“Una vez que el fanatismo ha gangrenado un cerebro, es casi incurable la enfermedad”, advierte Voltaire en su Diccionario filosófico. El fanático está persuadido de que le asiste la razón axiomáticamente y, por tanto, no está dispuesto a considerar razones ni a obedecer la ley. En su delirio no cabe duda alguna acerca de la infalibilidad de su credo. No ha llegado a sus convicciones por la vía de reflexiones y análisis sosegados sino por iluminación. Una revelación le ha descubierto la verdad indiscutible. Lo peor no es que él opte por un conjunto de creencias y una determinada forma de vida sustentada en ellas, a lo que por supuesto tiene derecho, sino que se sienta legitimado para imponer a otros sus ideas y su modo de vivir.
En los casos más extremos, tiene la certeza de que merece la gloria o el cielo por asesinar a otros seres humanos a quienes no considera sus semejantes porque no piensan o no actúan como él. El revolucionario que pone una bomba que va a mutilar o matar a gente a la que no sólo no odia sino ni siquiera conoce; el yihadista que reduce a la esclavitud sexual a mujeres invocando como justificación pasajes del Corán; el vengador que castiga con la muerte a quienes dibujaron caricaturas satíricas de la doctrina inobjetable… todos ellos tienen la certeza de que están cumpliendo con un deber tan elevado que no se conmueven ante el sufrimiento atroz o el aniquilamiento del otro. No arruinan por interés personal al prójimo sino por un ideal tan sublime que justifica cualquier acción.
El ideal político o la fe religiosa, que a muchas mujeres y a muchos hombres los inspiran a ser mejores personas, a los fanáticos los vuelven persecutores, amargos, intolerantes, poseídos por el odio: son veneno para su alma. No son espíritus libres: son siervos de unos dogmas que no admiten el libre examen, el cual consideran una traición a su firmeza ideológica. El razonamiento, que —en palabras de Voltaire— dulcifica las costumbres de los hombres y previene el acceso al mal, les es ajeno: no son pensantes, sino creyentes. El envenenamiento de su alma les impide comprender que una vida humana es sagrada, y que ninguna religión ni ninguna utopía justifica que se destruya a otro ser humano.
No tienen sentido del humor. Ninguna ironía que confronte su fervor les resulta tolerable. No tienen argumentos para responder a sus adversarios ideológicos o teológicos: ni siquiera podrían dilucidar sus propias dubitaciones si se atreviesen a planteárselas honestamente. Por eso las silencian aun en su conciencia.
No aniquilan por interés personal sino por la gran causa —Dios, la religión, la humanidad, la patria, el partido, la clase social, el mundo perfecto—, y eso los hace sentir superiores. Y precisamente eso es lo que los hace más repugnantes: no les importa el derecho a vivir de una persona, o de unos cuantos cientos o miles de personas, cuando se les extermina en aras de Dios, del paraíso o del orden social al que aspiran.
El crimen de los justicieros islamistas de París es un ejemplo de lo estúpido y lo despreciable a que puede llevar la ceguera moral e intelectual de los iluminados.