjckrona de que nadie de su casa veía con buenos ojos la permanencia de Ruster allí, díjole fríamente, por pura fórmula, que ya que se encontraba entre ellos pasara con ellos la Nochebuena. Aquel desdén hirió el orgullo de Ruster; el copista se retorció el bigote y, sin replicar una palabra, se echó hacia atrás su cabellera que le ocultaba la frente.

            —¿Qué quieres decir con esa actitud?— preguntó Litjckrona. —¿Es que te quedas contra tu voluntad por no saber adónde ir?

            —¡Oh, no! Me esperan en la capilla de los talleres de Bro. Me tienen preparado un cordial recibimiento. Habrá vinos en abundancia para celebrar mi llegada.

            —Vete, entonces.

            Después de la comida pusieron a disposición de Ruster un caballo y un trineo, pieles de abrigo y mantas para los pies. Un criado de Lofdala le acompañaría hasta los talleres de Bro. Había que partir en seguida, pues el cielo, muy plomizo, amenazaba una nevada copiosa.

            Nadie creía que Ruster fuera esperado en ninguna parte, pero como todos deseaban que partiera, no pusieron obstáculo a su marcha.

            —Él mismo ha querido irse— decían los criados, convencidos de que, ausente Ruster, renacería la alegría.

            Cuando a las cinco se reunieron en al sala para bailar y tomar el té, Litjckrona estaba pensativo y malhumorado. No se sentó, contra su costumbre, en el banco de madera, ni tomó té ni ponche, ni fue capaz de arrancar una melodía en el violín; sentíase torpe y desmemoriado. Que tocaran y bailasen las danzas que quisieran, pero que no contaran para nada con su cooperación.

            Y sucedió lo que era natural: el malhumor contagió a su mujer, riñeron los niños y la fiesta cambió de aspecto.

            Fue una Nochebuena lamentable. Nevaba copiosamente; el viento arrastraba hasta la sala los copos de nieve y hacía vacilar las luces. El frío era intensísimo. El criado que había acompañado a Ruster no volvía; lloraba la cocinera y las criadas reñían.

            De pronto recordó Litjckrona que no habían echado alpiste a los pájaros, y esto le bastó para que tronara contra las criadas, tan poco piadosas y tan olvidadizas de las viejas costumbres. Las criadas comprendían, sin embargo, que lo que atormentaba realmente al amo era el remordimiento de haber dejado partir a Ruster en Nochebuena. Litjckrona salió repentinamente de la sala, se encerró en su cuarto y empezó a tocar como nunca había tocado desde que abandonó su vida de bohemio. En las notas de su violín vibraban el odio, la ironía, la burla, ¡toda una tempestad del alma!

            —¡No! —decía el gran artista—. —Queríais aprisionarme entre estos muros y no lo conseguiréis; no bastan para ello vuestras cadenas. Queríais, infames, rebajarme a vuestro nivel. Pero el pájaro es libre y huye; me marcho fuera de aquí, al campo abierto. Esclavos de la familia gentes rutinarias, cogedme, si podéis.

            La mujer de Litjckrona oyó aquellas frases vehementes y exclamó:

            —¡Dios mío! Se irá mañana, si tú no lo remedias. Nos empeñamos en arrojar de casa a Ruster y ha ocurrido lo que precisamente queríamos impedir.

            Mientras tanto, marchaba Ruster sobre la nieve, solicitando trabajo de puerta en puerta. No encontró ni un alma caritativa que le invitara a apearse del trineo; unos tenían la casa llena de huéspedes; otros habían de emprender un viaje aquella misma noche, y todos le decían:               —«¡Perdone, hermano!».

            Realmente, la ocasión no podía ser menos oportuna. En cualquier otra época habría sido bien acogido, ¡pero en Nochebuena! En todo el año no hay más que una Navidad, anhelada desde muchos meses antes. ¿Cómo sentar a Ruster a la mesa, sin que los niños se asustaran? En un tiempo fue posible, pero ahora bebía demasiado. ¿Y dónde le albergarían? Las habitaciones de los criados eran muy humildes para él; y las de los amos, sobradamente lujosas para su condición y sus costumbres.

            Ruster continuaba su calvario, bajo la inclemencia del cielo, llamando a cada puerta, sin que le abriese nadie. El bigote húmedo le caía sobre los labios, los ojos le brillaban, y lentamente se disipaba el sopor de la embriaguez que le nublaba el cerebro.

            Empezó a filosofar y se admiró de lo que le ocurría. ¿Era posible que todos le rechazaran? Miróse con los ojos del alma y comprendió cuán digno era de que le compadeciesen, y cómo se había degradado; acabó por darse cuenta de que forzosamente todos debían odiarle.

            —Todo ha concluido— se dijo. —Se acabó el copiar y el tocar la flauta. Nadie me necesita; ninguno se apiada de mí.

            Continuaba nevando lentamente. Ruster cogió un puñado de nieve y lo lanzó al aire; unos copos volaron hacia lo alto y otros cayeron a tierra. Y el copista se dijo:

            —Así es la vida. Mientras se baila todo es animación y júbilo. Como esos copos de nieve, vamos y venimos alegres. Pero ¡ay del que llega al suelo!, no se levanta más. Sólo le aguardan la desesperación y el olvido.

            ¡Qué remedio! Aquél era el destino de todos en la vida. Ahora le correspondía a él.

            Ya no preguntaba al criado adónde le conducía: le parecía seguir el camino de la muerte.

            Marchaba sin maldecir, sin renegar de la música ni de sus costumbres de bohemio. No le pasó por la imaginación el que habría sido más acertado remendar zapatos o consagrarse a la agricultura; lo único que lamentaba era ser un hombre malogrado, incapaz ya de sentir alegría. No achacaba a nadie su desgracia; hay que echar al arroyo las guitarras inútiles. Y de pronto se quedó pensativo; presintió que el frío y el hambre de aquella Nochebuena acabarían con él. Después de todo, sería natural; ¿qué razón tenía para vivir, si era un ente fracasado, sin amigos ni esperanzas?

            El trineo se detuvo de repente y Ruster vio luces alrededor suyo y oyó frases amables y sintió que le conducían a una habitación tibia. Notó que le quitaban las pieles que le abrigaban, y que le saludaban cariñosamente, y que la vida renacía en sus manos heladas al contacto de otras manos que le estrechaban. Tal sorpresa le causó todo aquello, que tardó un cuarto de hora en darse cuenta de lo que le sucedía.

            Se resistía a creer que se hallaba de nuevo en Lofdala; no comprendía que el cochero, cansado de correr por la nieve, hubiera acabado por regresar a la finca, y más aún, que le recibieran de aquella manera en casa de Litjckrona. Sin embargo, era así. Conmovida por el relato de aquella peregrinación en que Ruster encontró cerradas todas las puertas, la dueña de la casa olvidó sus antipatías y se apiadó del pobre copista.

            Encerrado en su cuarto, Litjckrona continuaba tocando el violín, sin saber que Ruster se encontraba en su casa nuevamente, bajo su misma habitación, con su mujer y sus hijos.

            —Ruster— dijo la mujer de Litjckrona —a mi marido le ha dado por tocar el violín; yo he de atender a la comida; los niños se quedarán solos; ¿quieres cuidar de ellos?

            Ruster casi no había tratado con los niños durante su vida de vagabundo por chozas y ventorros, y sentíase cohibido al pensar que acaso no encontraría frases adecuadas para hablar con los pequeños.

            Tocó la flauta y les enseñó a mover los dedos sobre los agujeros y las llaves. Y aquella lección de música parecía interesar mucho a los niños de cuatro a seis años.

            —Éste es el «do» — les decía Ruster —y éste es el «mí».

            Hacía sonar las notas indicadas, y los chicos, a su vez, las ensayaban, empeñados en distinguirlas.

            Luego trajeron una cartilla; sentó Ruster en sus rodillas a dos de los niños, y comenzó a ejercer de maestro de primeras letras. El copista sentíase alegre y satisfecho; la mujer de Litjckrona entraba y salía, atareada en sus quehaceres y sorprendida al escuchar a los niños que repetían riéndose la lección. Ruster deletreaba recordando su excursión a través de la nieve. ¡Qué bien se encontraba ahora! Más todo ha concluido para él. Caído y despreciable, le arrojarían también de aquella casa; y sumido en reflexiones tan tristes, ocultó el rostro entre las manos y lloró amargamente.

            La mujer de Litjckrona corrió hacia él.

            —Ruster — exclamó, comprendiendo la causa de aquellas lágrimas. —Piensas en tu suerte y te crees perdido; la música no da para vivir, y el aguardiente te degrada; pero aún hay remedio.

            —No, no— repetía el flautista entre sollozos.

            —Mira a los niños a tu alrededor; ellos te salvarán. Si les enseñas a leer y a escribir, todo el mundo te querrá, Ruster. Los niños son los instrumentos más agradables para tañer.

            Colocó a los niños frente a Ruster, y éste, avergonzado, no se atrevió a mirarlos, como si esquivara la luz del Sol.

            —Míralos— insistía la mujer de Litjckrona.

            —¡No, no me atrevo!— repetía el flautista.

            La buena mujer soltó la carcajada.

            —Ya te acostumbrarás. Este año vivirás aquí en casa y serás el maestro de los niños.

            Al oír la risa de su mujer, salió Litjckrona de su cuarto.

            —¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?— preguntó, sorprendido de aquella risa.

            —Nada. Que Ruster ha vuelto y acabo de nombrarle profesor de nuestros hijos.

            Litjckrona preguntó asombrado:

            —¿Y te atreves? ¿Y Ruster promete aceptar?

            —No— contestó su mujer—. —Ruster no ha prometido aún nada, pero acepta. Eso sí, tendrá que corregirse de algunos defectillos si ha de permanecer junto a los niños mucho tiempo. A no ser hoy Nochebuena, no se los confiaría. Pero he pensado: si el Señor se atrevió a entregar en manos de nosotros, miserables pecadores, un niño, su propio hijo, bien puedo atreverme yo a procurar que nuestros hijos salven a un hombre.

            Litjckrona permaneció silencioso, mas su semblante adquirió la expresión jovial que reflejaba siempre cuando le llegaba al fondo del alma una alegría. Cogió una mano de su mujer y se la llevó a los labios como un niño que solicita perdón.

            —Hijos— exclamó, —venid y besad la mano de vuestra madre.

            Y entonces empezó, en casa de Litjckrona, la verdadera Nochebuena. Ω

[1] Tomado de: LAGERLÖF, Selma. Cuentos escogidos. España. Altaya. 1995, p. 56-64.
[2] Escritoria sueca (1858-1940), Premio Nobel de Literatura (1909).