Azorín
Ya creo que he dicho que mi tío Antonio padecía la misma enfermedad —el mal
de piedra— que otro célebre y amable escéptico: Montaigne. Mi tío murió como un hombre bueno y sencillo: hizo todo lo que pudo por ahorrar a los que le rodeaban el espectáculo de su dolor. “Cosa imperfectísima me parece —decía Santa Teresa— este aullar y quejar siempre, y enflaquecer el habla, haciéndola de enfermo; aunque lo estéis, si podéis más, no lo hagáis, por amor de Dios.” Hay almas superiores que saben tener este gesto supremo en sus angustias: mi tío fue de estas almas. Padeció atrozmente en sus últimos días; él decía que era como si tuviera cerca “unos perricos que venían a morderle”. Y cuando, de rato en rato, sentía los crueles y abrumadores aguijonazos en la vejiga, él intentaba sonreír, y exclamaba: “¡Ya están aquí, ya están aquí los perricos!”
Pocas horas antes de expirar, los perricos le dejaron quieto; él recobró toda su bella serenidad y dijo que “ya estaba en la taquilla tomando billete para el viaje…” Luego, por la tarde, tuvo unas palabras consoladoras para todos, y cesó de vivir…
Si hay un mundo mejor para los hombres que han paseado sobre la tierra una sonrisa de bondad, allí estará mi tío Antonio, con su larga cadena de oro al cuello, con su eslabón y su pedernal, oyendo eternamente música de Rossini. Ω