La autonomía del Ministerio Público ha sido una propuesta enarbolada por juristas distinguidos —Héctor Fix Zamudio y Jorge Carpizo entre ellos—, quienes han argumentado que el órgano de la acusación debe proceder invariablemente con profesionalismo y objetividad, y no por indicaciones del Presidente de la República o el gobernador del que dependa ni por suposiciones de cómo le gustaría a su jefe —el Presidente o el gobernador— que resolviera ciertos asuntos.
Una reciente reforma al apartado A del artículo 102 constitucional parecería un triunfo de esa postura, pues dispone que “el Ministerio Público se organizará en una Fiscalía General de la República como órgano público autónomo, dotado de personalidad jurídica y de patrimonio propios”. No obstante, el nuevo texto de ese numeral contiene una considerable cantidad de desaciertos o insuficiencias que desfiguran su aparente bondad.
La reforma se refiere tan sólo al Ministerio Público federal, no a los de las entidades federativas, y es a éstos a los que corresponde la persecución del 95% de los delitos que se cometen en el país.
No se exige para ser fiscal general una trayectoria destacada en la procuración de justicia, en la judicatura, en la defensoría o en la academia, lo que abre la puerta a una designación inidónea. El fiscal general durará en su cargo nueve años, que es un tiempo excesivo habida cuenta de las tensiones y el estrés que inevitablemente acompañan a esa delicada función. Una vez realizada la declaratoria de entrada en vigor de la reforma —lo que ocurrirá cuando asimismo entren en vigor las normas secundarias—, el procurador general de la República que se encuentre en funciones automáticamente pasará a ser fiscal general, y en ese momento empezarán a contar los nueve años de su gestión. Es decir, que, por una parte, la reforma no afecta al actual Poder Ejecutivo federal, y, por otra, el primer fiscal ejercerá su cargo por un periodo excesivamente amplio: nueve años más los que lleve ya en el puesto.
El procedimiento de designación es farragoso. El Senado propondrá ¡10 candidatos!, de entre los cuales el Presidente de la República integrará en un plazo de 10 días una terna que devolverá a los senadores para que éstos elijan al fiscal con el voto de las dos terceras partes de los presentes. Si el Presidente no integra la terna, el Senado elegirá al fiscal de entre los 10 candidatos. Si enviada la terna por el Presidente el Senado no hace la designación en 10 días, la hará el Presidente. Es evidente que obligar a los senadores a enviar una lista de 10 posibles titulares de la Fiscalía propicia que algunos de los propuestos sean candidatos de relleno, a pesar de lo cual alguno de ellos podría llegar a ocupar el puesto. No hay ninguna razón válida para que el Senado tenga que proponer un listado tan amplio. Si de lo que se trata es de que el ungido tenga amplio respaldo parlamentario, no hay por qué exigir un número mínimo de aspirantes. Por otra parte, a las instituciones académicas más serias y con mayor autoridad en la materia —el Instituto de Investigaciones Jurídicas y el Programa Universitario de Derechos Humanos de la UNAM, la Academia Mexicana de Ciencias Penales, el Instituto Nacional de Ciencias Penales— no se les da participación alguna en el proceso: la decisión queda en manos exclusivamente de los partidos, fórmula que ha demostrado graves inconvenientes.