En la gran mayoría de los homicidios dolosos que se cometen en México, no se juzga a nadie porque jamás se descubre quiénes son los presuntos responsables o, cuando se descubre, no llega a atrapárseles.
Nuestro Ministerio Público me hace recordar la teoría de los gnósticos, secta de los primeros siglos del cristianismo. Sostenían que el mundo no había sido creado por Dios, sino por un demiurgo que a propósito lo había hecho defectuoso. El Ministerio Público mexicano parece haber sido diseñado también por un demiurgo para que eternamente funcione mal: es lento, ineficiente, corrupto, y con frecuencia fabrica culpables. La consecuencia de tal cúmulo de defectos y vicios no puede ser otra que la impunidad generalizada.
En nuestro país, en promedio, sólo en dos de cada 10 homicidios dolosos se lleva a cabo el proceso correspondiente contra alguno o algunos de los probables autores, lo que contrasta abismalmente con lo que sucede en países como España o Japón, en los que nueve de cada 10 homicidios dolosos llegan a juicio. Es altamente probable, entonces, que quien mata en México a su prójimo no sea juzgado. Por tanto, la ley penal, que debería tener un efecto disuasivo en aquellos que se sienten tentados a cometer el delito, en realidad no inhibe a los potenciales homicidas.
Cuando la víctima ha sido conocida como un personaje incómodo para un gobernante, parece inevitable que se extienda la sospecha de que éste fue quien dio la orden del asesinato. En una sociedad que presenta una enorme incidencia de homicidios dolosos, y que muchos de éstos son el desenlace de un robo o el fruto envenenado de una disputa ocasional, no es fácil determinar a priori el móvil del homicidio sin testigos. Solamente las pruebas que recabe el Ministerio Público podrán esclarecer los motivos y la autoría.
Pero desde el primer momento vuela el rumor de que se trató de una represalia política, y como las procuradurías también desde el primer momento descartan esa hipótesis, y todos sabemos de su ineficacia y su podredumbre, la sospecha se hace más firme y más extendida.
El asesinato del reportero gráfico Rubén Espinosa y las mujeres que se encontraban con él ha generado en las redes sociales y en las conversaciones un diluvio de señalamientos contra Javier Duarte, gobernador de Veracruz, favorecidos por el hecho de que durante su gestión un alto número de periodistas han sido ultimados y la prensa se ha sentido intimidada.
En el portal del diario digital Sin embargo, una nota de Ignacio Carbajal alude a una fotografía tomada por Espinosa, que mereció la portada de un número de la revista Proceso, en la que aparece el gobernador. El autor de la nota dice que esa gráfica irritó sobremanera a Duarte porque aparece con los ojos inyectados, la mirada extraviada, los labios entreabiertos, las orejas para atrás “igual que las aguzan los perros al acecho” (sic), las lonjas colgadas sobre el cinturón y el ceño adusto, lo cual lo retrata —dice Carbajal— autoritario, rencoroso, desconfiado, rabioso, felón.
Miro la fotografía una y otra vez con atención. Es cierto, Duarte no se ve guapo ni esbelto, ni en su rostro se dibuja una sonrisa seductora. Pero no le veo ojos inyectados ni mirada extraviada ni orejas más atrás que las de todos los humanos. Tampoco noto que esa foto denote autoritarismo, rencor, desconfianza, rabia o felonía. El autor de la nota ha visto lo que ha querido.
Es verdad que el crimen múltiple no parece obra de unos simples ladronzuelos. No es infrecuente que el ladrón dañe a la víctima, incluso privándola de la vida, al verse descubierto; sin embargo, la crueldad extrema con que se asesinó en este caso no es la que se advierte en los homicidios que se originan en un robo. Pero, por otra parte, me parece inconcebible que el gobernador haya ordenado la muerte de un hombre por una foto, por mucho que le desfavorezca, y ni siquiera por una persistente actitud crítica. Tendría que ser un individuo totalmente trastornado, un Calígula jarocho.
Serán las pruebas, si se obtienen, lo único que tal vez nos permita saber los porqués y los quiénes. Pero se presenten o no, un amplio segmento de la sociedad no variará su inapelable veredicto.