Zelig1

Benjamin Rosenblatt[2]

El viejo Zelig era mirado con recelo por sus compañeros. Ninguno se dignaba llamarlo “Reb” (‘señor’) Zelig ni anteponer a su nombre el equivalente estadounidense: “Mr.” “El viejo es un barril con agujero”, declaraban sabiamente sus vecinos. “Nunca gasta un centavo y no pertenece a ningún lugar”. Porque “pertenecer”, en el lado oeste de Nueva York, no es de poca importancia. Significa ser miembro de alguna de las numerosas congregaciones. Todo judío decente debe incorporarse a “Una Asociación que Entierre a sus Miembros” para ser proveído cuando menos de un nicho al final del largo camino. Zelig todavía no era miembro de alguna de ellas. “Solitario, como un campanario”, suspiraba su esposa con frecuencia.

            En la tienda de ropa donde trabajaba, él permanecía de pie todos los días empuñando su pesada plancha encima de la tela chirriante sin mirar casi nunca a su alrededor. Los obreros lo despreciaban porque durante una huelga regresó al trabajo después de dos días de ausencia. No podía estar ocioso y temía no recibir el sábado el sobre con su salario.

            Su misma apariencia les parecía extraña a sus compañeros. Su figura era alta y parecía moldeada en hierro fundido. Cuando fijaba estúpidamente su mirada en algo, parecía un Sansón ciego. Su cabello gris era largo y caía en despeinados rizos sobre unos hombros gigantescos que tendían a agacharse. Sus ropas desgastadas colgaban flojamente sobre él, y tanto en verano como en invierno, la misma gorra vieja cubría su enorme cabeza.

            Había pasado la mayor parte de su vida en un pueblo aislado de la Pequeña Rusia[3], donde cultivó la tierra e incluso usó el traje campesino nacional. Cuando su único hijo, un pobre viudo con un niño de doce años, emigró a Estados Unidos, su corazón sangró. Sin embargo, decidió permanecer en su pueblo natal a todo trance y morir ahí. Un día, no obstante, llegó una carta de su hijo diciéndole que estaba enfermo. Esta triste noticia estaba seguida de palabras más alegres: “y tu nieto Moisés va a la escuela pública. Casi es un estadounidense, y no se le obliga a olvidar al Dios de Israel. Pronto será confirmado. Su Bar Mitzvah[4] está cerca”. La esposa de Zelig lloró durante tres días y noches desde que se recibió la carta. El viejo no dijo mucho, pero comenzó a vender sus pocos bienes.

            Enfrentar el mundo fuera de su pueblo fue una agonía para el pobre rústico. Aun así creyó que se acostumbraría al nuevo hogar que su hijo había escogido. Pero el extraño viaje en locomotora y vapor lo turbó de manera terrible, y el clamor de la metrópoli a la que fue arrojado precipitadamente lo aturdió por completo. Con aspecto estúpido miraba el pandemonio, y una petrificación de su ser interior pareció aquejarlo. Se convirtió en un “barril con agujero”. Ninguna chispa de ánimo había en sus ojos. Sólo un pensamiento sobrevivía en su cerebro y un deseo pulsaba en su corazón: ahorrar suficiente dinero para que él y su familia corrieran de regreso a su pueblo natal. Ciego y muerto hacia todo, se movía con un dolor mudo y lacerante en su corazón: añoraba su hogar. Antes de conseguir un empleo estable, caminó diariamente con grandes zancadas a todo lo largo de Manhattan, mientras que los niños e incluso los adultos frecuentemente se desviaban para dejarlo pasar. Parecía un monstruo enorme atravesado por una flecha.

            En la tienda en que finalmente encontró trabajo, los trabajadores le tuvieron miedo al principio, pero finalmente lo vieron como un gigante inofensivo, y más de una vez lo hicieron víctima de sus sarcasmos. De los muchos hombres y mujeres empleados allí, solamente una persona tuvo la distinción de conseguir la amistad del viejo Zelig. Esa persona fue el gentil[5] vigilante de la tienda, un polaco rubio y pequeño de boca grande y ojos asustados. Y muchas fueron las burlas dirigidas a esta tosca pareja. “El grandote parece un elefante”, decía el bromista de la tienda, “pero no le gusta ser alimentado con cacahuates sino con peniques”.[6]

            “Eh, eh, su nariz lo traiciona”, profería el “filósofo” de la tienda, y durante la hora de la comida disertaba así: Vean, el dinero es su sangre. Se priva de comida para tener dólares suficientes para regresar a su hogar: el polaco me lo dijo. ¿Y por qué debería permanecer aquí? La libertad religiosa no significa nada para él, pues nunca va a la sinagoga. ¿Y la libertad de prensa? ¡Bah, él ni siquiera lee el conservador Tageblatt[7]!

            El viejo Zelig enfrentaba tales burlas con estoicismo. Sólo raramente volteaba el blanco de los ojos como en el acto de eyacular, pero pronto contraía las cargadas cejas y fruncía el ceño en una mueca que enfatizaba con un fuerte golpe de su plancha chisporroteante.

            Cuando el espantoso grito de los judíos masacrados en Rusia cruzó el Atlántico, el Gueto de Manhattan desfiló un día por las calles estrechas cubierto de negro. Las calles antes clamorosas estaban sumidas ahora en silencio. Las tiendas y almacenes cerraron. Un lamento de angustia brotaba de cada puerta y ventana. El único que se quedó en su tienda ese día era el viejo Zelig. Sus compañeros de trabajo no lo llamaron para que se uniera a la procesión. Se resintieron por la conducta inapropiada de “este bruto” con los dolientes que desfilaban a paso amortiguado. Y el vigilante gentil informó al día siguiente que, en el momento en que el eco de la música fúnebre resonó desde una calle distante, Zelig se arrancó la gorra grasienta que siempre llevaba, y que, confundido, inmediatamente se la puso de nuevo. Todo el resto del día, relató el polaco con asombro, pareció más salvaje que nunca, y golpeó con su plancha la tela con tal fuerza que temí que el edificio se cayera.

            Pero Zelig hacía poco caso a lo que se decía de él. Dedicaba su existencia a ahorrar sus ganancias, y solamente temía verse obligado a gastar algo de ellas. Más de una vez, su esposa se horrorizó en la oscuridad de la noche con la silueta de Zelig en ropa de dormir, sentado sobre la cama y contando un fajo de billetes de banco que siempre volvía a poner bajo la almohada. Ella frecuentemente le recriminaba su naturaleza mezquina, su rechazo a todas las peticiones aparte de la miseria que daba para los gastos del hogar. Ella suplicó, exhortó, gimió. Invariablemente el respondía: Por mi alma que no tengo un centavo. Ella le señalaba las paredes desnudas, los muebles rotos, la vestimenta miserable de ambos.

            Nuestro hijo está enfermo, se quejó ella. Necesita comida especial y reposo. Y nuestro nieto ya no es un bebé. Pronto necesitará dinero para sus estudios. Oscura es mi vida. Estás matándolos a los dos.

            Zelig perdió el color, sus viejas manos se agitaron de emoción. La pobre mujer creyó que había tenido éxito, pero un momento después él dijo entrecortadamente: Ni un centavo, por mi alma.

            Un día, el viejo Zelig fue buscado en su tienda porque su hijo había tenido repentinamente un ataque grave. Cuando subía las escaleras de su casa, un vecino gritó: Corran por un doctor, el paciente no reacciona. Una voz que parecía salir de una tumba dijo en respuesta: No tengo un centavo, por mi alma.

            El pasillo estaba atestado con los harapientos habitantes de la casa, la mayoría de ellos mujeres y niños. Desde lejos se escuchaba el llanto rítmico de la madre. El viejo se quedó quieto por un momento, como helado desde la raíz del cabello hasta la punta de los dedos. Entonces los vecinos escucharon su balbuceo sepulcral: Tendré que pedir prestado en algún lado, suplicarle a alguien, y se fue bajando las escaleras. Trajo a un doctor, y cuando el nieto le pidió dinero para comprar las medicinas, Zelig le arrebató la receta y echó a correr murmurando: Tendré que pedir prestado, tendré que suplicar.

            Más tarde esa noche, los vecinos escucharon un gemido que salía del departamento del viejo Zelig, y comprendieron que el hijo había dejado de existir.

            El bolsillo de Zelig estaba muy adelgazado. Sacó con dedos paralizados para todos los gastos de sepelio, mirando aturdido a su alrededor. Mecánicamente celebró los ritos hebreos de los muertos, que sus vecinos le enseñaron. Cogió un cuchillo e hizo un corte grande en su raído abrigo. Luego se quitó los zapatos, se sentó en el suelo e inclinó su pobre y vieja cabeza, sin lágrimas, entumecido.

            Los de la tienda se quedaron mirándolo cuando el viejo apareció después de los tres días de ausencia reglamentarios. Ni siquiera el polaco se atrevió a acercársele. Una opacidad parecía cubrir sus ojos antes brillantes; profundas arrugas contraían sus rasgos, y su cuerpo musculoso parecía encogerse si uno lo miraba. A partir de ese día comenzó a privarse de comida más que nunca. La pasión por embarcarse a Rusia, para al fin morir en casa, había perdido poco de su intensidad original. Sin embargo, ahora había algo que como un hilo débil lo ataba al Nuevo Mundo.

            En un pequeño túmulo de la Base Achaim, la “Morada de la Vida”, bajo una tumba grabada con escritura hebrea antigua, una parte de él yacía enterrada. Pero él mantuvo sus pensamientos alejados de ese montículo. ¡Cuánto tiempo había estado ahorrando incansablemente! La edad se le sobrepuso con pasos rápidos. Le quedaban pocas fuerzas para trabajar. ¡Solamente unas semanas más, unos meses más! Y este pensamiento trajo un resplandor de calidez a su cuerpo helado. Incluso condescendía ahora a hablar con su mujer sobre los planes que él tenía para el futuro bienestar de ambos, sobre todo cuando ella revivía sus quejas pecuniarias.

            Ve lo que haz hecho de nosotros, del pobre niño, se quejaba ella con frecuencia señalando a su nieto casi adulto. Desde que dejó la escuela trabaja para ti, y ¿qué va a pasar finalmente?

            Ante esto, el corazón de Zelig se oprimía repentinamente como si hiciera consciencia de algún miedo indefinido y lejano. Sus respuestas acerca de su nieto eran abruptas, incoherentes, como de alguien que replica a una pregunta ininteligible para él y está con el temor constante de que su interlocutor se dé cuenta de ello.

            Amargos recelos sobre el niño comenzaron a mezclarse con las fantasías del anciano. Al principio, difícilmente pensaba en él. El muchacho crecía sin hacer ruido. La oleada siempre creciente de estudios seculares, tan alta en el East Side, atrapó a este chico. Él estaba preparándose silenciosamente para la universidad. En su codicia por acumular la suma que necesitaba, Zelig prestaba poca atención a lo que sucedía a su alrededor. Y ahora, a punto de la victoria, se dio cuenta con miedo creciente de algo que se salía de lo común. Comenzó a sospechar, y una noche escuchó al niño hablando con la abuela sobre su odio al despotismo ruso, sobre su determinación de permanecer en Estados Unidos. El muchacho finalmente pidió a la abuela que suplicara al abuelo que le prometiera a él el dinero necesario para su educación universitaria.

            El viejo Zelig se abalanzó sobre ellos con ojos salvajes. Mucho lo necesitas, estúpido, tronó contra el joven con furia desenfrenada. Continuarás tus estudios en Rusia, ‘durak’[8], estúpido”. Sin embargo, su tímida esposa pareció reunir coraje repentinamente y explotó: Sí, tú tienes que dar tus ahorros para que el muchacho se eduque aquí. Ay de mí, en las universidades rusas no admiten muchachos judíos.

            El rostro de Zelig enrojeció. Se levantó y volvió a sentarse abruptamente. Luego corrió enloquecido, con el brazo levantado y amenazante y elevado hacia el muchacho, en quien vio al formidable enemigo: el enemigo que tanto tiempo había estado temiendo.

            Pero la anciana se interpuso rápidamente con un chillido agudo: Estás loco, mira al niño enfermo; te olvidas de lo que nuestro hijo murió apagándose como una vela temblorosa.

            Esa noche Zelig dio vueltas febrilmente en su cama. No pudo dormir. Por primera vez se dio cuenta de lo que su esposa quería decir al señalar la apariencia enfermiza del niño. Cuando el padre del muchacho murió, el médico dijo que la causa había sido la tuberculosis.

            Se levantó. En su frente brillaban gotas de sudor frío que escurrían por sus mejillas y su barba. Se detuvo pálido y jadeante. Como un sonido de alarma, el pensamiento entró en su mente: el muchacho, ¿qué debería hacerse con el muchacho?

            La noche oscura y azul brillaba a través de las ventanas. Todo estaba envuelto en el silencio de la ciudad, que sin embargo tenía un peculiar y monótono zumbido. En algún lugar, un niño pequeño despertó con un llanto enfermizo que terminó en una tos sofocante. El anciano canoso se movió, y con pasos apresurados se dirigió de puntillas al lugar donde yacía el niño. Por un momento se quedó mirando las facciones enjutas, el cuerpo poco desarrollado del muchacho. Luego levantó una mano y la pasó suavemente sobre el cabello del chico acariciándole las mejillas y la barbilla. El niño abrió los ojos, miró por un momento la figura reseca que se inclinaba sobre él, y de nuevo los cerró con petulancia.

            Odias mirar a tu abuelo, es tu enemigo, ¿eh? La voz del anciano tembló, y sonaba como la del niño que se despierta en la noche. El muchacho no contestó, pero el viejo se dio cuenta de cómo temblaba el cuerpo frágil, cómo rodaban las lágrimas lavando las mejillas hundidas.

            Por unos momentos permaneció mudo, luego su figura se redujo literalmente a la de un niño mientras se inclinaba sobre la oreja del muchacho y susurró roncamente: Estás llorando, ¿eh? Tu abuelo es tu enemigo, ¡estúpido! Mañana te daré el dinero para la universidad. Odias mirar a tu abuelo; él es tu enemigo, ¿eh?

[1] Tomado de The Best American Short Stories of the Century. Coeditado por John Updike y Karina Kenison. Houghton Mifflin Company. U.S.A. 2000. Traducción de José A. Aguilar V para Perseo.

[2] (1880-¿) Escritor ruso-estadounidense.

[3] También ‘Rusia Menor’ o ‘Rus’. Hasta antes del siglo XX, región de Ucrania. (Nota del traductor = NT))

[4] Ceremonia de la religión judía en la que se declara que ya es moralmente responsable de sus actos el varón frente a la comunidad cuando alcanza los trece años de edad. (NT)

[5] No judío. (NT)

[6] “only he likes to be fed on pennies instead of peanuts” en el original. Juego de palabras difícilmente traducible para guardar su auténtico sentido. (NT)

[7] Probablemente, periódico en lengua alemana dirigido a la comunidad judía del Nueva York de entonces. (NT)

[8] Tonto. (NT)