El violador

La violación sexual es uno de los peores crímenes que la vileza puede sustentar. Al imponerle a una persona un coito no consentido, se le lesiona una de las libertades más preciadas y más íntimas: la libertad erótica, específicamente la libertad de decir no a la cópula que no se quiere. La palabra no, dice Octavio Paz, es la palabra sagrada con la que empieza la libertad.

            “Hacer el amor —advierte Alberoni— es un viaje, un descubrimiento, una revelación. Y es como una música que tocamos a dos manos encontrando el acorde entre nuestros cuerpos y nuestras almas… La intensidad, el placer profundo y total, puedes alcanzarlo sólo cuando la mujer con la que estás haciendo el amor es para ti todo el mundo” (Sexo y amor).

            El erotismo, que en sus más altas manifestaciones alcanza el reino de los cielos, implica dar y recibir uno de los deleites más sublimes, y otorga a nuestra sexualidad no sólo su calidad más humana sino una chispa divina. Es una de las experiencias más enriquecedoras espiritualmente. El violador es enemigo de ese erotismo, pues desprecia las preferencias, los sentimientos, los sueños, el albedrío y la dignidad de la víctima.

            “Los agresores sexuales no suelen experimentar ninguna preocupación por los efectos de sus actos”, sostiene María José Beneyto (Violación sexual: entre lo que siente la víctima y lo que piensa el agresor). Pero no sólo: el violador goza con el suplicio de la víctima. “El perpetrador puede experimentar el sadismo que soporta la víctima como algo sexualmente excitante”, observa Joanna Bourke (Los violadores).

            No es que el violador sea insensible al tormento que infiere —sabe que lo inflige, siente que lo causa—, sino que, incapaz de disfrutar el supremo placer de hacer gozar eróticamente a otra persona, es, en el más estricto sentido del término, un miserable, un pobre sujeto que se regodea en el dolor ajeno que él mismo provoca, y al deshumanizar con su proceder a la víctima, porque la trata como a una cosa disponible a su capricho, se deshumaniza a sí mismo. El violador —explican Kurt Weis y Sandra S. Borges— es el hombre fracasado: su éxito se debe a la fuerza bruta y no al atractivo personal (Victimología y violación).

            La violación genera una sombra de congoja difícil de superar, a veces insuperable. Lo expresa desesperadamente un personaje de la magnífica novela de Ethel Krauze sobre el tema: “Yo no sé quién soy, en ese momento estoy muriendo, algo dentro de mí está muriendo, algo que ya nunca más voy a poder recuperar… Desde ese momento, una mancha roja, oscura, café, negra, me ha cubierto y no podré jamás sacármela… violas algo más íntimo que la vagina, una vagina del alma, un himen del espíritu… violas su vergüenza, su asco, su sensación de ir al abismo sin saber cómo detenerse… violas su relación con el mundo, la percepción que tendrá de ahora en adelante de la confianza, de la seguridad, de la vida misma” (Dulce cuchillo).

            Siglos atrás, en una de las obras inmortales de Shakespeare, Lucrecia llora: “Si Tarquino fuese la Noche, en vez de ser únicamente el hijo de la Noche, mancharía a la reina de resplandores plateados, y las estrellas, sus doncellas de confianza, violadas también por él, no osarían mostrarse sobre el seno tenebroso de la noche” (La violación de Lucrecia).

            Hace tiempo que las leyes penales sancionan con la misma penalidad la introducción por vía vaginal o anal, perpetrada por medio de la violencia física o moral, de cualquier objeto o cualquier parte del cuerpo humano distinta del pene. La ratio legis es evidente: la ofensa causada a la víctima en tales casos es similar a la que se le ocasiona con la introducción del miembro viril.

            Me enteré tardíamente de que en el mundo ocurrían sucesos tales como las violaciones porque en casa mis padres no hablaban a los niños de las más deplorables miserias de la existencia: nos envolvían, por decirlo con palabras de Hölderlin, en una nube mágica para que no viéramos demasiado pronto “todo lo mezquino y bárbaro” de la realidad. Al enterarme quedé horrorizado y estupefacto.

            Tener conocimiento de que las violaciones se han cometido desde siempre y se siguen perpetrando no reduce mi estremecimiento, mi indignación ni mi pasmo.