El lugar del juicio21

Somerset Maugham

Ellos esperaban su turno con paciencia, pero la paciencia no era nada nuevo para ellos; la habían practicado, los tres, con severa determinación, durante treinta años. Sus vidas habían sido una larga preparación para este momento y esperaban lo que venía ahora, si no con confianza en ellos mismos, lo que estaría fuera de lugar en ocasión tan terrible, sí en todo caso con esperanza y valor.

Habían tomado el camino estrecho y angosto cuando todas las praderas floridas del pecado se habían extendido tan tentadoramente frente a ellos; con las cabezas en alto, pero con los corazones rotos, habían resistido la tentación, y, ahora, completado su arduo camino, esperaban su recompensa. No había necesidad de que hablaran entre ellos, ya que cada uno sabía los pensamientos de los otros, y sentían que la misma emoción de alivio llenaba de gratitud sus tres almas incorpóreas. ¡Con qué angustia se retorcerían ahora si hubieran cedido ante la pasión que entonces les había parecido inicialmente irresistible, y qué locura habría sido que por unos pocos años de gozo hubiesen sacrificado la Vida Eterna que con luz tan radiante brillaba por fin delante de ellos! Se sentían como los hombres que escapan, por un pelo, de una muerte repentina y violenta, y se tocan las piernas y las manos, y que, incapaces de saber si están vivos o están muertos, miran alrededor con asombro. Nada habían hecho que pudieran reprocharse, y cuando ahora sus ángeles vinieron y les dijeron que el momento había llegado, avanzaron, ya que habían pasado por el mundo, que ahora estaba tan atrás, felizmente conscientes de que habían cumplido con su deber. Se detuvieron un poco, a un lado, porque la aglomeración era mucha. Una guerra terrible estaba en marcha, y durante años, soldados de todas las naciones, hombres en la gloria de su galante juventud, habían marchado en procesión interminable hacia el lugar del juicio; mujeres y niños también, cuyas vidas habían terminado espantosamente por la violencia, o, peor todavía, por el dolor, la enfermedad y el hambre; y en las cortes del cielo había no poca confusión.

Fue a causa de esta guerra, también, que esos tres pálidos y temblorosos fantasmas estaban a la espera de su destino. Porque Juan y María iban de pasajeros en un barco que fue hundido por un torpedo de un submarino; y Ruth, quebrantada su salud por el arduo trabajo al que tan noblemente se había consagrado, al enterarse de la muerte del hombre al que había amado con todo su corazón, sucumbió a ese golpe y murió. De hecho, Juan podría haberse salvado si no hubiera tratado de salvar a su esposa, a la que había odiado desde lo profundo de su alma durante treinta años, pero él había cumplido siempre con su deber hacia ella, y ahora, en el momento de peligro terrible, nunca se le ocurrió que podía hacer otra cosa.

Por fin, sus ángeles los tomaron de la mano y los llevaron a la Presencia. Por un rato, el Eterno no se dio cuenta de ellos. La verdad sea dicha, Él estaba de mal humor. Un momento antes había llegado a juicio un filósofo, que había fallecido cargado de años y de honores, quien había dicho al Eterno en su cara que él no creía en Él. No era esto lo que había perturbado la tranquilidad del Rey de Reyes, lo cual sólo podría haberlo hecho sonreír, pero el filósofo, tomando quizá una ventaja injusta de los sucesos lamentables que en ese momento aquejaban a la Tierra, le había preguntado cómo era posible conciliar, considerando desapasionadamente tales sucesos, su Infinito Poder con su Infinita Bondad.

            —Nadie puede negar la existencia del mal— dijo el filósofo sentenciosamente. —Entonces, si Dios no puede impedir el mal, no es todopoderoso; y si puede evitarlo, pero no lo evita, no es infinitamente bueno.

Por supuesto, este argumento no era nuevo para el Omnisciente, pero siempre se había negado a considerar el asunto; porque el hecho era que, a pesar de que lo sabía todo, no conocía la respuesta a esto. Ni siquiera Dios puede hacer que dos y dos sean cinco. Pero el filósofo, forzando su ventaja, y, como hacen los filósofos frecuentemente, derivando de una premisa razonable una inferencia injustificada, terminó con una declaración que en las circunstancias actuales seguramente era absurda. —No voy a creer— dijo —en un Dios que no es ni Todopoderoso ni Infinitamente Bueno.

Tal vez no fue sin alivio que el Eterno desvió su atención hacia las tres sombras que humildes, pero con esperanza, estaban frente a él. Mientras están vivos, los seres humanos, con tan poco tiempo de vida frente a ellos, hablan demasiado cuando hablan de sí mismos; pero los muertos, con la eternidad ante ellos, son tan prolijos que sólo los ángeles pueden escucharlos con paciencia. Pero esta es la historia que aquellos tres relataron:

Juan y María habían estado felizmente casados por cinco años, y, hasta que Juan conoció a Ruth, se amaron, como la mayoría de las parejas casadas lo hacen, con afecto sincero y respeto mutuo. Ruth tenía dieciocho años, diez menos que él, y era un animal encantador y elegante, de una belleza fulminante y arrolladora; era tan limpia de mente como de cuerpo, y, deseosa de obtener la felicidad natural de la vida, era capaz de alcanzar la grandeza que constituye la belleza espiritual. Juan se enamoró de ella y ella de él. Pero no era ordinaria la pasión que se apoderó de ellos; era algo tan abrumador que sentían que la larga historia del mundo sólo tenía significado porque había conducido al tiempo y al lugar en que se habían encontrado. Se amaban como lo hicieron Daphnis y Chloe o como Paolo y Francesca. Pero después del primer momento de éxtasis en que descubrieron su amor recíproco, quedaron consternados. Eran personas decentes y se respetaban a sí mismos, respetaban las creencias en que habían sido educados y a la sociedad en la que vivían. ¿Cómo podía él traicionar a una muchacha inocente, y qué tenía que hacer ella con un hombre casado?

Luego se dieron cuenta de que María había descubierto el amor que se tenían. El cariño confiado que ella había brindado a su marido sufrió una sacudida; y se dieron cuenta de que María estaba al tanto de su amor. El cariño confiado que había brindado a su marido sufrió una sacudida, y surgieron en ella sentimientos de los que nunca se sintió capaz: celos y miedo de que él la abandonara, rabia porque su lugar en el corazón de él estaba amenazado, y una extraña hambre del alma que era más dolorosa que el amor. Sintió que moriría si él la dejaba; y sin embargo sabía que el amor había llegado a él y no porque él lo hubiese buscado. No lo culpaba. Rezó pidiendo fortaleza; en silencio lloró lágrimas amargas. Juan  y Ruth la vieron languidecer ante sus ojos. La lucha fue larga y amarga. A veces el corazón se les sobrecogió y sintieron que no podían resistirse a la pasión que ardía en la médula de sus huesos. Resistieron. Lucharon contra el mal como Jacob lo hizo con el Ángel del Señor, y, finalmente, triunfaron. Con el corazón destrozado, pero orgullosos en su inocencia, se separaron. Ofrecieron a Dios, como en sacrificio, sus esperanzas y su felicidad, el gozo de vivir y la belleza del mundo.

Ruth había amado a Juan tan apasionadamente como para no volver a amar otra vez, y, con el corazón vuelto piedra, se consagró a Dios y a las buenas obras. Fue infatigable. Atendió a los enfermos y ayudó a los pobres. Fundó orfanatos y manejó instituciones de caridad. Y, poco a poco, su belleza, que ya no le importó, desapareció; y su rostro se volvió duro como su corazón. Su religión era feroz y estrecha; su misma bondad era cruel, ya que no estaba fundada en el amor sino en la razón; ella se tornó dominante, intolerante y vengativa. Y Juan, con resignación, pero triste y enojado, se arrastró a lo largo de los años fatigosos esperando la liberación de la muerte. La vida perdió significado para él; había hecho su esfuerzo y, al vencer, había sido vencido. La única emoción que mantuvo fue el odio incesante y secreto hacia su esposa. La trató con bondad y consideración; hizo todo lo que se espera de un caballero cristiano. Cumplió con su deber. María, una esposa buena, leal y (es necesario decirlo) excepcional,  nunca pensó en reprochar a su esposo la locura que se había apoderado de él; pero al mismo tiempo no podía perdonarlo a pesar  del sacrificio que había hecho por ella. Se volvió agria y quejumbrosa. Aunque se odiaba por ello, no podía evitar decirle a su marido lo que ella sabía que lo lastimaba. Estaba dispuesta a sacrificar la vida por él, pero no podía soportar que él hubiese disfrutado de felicidad en un momento en que ella se sintió tan desgraciada que cien veces había deseado estar muerta. Bueno, ahora lo estaba y ellos también. Gris y monótona había sido la vida, pero ya había pasado; no habían pecado y ahora su recompensa estaba a la mano.

Terminaron su relato y ahora era el silencio. Era el silencio en todas las cortes del Cielo. —Vayan al infierno—, fueron las palabras que vinieron a los labios del Eterno, pero no llegó a pronunciarlas porque tenían un sentido coloquial que, como lo pensó acertadamente, era inapropiado para la solemnidad de la ocasión. Y esa sentencia tampoco era justa según los méritos del caso. Pero sus cejas se oscurecieron. Se preguntó si era para esto que Él había hecho que el Sol brillara en el mar inmenso y que la nieve resplandeciera en las cumbres. ¿Era para esto que los arroyos cantaban alegremente mientras se derramaban por las laderas y el maíz dorado ondeaba en la brisa de la tarde?

Algunas veces creo—, dijo el Eterno, que las estrellas nunca brillan mejor que cuando se reflejan en las aguas turbias de una zanja.

Pero las tres sombras permanecían frente a él, y, ahora que habían revelado su desgraciada historia, no podían evitar cierta satisfacción. Había sido una lucha amarga, pero habían hecho lo que debían. El Eterno sopló levemente, como un hombre sopla un cerillo encendido, y, ¡he aquí!, donde antes se encontraban las tres pobres almas ya no había nada. El Eterno las había aniquilado.

            —Frecuentemente me pregunto por qué los seres humanos piensan que Yo doy mucha importancia a los extravíos sexuales— dijo Él. —Si leyeran mis obras con más atención, se darían cuenta de que siempre he tenido simpatía a esa forma particular de la fragilidad humana.

Luego se volvió hacia el filósofo, quien todavía estaba esperando respuesta a las observaciones que había hecho. —No puede usted sino admitir— dijo el Eterno — que en esta ocasión he combinado felizmente mi Omnipotencia con mi Bondad Infinita.  Ω


[1] Traducción de José A. Aguilar V. del relato publicado en: http://majorityoftwo.blogspot.mx/2008/11/judgment-seat.html