En la celebración del Día de la Patria Vasca, el coordinador de la formación nacionalista Aralar, Patxi Zabaleta, respaldó a los presos de la organización terrorista ETA asegurando que “no son lo mismo los mercenarios de los GAL (Grupos Antiterroristas de Liberación) que los que han luchado por sus convicciones” y pidió la puesta en libertad de los presos “de conciencia” que han sido juzgados “en una jurisdicción de excepción”.
Me parece indispensable salir al paso de declaraciones como esa por razones políticas, jurídicas y éticas. Es insostenible el aserto de que los presos etarras son presos de conciencia. El preso de conciencia es aquel a quien se ha privado de la libertad exclusivamente por expresar sus ideas. Los militantes de ETA que están en prisión han sido condenados por delitos tan graves como el terrorismo, el secuestro, la extorsión y el homicidio. Que hayan asesinado, mutilado, extorsionado o secuestrado por sus convicciones en nada atenúa su responsabilidad. Ninguno de ellos es un preso de conciencia.
Los criminales nazis exterminaron a seis millones de judíos y varios miles de comunistas, demócratas, homosexuales y discapacitados también motivados por sus convicciones. Los dictadores de cualquier signo político que han encarcelado injustificadamente, torturado o privado de la vida a sus opositores también han sido movidos por su ideología. Los gobiernos de inspiración islámica que han esclavizado a las mujeres actúan asimismo convencidos de que esa es la voluntad divina.
Destruir una o muchas vidas, mutilar a una o varias personas, secuestrar o extorsionar son conductas sumamente reprobables que en cualquier sociedad civilizada ameritan un castigo proporcional al bien jurídico lesionado. En una democracia todos tienen derecho a expresar sus ideas y a luchar por ellas, siempre y cuando lo hagan dentro de la ley, pacíficamente y sin lesionar los derechos de terceros.
Ningún asesino es simpático, pero los más repugnantes me parecen aquellos que matan sintiéndose héroes porque lo hacen por la gran causa: la humanidad, la patria, la religión, el partido, la clase social, los ideales políticos. Estos homicidas a veces pasan a las páginas de la historia como héroes o son liberados de responsabilidad jurídica en atención al móvil que los impulsó. Matan sin tener nada personal contra sus víctimas y sin buscar beneficios personales: matan desinteresadamente o, mejor dicho, inspirados por intereses no egoístas sino superiores: la justicia social, la independencia, la felicidad de todos, la verdad, la vida eterna.
Son distintos de los asesinos que matan por despreciables intereses personales. Y como los fines que persiguen son sublimes, elevados, y atañen a valores colectivos indiscutibles, se sienten justificados para exterminar pobres vidas individuales: ¿qué es la vida de unos cuantos individuos comparada con el gran ideal? ¿Qué importa el derecho a vivir de una persona, o de unos cuantos cientos o miles de personas, cuando se les priva de la vida en aras de la utopía? ¿Qué importa que las víctimas sean inocentes, o que sean niños, si los inocentes y los niños del mañana disfrutarán del sueño de los justicieros al fin hecho realidad? Todo se vale a fin de preparar el advenimiento del Reino de los Justos.