Viajar1

(Fragmento)

Herman Melville

En el solitario macizo montañoso de Greylock se encuentra un profundo valle llamado «The Hopper», amplia y reverdecida región olvidada en el corazón de las colinas. Supongamos que una persona nacida en dicho valle no conozca nada de lo que se encuentra más allá, y que un día decida escalar la montaña: ¡con qué emoción contemplaría el paisaje desde la cima! Le apabullaría y hechizaría tanta novedad. Este tipo de experiencia refleja perfectamente el principal placer de viajar. Cada hogar es una suerte de «Hopper» que, por seguro y agradable que sea, aísla a sus habitantes del mundo exterior. Los libros de viaje no satisfacen el ansia: tan solo estimulan el deseo de ver.

            Para ser un buen viajero y obtener del viaje verdadero placer son necesarias varias condiciones. La primera consiste en ser joven y despreocupado, dotado de talento e imaginación: si se carece de estas virtudes, es mejor quedarse en casa. Además, si se viene del Norte, la primera parada deberá hacerse un día hermoso, en un clima tropical, rodeado de palmeras y risueños indígenas alegremente vestidos, y para disfrutar así plenamente de los placeres de la novedad. Si no se poseen estas virtudes y se es además de naturaleza algo amargada, se podría incluso viajar al Paraíso y no lograr con ello ningún placer, pues la alegría es prerrogativa de las naturalezas festivas. Resulta esencial ser un buen paseante, ya que el viajero solo puede obtener placer y conocimiento al descubrir museos, magníficos jardines, catedrales u otros lugares de sosegada visita si posee esta cualidad. Pero el placer de abandonar el hogar, despreocupado, sin otro objetivo más allá del disfrute, también se acompaña del placer de la vuelta al viejo y querido hogar, a la casa a donde, tras un largo viaje, el corazón siempre regresa con gusto, olvidando el peso de sus ansias y preocupaciones.

            No debemos aspirar a un placer puro: tanto el placer como el sufrimiento forman parte del viaje. Tal y como dijo Washington Irving, un viaje por mar, con las emociones, la falta de confort y la forzada disciplina que implica, es una buena introducción a un viaje al extranjero. Pasaremos por alto los pequeños contratiempos, las molestias propias de Egipto e Italia, es decir, las pulgas y otros bichos, por mucho que estos de ningún modo estén dispuestos a pasar por alto al viajero. También el pasaporte es fuente de constante inquietud. Se aprende con rapidez, por los requerimientos oficiales, aquello que se convertirá en una constante: «Abrir el pasaporte es abrir el monedero», y las interminables formalidades al final de cada viaje no hacen más que recordar el suplicio soportado. El acoso y la extorsión de los guías —no solo de los canallas algo toscos, sino también de aquellos que combinan la cortesía más pulida con la vileza más refinada— son otro importante obstáculo al placer, aunque, si se tienen en cuenta las extorsiones mil veces peores que sufren los inmigrantes en nuestro país, debemos reconocer que Europa no es el hogar de todos los picaros. Sin embargo, existe un método infalible para ahorrarse estas preocupaciones: tener los bolsillos llenos. Pague a esos pillos, ríase y siga su camino. También daremos con hombres buenos, honestos y humanos, pero no son mayoría.

            Por lo que atañe a los beneficios del viaje, debemos deshacernos cuanto antes de algunos prejuicios. El noruego que viaja a Nápoles disfruta tanto del clima que hasta olvida las miserias del gobierno. El matador español, que cree ciegamente en el dicho «cruel como un turco», constata en Turquía que las gentes son respetuosas con los animales; admira los caballos dóciles, siempre dispuestos, obedientes, extremadamente inteligentes, que, sin embargo, nunca han sido golpeados; vuelve por tanto a sus corridas con una visión muy diferente de su propia humanidad. El hombre de negocios viaja a Tesalónica y descubre que los infieles son más honrados que los cristianos. El anti-alcohólico militante descubre en Francia un país en el que todo el mundo bebe y nadie está ebrio. Aquel que tiene prejuicios sobre el color de la piel descubre varios cientos de millones de personas de todos los matices de color posibles, de todos los grados de inteligencia, de todos los rangos y medios sociales: generales, jueces, curas, reyes, y aprende a renunciar a su estúpido prejuicio.

            El viaje también abre nuestro espíritu a los detalles. Nuestro enfoque sobre la vestimenta se ve en gran medida modificado, y la noción de confort toma más relevancia. También la barba, estos últimos años, ha retomado su verdadero valor gracias a nuestra experiencia del viaje. En la decoración de nuestras casas se ha sustituido el blanco mortecino por los frescos. Dios es generoso con los colores, y el hombre debería imitarlo.

            El viaje es, para un espíritu noble, como un renacimiento. Tiende a enseñarnos una profunda humildad, ampliando nuestro altruismo hasta abarcar la humanidad al completo.

            Entre sus beneficios secundarios se cuenta el de comprobar, con nuestros propios ojos, los logros más sobrecogedores de la naturaleza o del hombre, y cómo cada individuo los aprecia de distinta forma según su personalidad. Pero podemos valorarlo incluso leyendo y comparando las obras de todos los escritores viajeros. Es lo que hacen los grandes hombres que aspiran a viajar. Richter deseaba ver el mar. Schiller pensaba tanto en el viaje que llenó sus sueños de lejanos paisajes. El doctor Johnson alimentaba el mismo deseo, exagerando incluso las ventajas que este implicaría. Es importante tener alguna facilidad para los idiomas para sacar provecho del viaje, y hablar al menos un francés fluido. En los países del Levante, donde se cruzan todas las naciones, la gente humilde habla media docena de idiomas, y a menudo una persona que se considera bastante culta se ve, en aquellos lares, avergonzada por su ignorancia.

            Se ha barajado la construcción de un enlace directo, por vapor, entre Nueva York y algunos puertos mediterráneos. De esta forma, el viajero podría acceder al viejo mundo por la puerta grande, en lugar de utilizar, como hasta ahora, la entrada trasera. Ω

[1] Tomado de: https://www.isliada.org/libros/viajar-herman-melville/