Una lección de Rodin[1]

Stefan Zweig

Tendría yo entonces 25 años, y escribía y estudiaba en París. Mucha gente había ya encomiado mis producciones literarias publicadas, con algunas de las cuales yo mismo me sentía satisfecho. Pero allá, muy en lo hondo de mí, sentía que podía hacerlo mejor aunque no podía determinar dónde estaba la falta.

Un gran hombre me dio entonces una gran lección. Fue uno de esos incidentes, al parecer triviales, que llegan a ser el punto decisivo de una vida.

Una noche en casa de Verhaeren, famoso escritor belga, un pintor algo viejo se lamentaba de la decadencia de las artes plásticas. Belicoso y joven, impugnaba yo con ardor sus puntos de vista. Acaso, le decía, ¿no vive hoy, y en esta misma ciudad, un escultor que se ha colocado a la altura de Miguel Ángel? El pensador y el Balzac de Rodin, ¿no durarían tanto como el mármol en que él los tallo?

Terminada mi estusiasmada explosión, Verhaeren, dándome una amistosa palmada en la espalda, me dijo: “Mañana voy a ver a Rodin. Venga usted conmigo. Quien admira a un hombre tanto como usted, tiene derecho de conocerlo.”

Grande fue mi contento; pero cuando, al día siguiente, Verhaeren me presentó al escultor, no pude decir una palabra. Mientras charlaban los dos viejos amigos, me sentía yo como si fuera un intruso importuno.

Pero los hombres más grandes son los más benévolos. Al despedirnos, Rodin, volviéndose hacia mí, me dijo: “Me imagino que querrá usted conocer algunas de mis esculturas. Temo que aquí haya muy poca cosa. Pero venga a comer conmigo el domingo a Meudon.”

En la modesta casa de campo de Rodin nos sentamos a una mesa pequeña ante una comida casera. La mirada alentadora de sus ojos dulces y la propia sencillez del hombre, pronto curaron mi turbación.

En su estudio, rústica estancia de anchos ventanales, había estatuas terminadas, y centenares de pequeños estudios plásticos: un brazo, una mano, y a veces sólo un dedo o un nudillo; estatuas que había comenzado y abandonado luego; mesas atestadas de bocetos. Aquel lugar hablaba de toda una vida de búsqueda sin tregua y de trabajo.

Rodin vistiose una blusa de lino con la cual parecía transformado en obrero, y se detuvo delante de un pedestal.

—Esta es mi última obra— me dijo, retirando una tela húmeda y dejándome ver un torso femenino, bellamente modelado en arcilla—. Creo que ya está del todo terminada.

Y para mirar mejor, aquel viejo corpulento, de anchos hombros y barba de un gris desteñido, dio un paso hacia atrás: “Sí, creo que ya está terminada.”

Mas, después de un momento de escrutinio, murmuró: “Aquella línea del hombre es aún demasiado dura. Excusez…”

Y tomó una espátula. La madera pasaba suavemente sobre la arcilla blanda dando a la carne un lustre más delicado. Las manos fuertes del artista despertaban ante la vida; sus ojos brillaban. “Allí… Y allí…” Y otra vez cambiaba algo. Dio unos pasos hacia atrás. Luego hizo girar el pedestal emitiendo extraños sonidos guturales. Ora se iluminaban sus ojos de contento; ora fruncía las cejas con disgusto. Amasaba trocitos de arcilla, los añadía a la figura, quitaba parte raspando.

Aquello continuó durante media hora, una hora… Ni una sola vez me dirigió la palabra, olvidado de todo menos de la visión de la forma más sublime que quería crear. Estaba solo con su obra, como Dios el primer día de la creación.

Al fin, lanzando un suspiro de alivio, tiró la espátula y, con la tierna solicitud del hombre que cubre con un chal los hombros de la amada, envolvió el torso en la tela húmeda. Luego dio la vuelta para irse: era otra vez el viejo corpulento.

Un momento antes de llegar a la puerta, advirtiendo mi presencia, clavó en mí la mirada. Solamente entonces recordó y, visiblemente apenado por la descortesía, me dijo: “Pardon, Monsieur, me había olvidado de usted completamente. Pero usted sabe…” Tomé su mano y la estreché agradecido. El maestro tuvo tal vez una vislumbre de lo que en mí pasaba, porque sonrió y me echó el brazo por el hombro cuando salíamos de la pieza.

Esa tarde, en Meudon, aprendí más que en todos mis años de escuela. Siempre he sabido, desde entonces, cómo ha de hacerse toda la labor humana, para que sea buena y valga la pena.

Nada me ha conmovido nunca tanto como el haberme hecho cargo de que pueda un hombre olvidarse tan totalmente del lugar, del tiempo y del mundo. En aquella hora logré captar el secreto de todo arte y de todos los éxitos terrenos: la concentración; la consagración de todas nuestras fuerzas hacia la realización de la propia obra, grande o pequeña; la capacidad de concentrar la propia voluntad, a menudo disipada o dispersa, hacia una sola cosa.

Me di cuenta entonces de lo que hasta esos momentos le hacía falta a mi propia obra: aquel fervor que le hace a uno olvidarse de todo, menos del anhelo de perfección. Todo ser humano debe ser capaz de abismarse totalmente en su tarea. No existe —lo sé ahora— más fórmula mágica. Ω

[1] Tomado de: La clave del inglés escrito, México, Selecciones de Reader’s Digest, 1982, p. 673-676.