Richard Stengel
Veintisiete años en prisión te enseñan muchas cosas, pero una de ellas es a practicar el juego largo. De joven, Mandela era impaciente: quería el cambio para ayer. La cárcel le enseñó a ir más despacio, y reforzó su sentido de que la prisa conduce al error y a los juicios equivocados. Sobre todo, aprendió a posponer la gratificación; toda su vida es un ejemplo de ello.
La mayoría de nosotros estamos acostumbrados a lo contrario. Como nuestra cultura recompensa la velocidad, vemos la impaciencia como una virtud. Confundimos la gratificación inmediata con expresarnos a nosotros mismos. Tratamos de aprovechar la oportunidad en el momento en que se presenta, de responder a cualquier tipo de mensaje sin pararnos a pensar. Pero él diría que no debemos permitir que esa falsa impresión de urgencia nos obligue a tomar decisiones antes de lo debido. Es cierto, que hay veces que podríamos perder una oportunidad, si no obramos con rapidez. Pero también hay otras muchas en que conseguiríamos una oferta mejor o un empleo mejor si actuáramos más despacio y nos tomáramos más tiempo. Es mejor ser lento y ponderado que ser rápido solo para parecer decidido.
En el caso de Mandela, él sabía que la historia no se hace de la noche a la mañana y que nadie la tuerce con sus propias manos. El racismo y la represión se habían gestado durante milenios, el colonialismo se había desarrollado durante siglos, el apartheid se había forjado durante varias décadas, y ninguna de esas cosas iba a erradicarse en unos meses ni en unos años siquiera. El hombre que entró en prisión estaba ansioso por un futuro imaginado. Para él, los ancianos que lideraban el CNA nunca parecían hacer nada lo bastante rápido o con la suficiente urgencia. Tenían demasiado que defender, demasiado invertido en el statu quo. En la cárcel, Mandela se convirtió en uno de esos ancianos, pero se dio cuenta de que ser prudente no significa que no pudieras ser radical o audaz. Lo importante no es la velocidad de la decisión de uno, sino la dirección de la misma. La rapidez no es lo que nos hace audaces. De hecho, adoptar una perspectiva amplia a menudo exige estar dispuesto a cambiar profundas convicciones.
Cuando estaba en la isla de Robben, los presos más jóvenes con frecuencia pensaban que no avanzaba con la suficiente rapidez o que no desafiaba a las autoridades con la suficiente contundencia. Cuando les decía que no forzaran un asunto, cuando discutía con ellos a favor de una política a largo plazo, ellos preguntaban: «¿Y por qué no ahora mismo?».
«Mirad, puede que tengáis razón unos días, unas semanas, meses y años —decía—, pero, a la larga, conseguiréis algo más valioso si adoptáis una perspectiva más amplia.»
A la larga. Es una frase que utiliza a menudo. Esa es su forma de pensar, la distancia con la que su mente trabaja mejor. No es rápido ni simplista; le gusta sumergirse en ideas. Si todos tenemos una distancia natural —sprint, media distancia, larga distancia—, Mandela es un corredor de larga distancia, un pensador de larga distancia. Y la cárcel fue un maratón.
Cuando hablábamos sobre algún asunto o problema, a veces decía: «Será mejor a la larga». Sí, es optimista, pero extremadamente realista y prudente. No es sentimental, y no espera contra toda esperanza. A lo largo de todos esos años oscuros, no creyó en milagros. Los milagros, si existían, eran obra de los hombres; era el trabajo duro y la disciplina lo que te ayudaba a encauzar las cosas en la dirección deseada. No podías confiar en la suerte ni en la intervención divina.
En cuanto fue elegido presidente, supo que su meta global era crear una nueva nación. Eso no quería decir que no abordase problemas urgentes e inmediatos; sabía que si no afrontaba los problemas inmediatos, no tendría oportunidad de abordar otros a más largo plazo. Pero, en su mayor parte, su mira estaba puesta en una meta más lejana. Y estaba empeñado en que tanto las metas a corto plazo como las metas a largo plazo apuntaran en una misma dirección. Con frecuencia hablaba de que había que tener en mente «una visión panorámica», y él casi siempre lo hacía. De hecho, lo que le molestaba eran los problemas a corto plazo, que eran como bandas rugosas en el camino hacia sus metas a largo plazo. Muchas veces, esos problemas a corto plazo los creaban los pensadores a corto plazo, aquellos que se guiaban por los titulares del momento o del día. Él miraba hacia el horizonte.
Cuando salió de prisión, vio inmediatamente que se habían producido enormes avances en tecnología. No existía la televisión en Sudáfrica cuando lo encarcelaron, mucho menos los canales por cable con ciclos de noticias las veinticuatro horas del día. En su primera conferencia de prensa, se agachó cuando las cámaras sacaron los largos micrófonos afelpados, que a él le parecieron armas. Estaba sorprendido y encantado de que pudieran hacerse llamadas telefónicas en un avión. Pero con esos cambios se había impuesto un ritmo de vida radicalmente diferente, y ese nuevo ritmo no era el suyo. No creía que fuera necesario ni deseable reaccionar a cada pequeño cambio que se diese en una noticia. Eso en sí mismo a menudo causaba problemas. Sabía que un apresurado error a corto plazo podía tener consecuencias a largo plazo.
Mandela pensaba en términos de historia. La historia, por definición, es el largo plazo. Sabía que uno tenía que tratar de dejar su huella, pero que un individuo por sí solo no suponía una gran diferencia. Si tuviera que responder al antiguo acertijo filosófico «¿Es la historia la que hace al hombre o el hombre el que hace la historia?», él diría que la historia hace al hombre, que se combinan grandes fuerzas para crear grandes líderes. Sí, un individuo tiene que tener el ADN adecuado y las capacidades adecuadas, pero el momento hace al hombre, porque solo entonces surge el hombre para recibir el momento. Diría que él se puso a la altura de las circunstancias, pero que él no las creó.
«Es una figura histórica —dice Cyril Ramaphosa, el dirigente y activista más cercano a Mandela cuando este salió de la cárcel—. Él iba muy por delante de nosotros. Pensaba en la posteridad, en cómo se verá lo que hemos hecho. Y la historia le ha absuelto. Resultó exactamente como él imaginaba.»
Mandela creía que los líderes son juzgados en su totalidad, por el conjunto de su vida. Él juzgaba a los demás por su vida entera, por lo que habían hecho a lo largo de ella, no por cómo reaccionaran en una situación determinada. A menudo hablaba de los compañeros que no se habían conducido bien en prisión: «Sé de muchos individuos, importantes dirigentes, que fueron verdaderamente decepcionantes en la cárcel.. Tenías que luchar, que pelearte, que decir “plantemos cara a tal asunto”. Ellos no estaban de acuerdo. “De ninguna manera; nos matarán”». Y aunque le habían decepcionado, para él aquello no era un defecto definitivo, porque a un hombre se le debe juzgar por toda su vida. Había hombres que eran héroes fuera de la cárcel, pero no dentro de ella, y viceversa. De los que fueron decepcionantes en prisión, dijo: «Eran personas íntegras, de honor, a pesar de la debilidad que mostraron». Eso es una prueba de la generosidad de Mandela y de su amplia visión. Nadie es tan noble como las mejores cosas que haya hecho, ni tan cuestionable como las peores. En su caso, él sabe que lo bueno pesa más que lo malo, y que al final eso es lo que cuenta. Pero también ha tomado decisiones que lamenta. Cada persona es la suma de todo lo que ha hecho.
En una ocasión pregunté a Mandela si era feliz. Él frunció el ceño. Es la clase de pregunta que él consideraba superficial y entrometida a la vez: una mala combinación. Pero finalmente arrancó a hablar. Contó que su padre había muerto demasiado joven y prácticamente arruinado. Que su madre murió creyendo que su hijo era un delincuente, un criminal quizá. Una de las cosas de las que más se arrepiente es de no haber ayudado a su madre a comprender la causa por la que él luchaba. Aludió a los retos a los que tuvieron que enfrentarse sus propias hijas. Y a continuación mencionó a los escritores de la antigua Grecia que había leído y disfrutado en la cárcel. Ellos tenían una visión amplia. No recordaba el nombre del escritor, pero contó la historia de cuando Creso preguntó a un sabio si podía considerársele un hombre feliz. Y el sabio respondió: «Solo al final de la vida puede saberse si un hombre ha sido feliz». Él estaba de acuerdo, y en parte eso fue lo que le hizo ser tan prudente y tan cauteloso. Todo puede cambiar en el último capítulo y hay que mantener la trayectoria trazada para prevenir que ocurra alguna adversidad.
En realidad, Mandela está contento. Ha tenido grandes tragedias en su vida, pero ahora conoce el final de su vida, y sabe que ha sido fiel a ese final, y la historia lo juzgará con benevolencia. Puede decirse que es feliz. Ω
[1] Fragmento de: STENGEL, Richard. El legado de Mandela. Planeta Colombiana. 5ª ed. 2011. Bogotá. 222 p. 155-162.