Muchos jóvenes de mi generación creímos que el socialismo era la gran esperanza de la humanidad: un sistema que no sólo terminaría con la pobreza y la desigualdad social, sino que, además, emanciparía a los ciudadanos de la alienación que les imponía el capitalismo, dando lugar al hombre nuevo.
Nos entusiasmaba la Revolución Cubana. Cerrábamos los ojos ––como muchos intelectuales y artistas latinoamericanos, estadunidenses y europeos–– ante atrocidades tales como los fusilamientos masivos de contrarrevolucionarios, los campos de concentración en los que se encerraba a disidentes y homosexuales, la supresión de las libertades democráticas.
Tampoco queríamos ver los horrores de las revoluciones soviética y china. Como observa Octavio Paz, “el terror jacobino de Francia duró un poco menos de dos años… mientras que el comunista se prolongó más de medio siglo… los campos de concentración fueron un rasgo característico de la sociedad comunista. En ellos murieron millones” (Pequeña crónica de grandes días).
Escritores y artistas prominentes compartían esa complicidad. Siqueiros intentó asesinar a Trotsky. Frida y Diego idolatraban a Lenin. Neruda loaba en sus poemas a Stalin. Era una actitud de hipocresía religiosa, como la del católico que soslaya los crímenes de la Santa Inquisición o la pederastia de muchos curas.
A algunos nos sacudió el caso del escritor cubano Heberto Padilla, obligado por el régimen castrista a retractarse de sus críticas con un mea culpa humillante, y la invasión a Checoslovaquia, que vivía su primavera de apertura democrática, por los tanques soviéticos. Entonces empezamos a informarnos y a pensar desprejuiciadamente, es decir, libremente.
Lo que se vivía en los países comunistas —como se les ha denominado— era un infierno. Nadie moría allí de hambre, pero no sólo de pan vive el ser humano. Con la coartada de que en esos sistemas se buscaba erigir al hombre nuevo, se perseguía con saña inaudita a los que no lo eran ni querían serlo, es decir, a opositores y disidentes, a promotores de derechos humanos, a gays y a religiosos. Todo se justificaba porque acechaba el imperialismo yanqui.
Pero la caída del muro de Berlín y, en cascada, de los regímenes soviético y satelitales de éste no fue obra de ningún imperialismo sino de los propios ciudadanos, hartos de la opresión, que salieron desarmados a las calles a decir ¡basta! y a deponer a los tiranos.
Me estremece pensar que el llamado socialismo realmente existente sigue teniendo partidarios en la academia y en los círculos políticos, los cuales no se atreven a formular una sola crítica a lo que ocurre en los escasos países que aún se proclaman socialistas, a pesar de que allí cotidianamente suceden cosas que sorprenden por su absurda y cruel irracionalidad. Señalo cuatro casos recientes.
En Cuba, la Universidad de las Villas, ubicada en Santa Clara, expulsó a Karla Pérez, una alumna de 18 años que estudiaba periodismo, por formar parte de una organización “contrarrevolucionaria”, calificada así porque lamenta que el Partido Comunista margine del debate a la oposición y describe a una juventud llena de sueños frustrados. Más adelante, se encarceló durante un mes y después se encerró en el Hospital Psiquiátrico de La Habana a Daniel Llorente porque desplegó en plazas públicas una bandera de Estados Unidos al grito de “Libertad para el pueblo de Cuba”.
En Corea del Norte se condenó a 15 años de trabajos forzados a un turista estadunidense de 21 años por tratar de llevarse del hotel en que se alojaba un cartel de propaganda política. Ante la prensa, el joven confesó su “grave crimen” asegurando que lo perpetró en connivencia con el gobierno de su país. No cumplió su condena: fue repatriado en estado de coma tras 17 meses. A los seis días murió.
En China se condenó a 11 años de prisión a Liu Xiaobo, premio Nobel de la Paz, por pedir separación de poderes, derecho al voto y una justicia independiente. Tampoco cumplió íntegra su condena: ha sido excarcelado porque sufre cáncer terminal.
Lo que más me horroriza de tales castigos es su inaudita e innecesaria crueldad, la complacencia en causar dolor, en arruinar vidas, como auténtico reverso de lo que entendemos por humanidad.