Lo que más me perturba no son esas miradas de odio y rencor, torvas y amargas; esas palabras vacuas y engañosas, esos pasamontañas y esos paliacates que al ocultar los rostros garantizan el anonimato.
Lo que más me mortifica no son esos palos, esos tubos, esas varillas, esos machetes, esas hachas en sus manos; esa máscara de la muerte y esa playera con una leyenda amenazante contra el jefe policiaco que no los ha tocado ni con el pétalo de una rosa.
Lo que más me inquieta no es verlos bloquear la autopista, destruir la malla metálica que divide la carretera, quebrar a pedradas los vidrios del Congreso celebrando cada cristal roto con gritos que bajo el aparente júbilo no logran disimular la rabia o la abulia de los apedreadores, prender fuego a los inmuebles de los partidos. Lo que más me asusta no es verlos tratar de romper el candado de la sede legislativa usando tubos, machetes, martillos, mazos, palancas, cadenas y hachas; quitar dos puertas del inmueble, y privar de la libertad durante ocho horas a empleados cuyo delito fue encontrarse en ese momento cumpliendo sus deberes laborales. Lo que más me estremece no es la vileza de la agresión multitudinaria a un policía indefenso hasta dejarlo inconsciente. Lo que más me espanta no es saber que los estados donde la protesta contra la reforma educativa se da con las manifestaciones más violentas ocupan los últimos lugares en desempeño escolar, en los que ocho de cada diez niños reprueban o pasan de panzazo las evaluaciones internacionales y ocho de cada diez adolescentes de 15 años no comprenden lo que leen.
Lo que más me indigna no es la burda mentira de que la reforma supone el fin de la gratuidad en la educación pública. Lo que más me ofende no es que los niños se queden sin clases y los profesores sigan cobrando sin trabajar. Lo que más me irrita no es que impidan el acceso a tiendas o restaurantes, o que dañen automóviles a su paso. Lo que más me molesta no es la justificación o el silencio ante la barbarie de parte de un sector, el más cavernario, de la izquierda, o su cantaleta de que los problemas no se resuelven con la policía, como si alguien hubiera dicho o insinuado tal cosa. Lo que más me enoja no es la absoluta impunidad con la que actúan, la ausencia o la pasividad de la policía ante sus fechorías, la parálisis de las autoridades federal y estatales ante sus atropellos.
Lo que me aterra es pensar que niños mexicanos toman clases con esos profesores, a quienes han visto en la televisión destruir, bloquear, insultar, mentir, incendiar, pasar por encima de los derechos de terceros; pensar en lo que esos docentes han de enseñarles a esos alumnos respecto del comportamiento cívico, de las formas de hacer política, de los medios para plantear una demanda o una inconformidad; pensar que a esos niños les inyectan todos los días prédicas resentidas de que para defender los propios intereses —aun si son ilegítimos, sobre todo si son ilegítimos— se vale pisotear los derechos de los demás.
Lo que me subleva es imaginar a esos educandos, ya adolescentes o adultos, encapuchados, agrediendo, apaleando, traficando, dañando, destruyendo, arruinando, incendiando, saqueando, difamando, calumniando, chantajeando, coaccionando, envileciéndose y reclamando que no se castiguen sus desmanes bajo la inaudita argumentación de que la protesta social no debe ser reprimida y de que sólo piden una mesa de diálogo. Ω