Noticias del imperio

Fernando del Paso

XXIII
Castillo de Bouchout

1927
[último monólogo de Carlota]
(fragmento)

Yo soy Mamá Carlota. Ellos, los mexicanos, decidieron que a la tía de Europa, tía de Alberto el Rey de Bélgica, tía de Federico Tercero de Prusia y de su mujer Victoria, de Luis Cuarto el Gran Duque de Hesse y de su mujer Alicia y tía abuela de Guillermo Segundo de Alemania y de Constantino Primero de Grecia y de Haakon Séptimo de Noruega, ellos, los mexicanos, decidieron que a la tía abuela de Jorge Quinto de Inglaterra y de Nicolás Segundo el Zar de todas las Rusias y de Alfonso Trece de España, la iban a llamar Mamá Carlota. Ellos, los mexicanos, me hicieron su madre, y yo los hice mis hijos. Yo soy Mamá Carlota, madre de todos los indios y todos los mestizos, madre de todos los blancos y los cambujos, los negros y los saltapatrases. Yo soy Mamá Carlota, madre de Cuauhtémoc y La Malinche, de Manuel Hidalgo y Benito Juárez, de Sor Juana y de Emiliano Zapata. Porque soy tan mexicana, ya te lo dije, Maximiliano, como todos ellos. Yo no soy francesa, ni belga, ni italiana: soy mexicana porque me cambiaron la sangre en México. Porque allí la tiñeron con palo de Campeche. Porque en México la perfumaron con vainilla. Y soy la madre de todos ellos porque yo, Maximiliano, soy su historia y estoy loca. Y cómo no voy a estarlo si no fue con una jícara de agua de toloache con la que me quisieron enloquecer, no fue con el agua del cenote sagrado, ni con el ololiuque que me dieron en la Calzada de la Viga la tarde en que fui disfrazada al mercado con la Señora Sánchez Navarro para comprar una yerba que me hiciera fértil, no, fue con México, y lo lograron. Fueron sus cielos, sus orquídeas, sus colores, los que me enloquecieron. Fue la luz de sus valles la que me cegó. La frescura de su aire la que me intoxicó. Fueron sus frutas: fueron las guanábanas que me regalaba el Coronel Feliciano Rodríguez y las piñas, los duraznos de Ixmiquilpan los que envenenaron mi alma con su dulzura. Dile, dile a tu madre, Maximiliano, que hoy me voy a Irapuato a comer fresas con la Condesa de Kollonitz, aunque me envenene con ellas. A Napoleón y Eugenia, diles que me voy a San Luis a comer tunas con la Marquesa Calderón de la Barca, aunque me espine la lengua y las manos. Y a tu hermano Francisco José dile que me voy a Acapulco a comer mangos con el Barón de Humboldt aunque me muera de empacho. Sigue leyendo

El huésped de nochebuena1

Selma Lagerlöf[2]

El pequeño Ruster había vivido en Ekeby como un caballero errante. Componía piezas de música y tocaba la flauta. Era de condición muy humilde; pobre, sin familia ni hogar. No poseía ni caballo ni coche ni pieles con qué abrigarse; ni cesta donde llevar el sustento. Iba a pie, de ciudad en ciudad, con toda su fortuna en un nudo de su pañuelo de algodón, teñido de azul, y con el saco abrochado bajo la barba, a fin de esconder el estado deplorable de su camisa y chaleco. En sus grandes bolsillos transportaba sus bienes más valiosos: una flauta, una botella de aguardiente y los avíos de copiar música.

            Su oficio era el de copista y no le habría faltado quehacer si con el tiempo no se hubiera maleado la profesión. Las guitarras adornadas con cintas, los cuernos de caza con sus borlas y cordones, y los violines, sepultados en sus cajas, no eran más que nidos de polvo, de los que no se acordaba nadie. Sigue leyendo