Todos los días escuchamos y leemos comentarios que enfatizan la necesidad de que no queden impunes los espeluznantes delitos de Iguala y de dar con el paradero de los estudiantes desaparecidos. Las detenciones de líderes y pistoleros de Guerreros Unidos, de decenas de policías municipales y, por fin, del exalcalde y su mujer, son un avance importante en el primero de esos objetivos.
Lo que no se ha tratado, o se ha tratado con mucho menor énfasis, esqué hacer para que sucesos similares no vuelvan a ocurrir. Y tan importante es el castigo a los culpables —a los que verdaderamente lo sean, no a chivos expiatorios, después de un proceso en que se demuestre su culpabilidad— como la evitación de acontecimientos tan deplorables como los del 26 de septiembre.
Como siempre que se quiere resolver un problema, hemos de empezar preguntándonos qué factores han confluido para que en varias zonas del país se esté dando una situación de extrema violencia y de graves violaciones a los derechos humanos.
El primer factor de esa espiral de criminalidad es la persecución punitiva de la droga, un absurdo por dondequiera que se vea, que en todas partes no ha ocasionado más que males extremos sin lograr en ningún caso la finalidad proclamada, a saber, la disminución del tráfico de las sustancias prohibidas y del número de consumidores.
La guerra contra las drogas ha dado lugar a un negocio de ganancias estratosféricas por las que las bandas de narcotraficantes pelean sin escrúpulos matándose entre sí, matando a servidores públicos que identifican como enemigos o a quienes atribuyen estar al servicio de un grupo rival, comprando autoridades, infiltrándose en las instituciones, disputándose a tiros el control territorial, imponiendo a la población su ley no escrita por medio de la coacción o el terror.
El segundo factor es el desastre institucional que son nuestras policías y nuestros ministerios públicos. Las policías carecen de la capacidad elemental para realizar una tarea tan delicada y se les retribuye con salarios paupérrimos que no alcanzan a cubrir los requerimientos de una vida decorosa, lo que facilita que sean tentados por el crimen organizado. Los ministerios públicos parecen diseñados por un demiurgo perverso para funcionar mal: su negligencia es exasperante; su ineficacia, escandalosa. Eso no puede generar más que impunidad.
Un tercer factor es el triste declive de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) y de varias de las comisiones locales (no todas, por fortuna). Los titulares de las comisiones claudicantes en vez de señalar invariablemente con prontitud y objetividad, y con base en una investigación altamente profesional, cuanta violación de derechos sea de su conocimiento, han actuado, con frecuencia en una deshonrosa actitud acomodaticia, calculando beneficios políticos personales. ¿Quién no recuerda, por ejemplo, que el doctor Raúl Plascencia, presidente de la CNDH, se apresuró a declarar que lo de Tlatlaya había sido un enfrentamiento, y rectificó su postura sólo después de que el gobierno, presionado por la prensa y organismos internacionales, reconoció que allí se perpetraron ejecuciones extrajudiciales?
Esta realidad ominosa es compleja pero no fatal: se podría ir revirtiendo gradualmente si se atacan certeramente los factores aquí esbozados.