Un decálogo para la renovación de la política
Daniel Innerarity[1]
Como valoro mucho el tiempo de ustedes, no les voy a entretener demasiado con todos los protocolos del agradecimiento y del honor. Simplemente, muchas gracias.
Afortunadamente han pasado ya por esta Comisión personas muy competentes para valorar los aspectos técnicos de una ley tan importante como esta de la transparencia, lo que me libera de entrar en ciertos terrenos de los que no soy especialista.
Celebro que ustedes, aunque solo por unos minutos, hayan decidido tomarse las cosas con filosofía y espero que mis consideraciones les sirvan; confío en que disculpen los hábitos de un oficio que es muy propenso a los matices conceptuales, a poner pegas, señalar los límites de nuestras estrategias, sus posibles efectos indeseados e incluso a ser “políticamente incorrecto”.
Voy a sintetizar mi posición en diez puntos, aun sabiendo que, al menos desde Moisés, esta idea de condensar en un decálogo nuestros deberes no es especialmente original.
1. Entender la crisis política
Algo serio está pasando en la política y no deberían ser ustedes los últimos en enterarse. Seguramente se trata de un proceso complejo y que discurre con tal aceleración que todavía no hemos tenido tiempo suficiente para entenderlo en toda su magnitud. Quien diga que lo tiene todo claro podría ser alguien mucho más inteligente que nosotros, pero lo más probable es que sea un peligro público. Me permito comenzar recomendándoles que pierdan un poco de tiempo, ahora y habitualmente, pensando en lo que nos está pasando en vez de sustituir la reflexión por la agitación. Los buenos diagnósticos son el primer paso hacia las soluciones apropiadas.
La crisis consiste en que la capacidad de innovación de la política es mucho menor que la de otros sistemas sociales y ese desfase suele traducirse en decisiones equivocadas o, con mayor frecuencia en falta de decisiones. Esta torpeza del sistema político coincide con otro desajuste: la sociedad ha aumentado sus exigencias de control y participación, mientras que el sistema político continúa con un estilo de gobierno jerárquico y opaco. Para agravar un poco las cosas, si somos sinceros, deberíamos reconocer que tampoco es que la gente sepa exactamente lo que la política debería hacer; la incertidumbre se ha apoderado de los gobernantes pero también de los gobernados, que podemos indignarnos e incluso sustituirles a ustedes por otros, ya que tenemos la última palabra, pero no siempre tenemos la razón ni disfrutamos de ninguna inmunidad frente a los desconciertos que a todos provoca el mundo actual. Si es malo el elitismo aristocrático también lo es el elitismo popular. Por eso la crisis política en la que nos encontramos no se arregla poniendo a la gente en el lugar de los gobernantes, suprimiendo la dimensión representativa de la democracia. Se trata de que unos y otros, sociedad y sistema político, combatamos juntos la misma incertidumbre.
2. La sociedad de la observación
La exigencia de transparencia es uno de los instrumentos de ese combate. Tiene su origen en aquel principio ilustrado según el cual la vida democrática debería desarrollarse, en expresión de Rousseau, “bajo los ojos del público”, (1969, 970-971). Desde entonces las sociedades han evolucionado mucho y aunque se han vuelto más complejos los problemas a los que se enfrentan y los sistemas de gobierno, las exigencias de publicidad no han disminuido sino todo lo contrario.
La razón de este demanda de transparencia se encuentra en la propia evolución de la sociedad, en virtud de la cual los gobernantes se hacen más vulnerables y dependientes (Rosanvallon 2008, 61). Las tecnologías de la comunicación y la información posibilitan una vigilancia democrática que era impensable en otras épocas de asimetría informativa. “Los viejos mecanismos del poder no funcionan en una sociedad en la que los ciudadanos viven en el mismo entorno informativo que aquellos que los gobiernan” (Giddens 2000, 88). Toda sociedad que se democratiza genera un espacio público correspondiente, es decir, se transforma en un ámbito donde rigen unas nuevas lógicas de observación, vigilancia, voluntad de transparencia, debate y control.
Vivimos en lo que me gusta llamar “sociedad de la observación” (Innerarity 2013) y que consiste en la imparable irrupción de las sociedades en la escena política. Los sistemas políticos son crecientemente, desde el ámbito doméstico hasta el espacio global, lugares públicamente vigilados. Pensemos, por ejemplo, en lo que ha pasado con la política internacional, cómo se ha transformado últimamente después de haberse beneficiado durante mucho tiempo del beneficio de la ignorancia. Los estados podían permitírselo casi todo cuando apenas se sabía lo que hacían. El golpe del ejército soviético en Budapest el año 1956 tuvo menos resistencia que el que se repitió doce años más tarde en Praga; para entonces la televisión había instalado en los hogares europeos y la imagen de los carros desplegados por el Pacto de Varsovia contribuyó a forjar el comienzo de una opinión pública internacional.
La globalización es también un espacio de atención pública que reduce sensiblemente las distancias entre testigos y actores, entre responsables y espectadores, entre uno mismo y los demás. Se configuran así nuevas comunidades transnacionales de protesta y solidaridad. Los nuevos actores, en la medida en que vigilan y denuncian, desestabilizan cada vez más la capacidad del poder para imponerse de forma coercitiva. La humanidad observadora participa directamente en el debate que funda el espacio público mundial y actúa en nombre de una legitimidad universal, de modo que ningún estado puede hacer abstracción de esa mirada posada sobre él.
3. La importancia de ser controlados
Como en otras esferas de la vida, también en la política el hecho de saberse controlados mejora nuestro comportamiento o, al menos, disuade de cometer los errores que tienen su origen en el secreto y la opacidad. Como decía Bentham, la publicidad garantiza la probidad y la fidelidad al interés general, al tiempo que construye una “vigilancia desconfiada” (1999) sobre los gobernantes. Nuestros espacios públicos conocen muchas expresiones de eso que se ha dado en llamar “naming and shaming”: el poder disuasor de la condena, la exposición pública, la denuncia y la vergüenza, que no es un poder omnímodo pero en muchas ocasiones disciplina los comportamientos.
Los sistemas políticos han institucionalizado diversas formas de control y esta ley mejorará sin duda sus efectos. Las instituciones de control son el gran instrumento de la vigilancia democrática. Este Parlamento es uno de ellos en la medida en que tiene entre sus tareas la de controlar la acción del gobierno, pero quisiera subrayar la importancia de otros organismos controladores cuya funcionalidad no depende de una legitimación democrática directa, más aún, que se anquilosan precisamente cuando son manejados como si fueran una mera correa de transmisión de los partidos. Me refiero a los organismos reguladores o encargados del control jurisdiccional (especialmente el Tribunal Constitucional) o a las televisiones públicas que han sido colonizados por los partidos políticos y así no pueden ejercer bien su función independiente. El bipartidismo expansivo genera muchas contradicciones, que no se corrigen por cierto con el multipartidismo, aunque este sea más respetuoso con la pluralidad real de la sociedad. Hace falta una cierta exterioridad con respecto al sistema político para que las funciones de control puedan ejercerse con verdadera imparcialidad e independencia.
4. La necesidad de no ser controlados
Algunas de las personas que han pasado por esta Comisión han llamado la atención sobre los límites de la transparencia y yo quisiera hacerlo ahora sobre uno de sus posibles efectos secundarios. Si acabo de subrayar la importancia de ser controlados, ahora desearía hacerlo sobre la necesidad de no ser controlados, es decir, sobre el empobrecimiento de la vida política cuando el principio de transparencia se absolutiza y convertimos la democracia en una “política en directo”, que se agota en una vigilancia constante e inmediata. Uno de los efectos derivados de la vigilancia extrema sobre los actores políticos es que les lleva a sobreproteger sus acciones y sus discursos. Un ejemplo de ello es el hecho de que muchos políticos, sabiendo que sus menores actos y declaraciones son examinados y difundidos, tienden a encorsetar su comunicación. La democracia está hoy más empobrecida por los discursos que no dicen nada que por el ocultamiento expreso de información. Los políticos deben responder a la exigencia de veracidad, por supuesto, pero también a la de inteligibilidad. Y buena parte del desafecto ciudadano hacia la política se debe no a que ustedes falten a la verdad sino a que no dicen nada y sean tan previsibles.
El principio de transparencia no debe absolutizarse porque la vida política, aunque sea en una pequeña parte, requiere espacios de discreción, como ocurre por cierto con muchas profesiones, como los periodistas, a los que reconocemos el derecho de no revelar sus fuentes, sin lo que no podrían hacer bien su trabajo. No lo defiendan como un privilegio (generalmente las ausencias, los silencios o las ruedas de prensa sin preguntas son injustificables) sino como un espacio de reflexividad para hacer mejor el trabajo que la ciudadanía tiene el derecho de esperar de sus representantes.
Todos ustedes saben mejor que yo cómo determinados acuerdos serían imposibles sin ese espacio de deliberación, si hubieran sido retransmitidas en directo. Existe algo que podríamos denominar los beneficios diplomáticos de la intransparencia. Por supuesto que en este aspecto muchos procedimientos tradicionales están llamados a desaparecer y quien a partir de ahora participe en un proceso diplomático ha de ser consciente de que casi todo terminará por saberse. Pero también es cierto que la exigencia de una transparencia total podría paralizar la acción pública en no pocas ocasiones. Hay compromisos que no pueden alcanzarse con luz y taquígrafos, lo que suele provocar que los actores radicalicen sus posiciones. Un ejemplo reciente de ello es la exigencia planteada por el movimiento italiano Cinco Estrellas de que sus negociaciones con el Partido Democrático fueran retransmitidas por streaming. Todos entendimos en aquel momento que dicha exigencia significaba que no iba a haber acuerdo. No me parece exagerado formular el principio de que reunión retransmitida, reunión poco deliberativa. Probablemente comisiones como esta en la que nos encontramos tengan mucha más calidad deliberativa que los rituales semanales del pleno de control inminente mundo sin doblez ni zonas de sombra, la distinción entre escenarios y bastidores sigue siendo necesaria para la política.
5. ¿Transparencia o publicidad?
La transparencia es, sin duda, uno de los principales valores democráticos, gracias a la cual la ciudadanía puede controlar la actividad de sus cargos electos, verificar el respeto a los procedimientos legales, comprender los procesos de decisión y confiar en las instituciones políticas. Por eso no es extraño que haya ejercido un poder de fascinación que a veces dificulta el análisis de su significación, la reflexión sobre contenido y sus límites o efectos indeseados. El principio de transparencia tiene tal estatuto indiscutible que se puede permitir el lujo de ser borroso e inconcreto. No deberíamos considerar la transparencia como norma única de nuestra acción sobre la realidad social, aun admitiendo que proviene de un deseo legítimo de democratizar el poder.
Por esta razón prefiero hablar de publicidad y justificación, que son principios más exigentes que el de transparencia. Mientras que la transparencia pretende una visibilidad continua, la publicidad es por definición limitada y delimitada. Si asistimos hoy perplejos o asustados a esa performance de rodear el Congreso o al acoso (escraches) que llevan la protesta legítima hasta los espacios privados tal vez sea porque reina una gran confusión a propósito de la distinción entre lo público y lo privado; hemos sembrado una idea de transparencia que da a entender una visibilidad continua sobre las personas en lugar de un principio de publicidad que es esencialmente limitado a los actos que tienen sentido político y en los espacios de dominio público, permitiendo así ámbitos de intimidad y vida privada, de secreto incluso. Por otro lado, mientras que la transparencia suele contentarse con la puesta a disposición de los datos, la publicidad exige que esos datos sean configurados como información inteligible por la ciudadanía. La transparencia no presupone un acceso real a la información. Por el contrario, la publicidad significa que la información es difundida realmente, que es tomada en cuenta y que participa en la formación de puntos de vista. Porque es una ilusión pensar que basta con que los datos sean públicos para que reine la verdad en política, los poderes se desnuden y la ciudadanía comprenda lo que realmente pasa. Además del acceso a los datos públicos, está la cuestión de su significado. Poner en la red grandes cantidades de datos y documentos no basta para hacer más inteligible la acción pública: hay que interpretarlos, entender las condiciones en las que han sido producidos, sin olvidar que generalmente no dan cuenta más que de una parte de la realidad. La transparencia es condición necesaria de la publicidad, pero no la garantiza. Esta es la razón de que pueda haber disponibilidad potencial de información pero falta de publicidad real por muy diversas razones: por falta de mediadores (como los medios de comunicación) o por limitaciones de orden cognitivo (Naurin 2006, 91-92).
6. La proximidad escenificada
La sensación de fatiga que ofrece nuestro entramado institucional merece reflexiones profundas. Se trata de una crisis a la que no se hace frente con remedios tecnológicos o simulando una mayor cercanía hacia la sociedad, bajándose el sueldo o aumentando su presencia en las redes sociales. Los mejores métodos de marketing no son suficientes para superar los malentendidos y desconfianzas que han surgido últimamente entre la ciudadanía y sus representantes. Todo esto puede ser conveniente, incluso imprescindible, pero lo que deberíamos entender todos es que estamos ante unas transformaciones de la política que, de entrada, deben ser bien comprendidas y, después, han de traducirse en adecuados procedimientos de gobierno.
El remedio universal que se ofrece para nuestros males políticos es la receta de la proximidad. La cercanía, real o simulada, es invocada contra el mal político absoluto que es la distancia. Las nuevas tecnologías de la información y la comunicación aparecen como instancias de salvación en este naufragio de desconfianza. Estoy absolutamente a favor de que exploremos ese territorio, simplemente quisiera que lo hiciéramos conscientes de que la comunicación digital tiene unas capacidades ilusorias (Rheingold 1993). Ya están inventados y han agotado su virtualidad de legitimación esos dispositivos que simulan una conexión mandando un mensaje al presidente, que responde automática e instantáneamente y le agradece su opinión. No, la verdadera comunicación entre representantes y representados se ejerce de otra forma, sin excluir este tipo de procedimientos. Una cosa es la transparencia y otra bien distinta el exhibicionismo. La impresión de mendacidad de los políticos no es falta de sinceridad sino consecuencia de su continua escenificación, que la gente percibe. Una vez más creo que harían bien en repensar cuál es su función real en una sociedad democrática, aunque tal vez eso les exija abandonar el papel que sus adscripciones partidarias les obligan a desempeñar en el escenario político.
7. Contra la inmediatez política
La contraposición entre las élites y el pueblo se ofrece como un esquema explicativo que sirve para casi todo (incluido el que las cosas continúen como hasta ahora). No seré yo quien desaconseje reducir ese alejamiento con los medios que tienen a su disposición y que esta Ley proporciona abundantemente. Me limito a decirles que la proximidad es algo más radical y por eso mismo compatible con una forma de construcción representativa de la voluntad popular que no se convierta en seguidismo de lo más ruidoso e inmediato. Padecemos una forma de configurar nuestras agendas políticas que carece de dirección y coherencia no porque esté secuestrada por unas élites conspirativas sino, muy al contrario, porque no acierta a despegarse de la agitación cotidiana.
Puede que estemos confundiendo la voluntad general con el pulso diario en una especie de “democracia meteorológica”, en la que las encuestas de opinión o la opinión publicada son como los mapas del tiempo que nos permiten decidir si salimos hoy a la calle con abrigo, paraguas o manga corta, es decir, si hacemos un decreto ley, lanzamos un determinado mensaje o desaparecemos de la escena. No olvidemos que nuestra falta de anticipación colectiva frente a la crisis económica no fue debida a una “falta de proximidad” con la sociedad, sino a este cortoplacismo que estableció un encadenamiento fatal (con distintos grados de responsabilidad, por supuesto) entre la falta de visión de los gobernantes, el deseo de beneficios de las instituciones financieras, la irresponsabilidad de los organismos controladores y los hábitos de los consumidores.
Necesitamos un sistema político cuyos agentes escuchen realmente a todos: a las voces más ruidosas y a los murmullos más profundos, que atiendan las urgencias del momento pero no descuiden la anticipación del futuro, que equilibren adecuadamente el corto y el largo plazo.
8. Contra la beatería digital
Los medios digitales son los principales facilitadores de esa instantaneidad e inmediatez que tiene unos efectos ambiguos sobre el sistema político. Las nuevas tecnologías facilitan el voto electrónico, la opinión en tiempo real, la interactividad, las consultas, pero pueden inhibir otras prácticas democráticas más lentas y deliberativas. Ciertas visiones deterministas de una tecnología sobrevalorada han llamado la atención únicamente sobre los efectos positivos de las nuevas tecnologías, pero ahora estamos en condiciones de advertir, contra cierta beatería digital, algunas de sus limitaciones.
Mientras que internet puede ser un medio potente de auto-expresión, habría que ver hasta qué punto es efectivo para la acción colectiva. El devenir de la primavera árabe no es muy alentadora a este respecto, lo que se evidencia también en los resultados más bien mediocres de algunas experiencias de democracia directa en diversos lugares del mundo.
Está todavía por ver que internet sea siempre y necesariamente un elemento de igualdad y democratización. Algunos estudios recientes indican que internet amplifica las voces de aquellos que ya son aventajados o produce a su vez nuevas élites (Davis 1999). La idea de que internet está incrementando la participación es poco verosímil. Lo que está teniendo lugar es una democratización de las élites; internet aparece como un recurso complementario para quienes ya están comprometidos en los asuntos públicos. Se trata de un proceso que puede incluso aumentar la brecha que existe entre las personas políticamente activas e inactivas de la sociedad.
Los seres humanos tenemos una torpe propensión a plantear soluciones tecnológicas para problemas políticos. Ya que estamos en una institución parlamentaria me parece interesante traer a colación un precedente histórico de la colisión entre las prácticas tecnológicas en la historia de nuestras democracias. “Revolutionary vote recorder” fue el primer invento de Thomas Edison pensado para que los congresistas de Washington pudieran votar mediante un interruptor desde su escaño. Los congresistas rechazaron el invento por considerarlo demasiado rápido y, por consiguiente, un enemigo de las minorías que sólo gracias a la lentitud de las deliberaciones podían hacer valer sus puntos de vista (Josephson 1959, 65). Es sólo una anécdota, que me recuerda aquella conferencia que pronunció Habermas en esta Cámara el año 1984 en la que desaconsejaba que las discusiones parlamentarias fueran retransmitidas en directo (Habermas 1988). Seguramente se trataba de una recomendación imposible, pero quedémonos con la lógica que tiene su advertencia: la inmediatez comunicativa no es siempre la solución y algunas veces se convierte en el problema.
9. El valor de las mediaciones
Además de límites, la transparencia puede tener efectos perversos. No son pocos los que han advertido que internet se puede convertir en un instrumento de opacidad: el aumento de los datos suministrados a los ciudadanos complica su trabajo de vigilancia (Fung/Weil 2007). ¿Cómo puede la ciudadanía realizar bien esa tarea de control sobre el poder?
Es una ilusión pensar que podemos controlar el espacio público sin instituciones que medien, canalicen y representen la opinión pública y el interés general. Lo que ocurre hoy en día es que el descrédito de alguna de esas mediaciones nos ha seducido con la idea de que democratizar es desintermediar; algunos se empeñan —con una lógica similar a la empleada por los neoliberales para desmontar el espacio público en beneficio de un mercado transparente— en criticar nuestras democracias imperfectas a partir del modelo de una democracia directa, articulada por los movimientos sociales espontáneos, desde el libre juego de la comunidad online y más allá de la de las limitaciones de la democracia representativa. Se ha instalado el lugar común de que periodistas, gobiernos, parlamentos y políticos son prescindibles, cuando simplemente son algo mejorable.
Estoy convencido de que con esta disposición nos equivocamos, lo que no significa que el trabajo de mediación que tales profesionales realizan sea siempre satisfactorio. En alguna de las sesiones de esta Comisión han discutido ustedes acerca de la fe en la democracia representativa; en ocasiones he oído declaraciones de escepticismo en boca de periodistas. En la democracia contemporánea los ciudadanos no podríamos aclararnos con lo que pasa y mucho menos impugnar cuanto nos parezca merecedor de reproche sin la mediación entre otros, de políticos y periodistas, a los que debemos, pese a sus muchos errores, algunas de nuestras mejores conquistas democráticas.
Las sociedades avanzadas reclaman con toda razón un mayor y más fácil acceso a la información. Pero la abundancia de datos no garantiza vigilancia democrática; para ello hace falta, además, movilizar comunidades de intérpretes capaces de darles un contexto, un sentido y una valoración crítica. Separar lo esencial de lo anecdótico, analizar y situar en una perspectiva adecuada los datos exige mediadores que dispongan de tiempo y competencias cognitivas. Los partidos políticos (otra de nuestras instituciones que necesitan una renovación) son un instrumento imprescindible para reducir esa complejidad. En este trabajo de interpretación de la realidad también son inevitables los periodistas, cuyo trabajo no va a ser superfluo en la era de internet sino todo lo contrario. Los periodistas están llamados a jugar un papel importante en esta mediación cognitiva para interesar a la gente, animar el debate público y descifrar la complejidad del mundo (Rosanvallon 2008, 342). Pero estoy defendiendo la necesidad cognitiva del sistema político y de los medios de comunicación y no a sus representantes que, como todos, también son manifiestamente mejorables.
10. ¿El poder para la gente?
La democracia es el poder de los ciudadanos. En este punto coincidimos todos, aunque ya no lo estaremos tanto en relación con lo que esto significa en una democracia compleja. La Ley de transparencia que pretenden aprobar es un delicado equilibrio entre todas estas tensiones.
En la cultura política contemporánea se ha instalado un cierto lugar común que entiende la profundización en la democracia como más participación directa y un cuestionamiento de la representatividad. A mi juicio, esta contraposición entre las élites y las masas es un esquema que apenas explica lo que está pasando aunque proporcione la tranquilidad de quien se siente ideológicamente orientado. Hay quien está tratando de hacer con los movimientos sociales algo similar a lo que los neoliberales pretendían encontrar en la sabiduría de las masas neoliberal: un sentido común no corrompido en la espontaneidad de la indignación o en la autorregulación de las fuerzas del mercado. La teoría de las “elites extractivas” irresponsabiliza a la sociedad del mismo modo que los elitistas intentan hacerlo con los dirigentes.
El sujeto último del gobierno es el pueblo, pero el pueblo no se da ni es operativo más que de modo representativo. De entrada, la apelación al “pueblo” que hacen todos los agentes políticos, las hacen precisamente eso, “todos”, y por tanto el pueblo, la gente, no es algo objetivo, sino una realidad compleja que ustedes representan pluralmente, en competición democrática abierta, aunque a veces se dejen llevar por ciertos impulsos monopolísticos y haya quien presuma en exceso de representar a la clase trabajadora, el interés nacional o se designe a sí mismo como popular.
De la crisis política que estamos atravesando no se sale con más participación ciudadana pero tampoco con menos, sino mejorando la interacción entre ambos niveles de la construcción democrática. Hay muchos asuntos que tienen que ser resueltos por el sistema político y para lo que éste dispone de una confianza ciudadana delegada. Las funciones que deben llevar a cabo los representantes no se pueden subcontratar, ni siquiera en el pueblo. El “outsourcing” populista es una dejación de responsabilidad que suele dar resultados desastrosos; lo razonable es que esa relación se ejerza en términos de exigencia de responsabilidad, dación de cuentas y justificación.
Esforcémonos en proporcionar una capacidad efectiva de controlar, pero no contribuyamos a debilitar la política cuestionando su naturaleza representativa. Tanta delegación como sea inevitable y tanto control como sea posible, este sería mi consejo. El control ciudadano no resulta fácil en las actuales condiciones de complejidad, pero tiene que ser facilitado expresamente para que no se convierta en un principio vacío. Cuanto más se pongan ustedes en manos del control ciudadano (que en una democracia avanzada se realiza por medio del control parlamentario, la opinión pública, los organismos de supervisión o regulación y la sanción electoral), más capaces serán de detener ese desafecto que, en los actuales niveles, empobrece la calidad de nuestra democracia. Esto es algo que se lleva a cabo a través de las elecciones, los mandatos, las supervisiones y las sanciones, entre las cuales la más importante políticamente hablando es la posibilidad de mandarles a casa y elegir a otros. No se trata tanto de decir a los políticos en todo momento, como si fueran meros ventrílocuos de la sociedad, lo que tienen que hacer, del mismo modo que tampoco ellos (ustedes) tienen el derecho de prescribirnos la opinión que nos merecen. Ω
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Rousseau, Jean Jacques (1969) “Considérations sur le Gouvernement de Pologne”, en Œuvres complètes III, Paris: Gallimard.
[1] Catedrático de Filosofía Política, Investigador “Ikerbasque” en la Universidad del País Vasco y Director del Instituto de Gobernanza Democrática