Max Beer[2]
Estas innumerables víctimas de la codicia romana —los gladiadores esclavos—habían de encontrar en Espartaco un vengador como no le conociera Roma nunca. La revolución de esclavos dirigida por él, que duró desde el año 73 hasta el año 71 antes de Jesucristo, fue la única que hizo temblar a los amos del mundo. Les obligó a sufrir humillaciones y derrotas que los cubrieron de ignominia. Esclavos de la más baja categoría, gladiadores, se midieron con los ejércitos consulares de Roma y los destrozaron en ordenadas batallas. Prueba a qué punto quedó humillado entonces el opresor la observación siguiente del historiador romano Floro:
“Quizá se soportara aún el oprobio de tomar las armas contra los esclavos, porque, siquiera la fortuna los haya expuesto a todos los ultrajes, constituyen al menos una segunda especie de hombres, a quienes hasta podemos asociar a las ventajas de nuestra libertad. Pero ¿qué epíteto aplicaré a la guerra que encendió Espartaco? No lo sé, Porque se vio a esclavos combatir y a gladiadores comandar, nacidos de condición ínfima los unos, condenados a la peor de todas los otros. Estos extraños enemigos añadieron al desastre el ridículo”.
Espartaco era un caudillo y un organizador con la valía de Aníbal. Si hubiera dispuesto de tropas en número suficiente y bien armadas, habría podido quebrantar la dominación romana. Plutarco le describe como “fuerte en extremo y serio, inteligente y clarividente por encima de su condición, más heleno que bárbaro”. He aquí un gran elogio en boca de un heleno. Espartaco ha entusiasmado también a hombres como Lessing y Marx.
Se poseen muy pocos informes sobre su edad primera, y, en general, sobre su vida, hasta el año 73, antes de Jesucristo. Era un tracio, oriundo de una horda nómada. Vino a Roma como prisionero de guerra y fue vendido como esclavo. Huyó, se hizo mercenario, y finalmente le compró el propietario de una escuela de gladiadores en Capua. Con él se hallaban unos 200 esclavos, tracios y galos, que tramaron fugarse y conquistar su libertad a la primera ocasión. Se descubrió la conspiración; pero Espartaco logró huir con 70 compañeros suyos. De camino, asaltaron un vehículo cargado de armas, de las cuales se sirvieron con éxito contra los soldados expedidos a su alcance.
En seguida se conoció este éxito por toda la comarca, y dio el resultado de alistar en torno a ellos nuevos combatientes. Pronto se elevó su número a 200. Ejercieron duras represalias contra los propietarios. Al principio se los consideró una peligrosa banda de fascinerosos, enviando contra ellos al pretor Claudio Púlquero a la cabeza de un pequeño ejército de 1,000 hombres. Espartaco tomó posesión en la cima del Vesubio, tranquilo en aquella época, y batió completamente a sus enemigos. En sus manos cayeron campamento, bagajes y armas.
A partir de ese instante se vuelve un hombre célebre. Por toda Italia se extiende su reputación. Se declara francamente enemigo de Roma y pide a todos los esclavos y a todos los oprimidos que se alíen con él y participen en la guerra de liberación. Respondieron en masa a su llamamiento los esclavos y los no poseedores, los extranjeros y los italianos expropiados de sus tierras. Los cultivadores abandonaban sus campos: los pastores, sus rebaños; los esclavos a sus amos; los presos huían de los calabozos; los cautivos rompían sus cadenas y le secundaban.
Con esta muchedumbre de hombres que acudían de todos lados, Espartaco formó un ejército que se conducía bien en el combate; pero no consiguió acostumbrar a sus huestes a respetar a los no combatientes. Iban y venían a través del país, saqueando e incendiando las casas, asolando la fértil Campania y esparciendo por doquiera el terror en torno suyo. Fueron estos hábitos de pillaje una de las causas que impidieron a Espartaco explotar sus éxitos o atacar a tiempo al enemigo. A duras penas logró asimismo establecer cierta unidad duradera entre los diferentes elementos que componían su ejército: tracios, sirios, galos, germanos, italianos, etc.
La noticia de la derrota del pretor Claudio Púlquero fue acogida en Roma con sorpresa y cólera. Rápidamente se equipó un ejército de 8,000 a 10,0000 hombres —porque en esas expediciones no se empleaban más que legiones romanas y por aquella época se ocupaban las tales guerreando en España y en el Bajo Danubio, al mando de Pompeyo y Lúculo— y se pusieron pretores a la cabeza.
Espartaco se tornó prudente y no osó reñir contra sus enemigos una batalla formal. Pero sus lugartenientes, los galos en particular, que conceptuaban miedo su prudencia, atacaron a los romanos con 3,000 hombres, y fueron derrotados. Entonces reconocieron los demás la cordura de su jefe, se sometieron a sus órdenes y aprobaron la retirada, que se hizo sin ninguna pérdida. Pronto halló ocasión de reparar esta derrota. Después de algunos ataques y escaramuzas fructíferas, se empeñó una batalla que terminó por una victoria magnífica de Espartaco. Toda la Italia Baja cayó en manos de los gladiadores.
El ejército de esclavos celebró ruidosamente su triunfo y se entregó al pillaje, mientras Espartaco se volvía más prudente cada vez. Dábase perfecta cuenta de que hasta entonces no había sido la campaña sino un leve combate de vanguardia, y de que en nada había quebrantado aún el poderío de Roma. Ante todo propendía su pensamiento a la liberación de los esclavos, y creía poder realizarla en gran escala. Ya estaban libres los de la Italia Baja. Ahora se proponía marchar de prisa hacia el Norte y atravesar toda Italia, abatiendo cuanto se opusiera a su obra libertadora, antes de que los romanos tuvieran tiempo de reponerse de su susto y llamar a sus grandes capitanes Pompeyo y Lúculo con sus legiones. Este pensamiento es indicio de una gran inteligencia política.
Pero opusieron a semejante plan una resistencia enérgica sus lugartenientes y las tropas, que ya habían probado la sangre romana. En vano les evidenció Espartaco toda la potencia de un imperio al que podría sorprenderse un momento, pero difícilmente vencer, por poco que acoplara sus fuerzas conjuntas. En el ejército estaban divididas las opiniones: los galos y los germanos, bajo la dirección de Crixio, eran partidarios de la marcha sobre Roma; los tracios y los italiotas compartían el punto de vista de Espartaco.
Entretanto, Roma hacía vastos preparativos para oponer fuerzas importantes al ejército de gladiadores. Se había transformado en temor el menosprecio de primera hora. Fueron enviados al combate tres ejércitos: dos comandados por cónsules, o sea, por los más altos funcionarios del Estado, y el tercero, por un pretor. Al tener noticia de estos preparativos se conciliaron Espartaco y Crixio, sin que de la reconciliación resultara, empero, una unidad verdadera. Continuaron operando separadamente.
Espartaco con 40,000 hombres y Crixio con 30,000 invadieron Apulia. Al punto cargó Crixio contra el ejército del pretor, que se dispersó y emprendió la fuga ante el ataque de los galos y germanos.
Pero, como era débil la persecución, al día siguiente se reagrupó el ejército pretoriano, atacó a los galos, que no lo esperaban, y los venció. El propio Crixio sucumbió en el transcurso de la pelea. Pudieron huir unos 10,000 hombres y se refugiaron en el frente de Espartaco. No se hizo aguardar mucho este último. Ordenando a una parte del suyo que impusiera respeto al segundo ejército consular, se abalanzó con el resto sobre el primero y obtuvo una victoria completa. Enseguida se reunió con la otra fracción de sus tropas que había dejado de reserva, atacó en el mismo día al segundo ejército consular y también lo derrotó en absoluto. En sus manos cayeron todos los bagajes y gran número de prisioneros.
Sin detenerse, prosiguió su marcha hacia el Norte, aplastó las tropas congregadas a toda prisa y enviadas contra él por los pretores y precónsules romanos, y llegó a Módena. Parecía invencible. Fue entonces cuando infligió a Roma una humillación profunda. Organizó una solemnidad funeraria en honor de Crixio, y con tal motivo obligó a 300 prisioneros romanos a batirse entre sí a muerte, como gladiadores, ante todo su ejército reunido. A la sazón, los esclavos despreciados eran espectadores, y los orgullosos romanos actuaban de gladiadores en la arena. Ninguna de las humillaciones sufridas por los tales hasta la fecha durante la guerra en cuestión hubo de afectarlos tanto como ésta. La muerte de 300 guerreros romanos en un combate de gladiadores se les antojó la ofensa más ignominiosa a la majestad romana, un insulto intolerable para su dignidad.
A este respecto observa Meissner: “Según se sabe, los romanos, el pueblo más grande y más noble de la tierra, consideraba un derecho imprescindible juzgar con fría crueldad a príncipes y reyes prisioneros, hacerlos padecer hambre en los calabozos, descuartizarlos, darles una muerte atroz y tratar como a un rebaño a poblaciones enteras arrancadas de sus hogares. Pero jamás había llegado aún a oídos de un romano el crimen de que se pudiera obligar igualmente a ciudadanos romanos prisioneros a exterminarse entre sí, ni siquiera habría concebido nunca su cerebro la posibilidad de tal crimen. ¿Y quién los obligaba a sufrir tamaña humillación? ¡Un hombre cuya vida, pocos meses antes, dependía del pulgar relegado o extendido de algunos plebeyos, un hombre que debería dejarse estrangular con cincuenta o sesenta semejantes suyos no bien placiera a cualquier joven patricio romano hacer un sacrificio fúnebre a su tía difunta!.
En este momento tocaba Espartaco el apogeo de su poder. Ya le sería posible poner en práctica su plan primitivo: libertar una masa considerable de esclavos, disolver su ejército y vivir en lo sucesivo con la satisfacción de haber humillado a Roma, reina del mundo. Pero bruscamente modificó sus planes. No atravesó el Po volviendo sobre sus pasos y caminando hacia el Sur. En Italia se creyó que se preparaba a marchar sobre Roma. Para cerrarle el camino, se precipitó a su paso un nuevo ejército pretoriano. En la región de Picenas se empeñó una gran batalla, de la cual salió Espartaco vencedor una vez más. Entonces se apoderó de Roma el espanto.
Pero pasó él por delante de la ciudad y condujo a su ejército a la Italia Baja, ocupando Turio, que proclamó puerto libre y donde instauró leyes humanas. Según ciertos indicios, parece que Espartaco había abrigado el plan de fundar en la Italia Baja un Estado organizado con arreglo al modelo de la Esparta de Lieurgo. Suprimió el uso del oro y de la plata, dictó precios modestos para todos los artículos de consumo, implantó el género de vida sencilla de los espartanos, agrupó en una vasta asociación a los fugitivos de diferentes países, que vivían bajo su protección y les enseñó el arte militar.
Dedicado a todas estas labores de estadista, Espartaco olvidó que el enemigo, a quien daba tiempo de reponerse del escalabro, se preparaba con energía a reanudar la lucha. Organizó un ejército numeroso y fuertemente disciplinado, sometiéndolo al mando del Pretor Craso, hombre hábil en el arte militar. En este caso obraron los romanos con mucha más prudencia y pusieron a contribución sus conocimientos técnicos, en los cuales eran muy superiores a sus adversarios; pero no por ello dejaron de sufrir un buen número de tropiezos al principio. No fue favorable para Craso la situación hasta que se produjo la discordia en el campamento de Espartaco.
De nuevo tuvieron la culpa los galos bulliciosos e indisciplinados, que operaban con independencia por iniciativa de sus propios jefes y sufrían pesadas pérdidas en los combates contra los romanos. Todavía obtuvo Espartaco varias victorias sobre el propio Craso: pero acabó por sucumbir, el año 71, ante la potencia superior de Roma. Cayó mortalmente herido él mismo durante la batalla. Unos 6,00 hombres de su ejército fueron hechos prisioneros por Craso, quien los condenó a morir en la cruz, mientras en el campamento de Espartaco se encontraban 3,000 prisioneros romanos vivos.
Pero el terror que la guerra de gladiadores había inspirado a los romanos subsistió en ellos con fuerza durante varias décadas. Por largo tiempo aún conservaron las matronas romanas la costumbre de intimidar a sus chiquillos turbulentos por medio de estas amenazas: “¡Cuidado, que va a venir Espartaco!”. Ω