Castigo y enmienda

El grito ¡Peña Nieto, asesino!, proferido por manifestantes en la marcha del pasado sábado 8 de este mes, es absolutamente injusto. Penalmente, los culpables de las desapariciones y los asesinatos de los estudiantes normalistas en Iguala y Cocula —los asesinos— son quienes dieron la orden, quienes prestaron ayuda y quienes ejecutaron el crimen. Nadie más.

Otra cosa es la responsabilidad por el ascenso y la permanencia de Abarca en la alcaldía. Políticamente, incurrieron en falta quienes impulsaron su candidatura  y quienes, enterados de sus antecedentes, no se opusieron a ella. Así lo reconoció la directiva del PRD y ofreció una disculpa. No procedió de la misma manera, en cambio, Andrés Manuel López Obrador. Administrativa y políticamente falló el gobernador que no actuó para evitar que la bola de nieve de la colusión entre criminales y autoridades siguiera creciendo. Moralmente, no quedan exentos de culpa quienes enviaron a los normalistas a Iguala a tomar camiones, botear y/o reventar el acto que protagonizaba la mujer del alcalde. Ese pecado es mayúsculo si sabían que en Iguala gobernaban los Macbeth, capaces de cualquier atrocidad. Es inevitable la pregunta de Luis González de Alba (Milenio, 10 de noviembre): ¿quién putas madres envió a los muchachos a la boca del lobo?

Por cierto, el gobierno de Peña Nieto no ha resuelto el problema de la inseguridad, pero desde luego no lo creó.

En un país donde la impunidad es la constante, no es menor el mérito de la Procuraduría General de la República, que ha resuelto esencialmente el caso criminal, aunque no lo ha cerrado, y ha detenido a decenas de probables responsables, no sólo a policías municipales y sicarios sino también al exalcalde, a la cónyuge de éste y a dirigentes de Guerreros Unidos. Pero es comprensible el escepticismo de los padres de los estudiantes desaparecidos. Mientras no se exhiban pruebas científicamente inequívocas de que sus hijos fueron asesinados, así se cuente con el hallazgo de restos humanos en el lugar donde los sicarios han confesado que los asesinaron y quemaron los cadáveres, no los abandonará un soplo de esperanza. Sean cuales fueren las penas que se impongan a los asesinos, a los deudos no les parecerá suficiente por una razón invencible: ningún castigo, por severo que sea, devuelve la vida a quien ha sido privado de ella; ningún castigo, por duro que sea, será proporcional a la espantosa masacre.

Esclarecida básicamente la trama criminal, causa extrañeza que los criminales no previeran que su monstruosidad levantaría en todo el país la exigencia unánime de castigo y movilizaría toda la fuerza del Estado para castigarlos. Tal proceder sólo es comprensible si, como advierte Federico Reyes Heroles (Excélsior, 11 de noviembre), creyeron que, como estaban en México, podían secuestrar, torturar y matar sin que hubiera consecuencias.

Tan importante como castigar el horrendo crimen es trabajar muy en serio para que no se repita algo similar. Además de medidas socioeconómicas para abatir la marginalidad y la miseria, es urgente la supervisión de las autoridades municipales y la transformación radical de nuestras policías, nuestros ministerios públicos y nuestro sistema de justicia penal.