Con los ojos
cerrados y serenos,
la barba
de tres días
y sobre todo
la corona de espinas
Cristo soporta el peso
de su martirio.
Y dice a las mujeres
que lloran:
Llorad por vosotras mismas
y vuestros hijos.
No hay más sangre
que una herida en el cuello,
fruto del roce
con la cruz pesadísima
que un soldado encaja
en los hombros del Galileo.
Van al Lugar de la Calavera.
En hebreo se llama Gólgota.
Cristo es el centro del cuadro,
quizá no su motivo más importante.
Porque tal vez El Bosco no se propuso
(¿cómo saber sus intenciones?)
pintar otro retablo de la Pasión
sino darnos la imagen
del Mal según aflora en el rostro humano.
El tema del rostro
es el eje de este siniestro cuadro hermosísimo.
Verónica retira el paño corriente
en que sudor y sangre imprimieron
para siempre el Divino Rostro.
Pero devora la obra
la multitud de caras terribles.
Barrabás forma la O de un aullido.
Un vómito de furia se derrama
por la boca de un monstruo ya desdentado.
La ira calcina a otro bufón malévolo
y sus labios dibujan estas palabras:
«Si eres el Rey
de los Judíos, ¿será posible
que no te salves a ti mismo?
¿A quién pretendes salvar
si no te libras del tormento y la injuria?»
De improviso rompe las épocas
la presencia de un dominico.
Aliado
a un dignatario adusto,
cara de pato,
amonesta al Ladrón ya muerto.
(Nadie como Hyeronimus van Aeken llamado Bosch
logró pintar ese color plomizo
que a cierta altura de la corrupción
se apodera de los cadáveres.)
Y a la orilla del cuadro los que dan voces:
Crucifícalo, crucifícalo.
(No son
los habitantes de Judea.
El Bosco retrata
la danza de la muerte de la Edad Media
y los demonios más que humanos de Flandes.)
El goce brutal
de quienes piden más y más sangre.
El canalla estremecido de dicha
ante el presente y el futuro martirio.
Y los dos que se asombran.
Nunca sabremos
de qué se asombran.
Pero sabemos en cambio
que sin saber de nosotros
el implacable Bosco nos pintó en este cuadro.
Sólo tenemos que reconocernos.
José Emilio Pacheco