Imposible hacer más

Argumenté la semana pasada en este espacio que la consignación de 22 mujeres por la muerte de 49 niños y las lesiones por quemaduras de otros muchos en el incendio de la guardería ABC de Hermosillo, Sonora, era una injusticia gigantesca, pues las inculpadas no tuvieron la posibilidad de evitar la desgracia.

      Es de celebrarse, por tanto, que el juez Tercero de Distrito en Sonora, Ricardo Ruiz del Hoyo Chávez, haya negado las órdenes de aprehensión solicitadas por la Procuraduría General de la República (PGR).

      El juez explica en su resolución que esas mujeres llevaron a cabo acciones de evacuación y salvamento de los niños que estaban bajo su custodia, pero no pudieron desalojar a todos por la rápida propagación del fuego, “rapidez ocasionada, según dictámenes periciales, por la falta de medidas preventivas en la construcción del establecimiento habilitado como guardería”.

      Es decir, las incriminadas no sólo no fueron negligentes ni faltaron a su deber de preservar la integridad física de los menores, como asevera el pliego de consignación de la PGR, sino que arriesgaron su vida al hacer lo humanamente posible por salvarlos de la voracidad del fuego.

      “Dada la mecánica de los hechos —advierte el juzgador—, les fue imposible real y físicamente hacer más”. Las mujeres hicieron lo que estuvo a su alcance en las dramáticas circunstancias en que se vieron envueltas.

      Si el juez hubiera concedido las órdenes de aprehensión, aunque al final quedaran exoneradas, se les hubiese pagado su heroísmo con el sometimiento a un proceso que necesariamente supone gastos, molestias y desasosiego.

      Insisto en lo que apunté el pasado jueves: la culpabilidad por omisión sólo es atribuible a quienes, teniendo el deber y la posibilidad de actuar para evitar que los bienes jurídicos de los que son garantes resulten dañados, dejan de cumplir con tal deber dolosamente o por negligencia.

      El techo de polietileno aceleró la velocidad de la propagación de las llamas.

      Ninguna de las acusadas eligió el material de construcción del inmueble habilitado como guardería.

      El fuego no se inició en la estancia infantil, sino en el archivo de la Secretaría de Finanzas del gobierno estatal ubicado en el mismo edificio. Los empleados de ese archivo tampoco pudieron hacer nada por la sencilla razón de que al iniciarse el incendio —alrededor de las 15 horas— todos ellos se habían retirado una vez cumplido su horario laboral.

      No había en esa bodega detectores de humo ni extintores de fuego, pero si los hubiera habido no podían haberse aprovechado porque allí no había nadie… ni nadie tenía por qué estar después de las 14:30 horas.

      El origen del incendio fue un hecho de los que no ocurren cotidiana o frecuentemente, por lo que era difícilmente previsible. Se sobrecalentó un sistema de enfriamiento que fundió el aluminio del motor, lo que provocó que fragmentos en llamas cayeran sobre lo archivado: cinco toneladas de documentos, placas vehiculares y tres vehículos.

      La directora, las educadoras, la mujer del aseo y la madre de una víctima consignadas se encontraron de improviso en una situación límite, de esas que sólo excepcionalmente se viven.

      El instinto de conservación en esos momentos aconseja: “Huye, sálvate tú, nadie tendría nada qué reprocharte; apúrate: cada segundo que pasa disminuye la posibilidad de salvarte; nadie te premiará por arriesgarte; apresúrate, salva tu vida”.

      Pero esas mujeres atendieron a otra voz interna que contradecía a la anterior: “Salva a cuantos puedas sin dejar de salvarte. En ese intento corres un gran riesgo, pero te sentirás orgullosa de ti misma toda tu vida”.

      Esa satisfacción de haber actuado con excelente ética y valor indómito no tiene precio. Esas mujeres llevarán consigo no sobre el pecho sino en el alma una medalla que las honra. La PGR intentó cobrarles tal gloria y el pecado de haber sobrevivido primeramente con esa tortura que conocemos como proceso y después, de lograrse la sentencia condenatoria, con la pérdida de la libertad.

      En muchas ocasiones jueces medrosos o serviles con el Ministerio Público, o de mentalidad inquisitorial, han concedido lo inadmisible. Me alegro de que esta vez una plausible resolución judicial haya impedido una infamia.

ABC: 22 mujeres consignadas

La tragedia de la guardería ABC, en Hermosillo, Sonora —subrogada por el Instituto Mexicano del Seguro Social a una sociedad civil privada—, es una de las peores de las que se tenga noticia en México; 49 niñas y niños no mayores de cinco años murieron abrasados o asfixiados y 70 resultaron heridos —algunos con secuelas muy graves—, a consecuencia de un incendio que se originó en un archivo de la Secretaría de Hacienda local ubicado en el mismo edificio. En ese momento los infantes dormían la siesta.

      No hay palabras para describir el horror y la pena de los padres de esos pequeños. Han sido víctimas de la peor de las pesadillas, la cual será interminable, pues durante toda su vida resentirán la pérdida que han sufrido. Desde que ocurrió aquella calamidad han exigido castigo. Para que verdaderamente se haga justicia en cualquier asunto es preciso, en primer lugar, delimitar quiénes pueden ser los culpables.

      En la bodega donde se originó el incendio no había nadie. Los empleados trabajaron aquel 5 de junio de 2009 aproximadamente de las 9:00 a las 14:35 horas. Aseguran que al salir apagaron los sistemas de aire acondicionado. Alrededor de las 15 horas se sobrecalentó un sistema de enfriamiento que fundió el aluminio del motor, lo que provocó que fragmentos en llamas cayeran sobre lo archivado: cinco toneladas de documentos, placas vehiculares y tres vehículos.

      El incendio se generalizó en la bodega y se propagó a la estancia infantil, donde se encontraban 176 niños y unos 50 empleados. Las llamas fundieron el polietileno aislante del techo. El área se llenó de fuego y vapores tóxicos. Se oyó una explosión y se vio una espesa columna de humo. No había salidas de emergencia óptimas. Los materiales inflamables ayudaron a que el fuego se propagara rápidamente.

      En una actitud admirable, vecinos de viviendas y negocios cercanos fueron los primeros en llegar a realizar labores de rescate. Los siguieron rescatistas, paramédicos y policías. Las educadoras, sus asistentes y otros trabajadores también participaron en esa tarea. Algunos de los auxiliadores se portaron como héroes. Héctor Manuel López y su hijo Francisco hicieron boquetes en los muros chocando contra ellos una camioneta a fin de que por ahí pudieran salir más niños. López rescató a ocho.

      Si hay culpables, estos serían, por omisión, los que tenían el deber y la posibilidad de evitar que una desgracia así ocurriera. Ni la bodega en la que se inició el incendio ni la guardería estaban provistas de detectores de humo y extintores. Aunque los hubiera habido en la bodega, de nada hubiesen servido en esos instantes pues, como se apuntó, a la hora del accidente todos se habían retirado. Si los hubiera habido en la estancia infantil, no hay certeza de que, dada la rapidez con que se extendieron las llamas, hubiesen sido eficaces para impedir el infortunio.

      Lo que resulta claro es que las 22 mujeres consignadas por la Procuraduría General de la República —la directora, las profesoras, las trabajadoras de limpieza e incluso la madre de una de las víctimas—, que les imputa homicidios culposos, no tenían posibilidad alguna de evitar lo ocurrido. Todas ellas también fueron víctimas por el impacto sicológico del suceso, que probablemente sea permanente. Lejos de delinquir, se comportaron heroicamente en el salvamento de los chicos. ¿Se les pagará su heroísmo con la cárcel?

      La Suprema Corte de Justicia consideró que al ocurrir la tragedia existía un desorden generalizado en la cesión de contratos de guarderías infantiles a particulares, y en la supervisión y protección civil de dichos espacios. La pregunta es si ese desorden fue determinante en la generación de la hecatombe.

      Siempre que ocurre una catástrofe con múltiples víctimas, los deudos y un segmento considerable de la opinión pública exigen que se encuentren culpables. No en todo accidente los hay, pues no siempre el percance es previsible y evitable. De haber culpables, éstos serían los que teniendo el deber y la posibilidad de evitar los decesos y las lesiones de los niños, por negligencia no lo hubieran hecho. No es el caso de las mujeres consignadas.

Droga

Se erogan cantidades exorbitantes en la persecución penal del narcotráfico. Se detiene a grandes y pequeños narcotraficantes. Se incautan toneladas de sustancias prohibidas.

      Se restringen o se suprimen derechos de los inculpados. Se ha recurrido a criminales que han cobrado jugosas sumas por incriminar a otros, muchas veces inocentes. Se multiplican las falsas acusaciones.

      Nadie puede negar el esfuerzo desplegado ni los costos de esa guerra, de los cuales los más lamentables son los humanos. Mueren en virtud de la persecución agentes policiacos, soldados, presuntos delincuentes y personas que tuvieron la mala fortuna de estar en el lugar y el momento equivocados.

      Pero los estupefacientes y los sicotrópicos siguen consumiéndose y su tráfico sigue incrementándose. ¿Por qué? Las drogas han estado con nosotros desde las épocas más remotas. Muchos han encontrado en ellas vías de escape, de alucinación, de sanación o alivio, de comunicación con lo invisible. En todos los tiempos, sin excepción, han sido consumidas. Están omnipresentes en la naturaleza y —sobre todo ahora— como productos químicos. Entonces, ¿puede tener eficacia la prohibición penal?

      Lo que la penalización ha traído consigo es un fabuloso negocio gangsteril que se origina en los precios exorbitantes de la mercancía cuyo tráfico es clandestino. Desde luego, la despenalización no terminará con el consumo, pero será el jaque para el sórdido mundo del narcotráfico. Desde que las drogas están prohibidas no han dejado de aumentar su uso, los negocios en torno a ellas y la cantidad de víctimas. Pero muchos son los ciudadanos convencidos de que la despenalización acarrearía males terribles y degradación moral.

      El argumento central contra las drogas es el del daño a la salud pública: las drogas, se afirma, matan a sus usuarios. Sin embargo, la gran mayoría de las drogas prohibidas no mata: lo que mata es su adulteración o las condiciones de consumo tales como la ignorancia acerca de las dosis no letales o el uso de jeringas contaminadas, todo ello propiciado por la clandestinidad a que obliga la prohibición.

      Desde luego, los drogadictos que quieran dejar su adicción tienen derecho a ser ayudados por la sociedad, como el obeso que se proponga bajar de peso, la bulímica que intente superar sus trastornos alimenticios o el diabético que se esfuerce en mantener dentro de los límites aceptables su nivel de glucosa. La orientación y la rehabilitación terapéutica ayudan a muchos; la prohibición punitiva, a nadie.

      Otra objeción señala que las drogas degradan moralmente a la población. No, lo que degrada a los seres humanos son sus conductas reprobables. No todo consumidor se transforma en mister Hyde, así como no todo bebedor se embrutece: algunos se vuelven más simpáticos y afectuosos. Hay quienes consumen alguna sustancia prohibida y son magníficas personas. Además, ninguna opción ética puede ser forzosa pues entonces deja de ser opción. La toma de las riendas del potro de la voluntad, no la supresión de las tentaciones por parte de la autoridad, es condición necesaria de la actitud éticamente valiosa.

      Finalmente, no podemos dejar de lado el asunto crucial de lo que el Estado puede legítimamente prohibir. John Stuart Mill dictamina: la libertad del individuo debe tener el límite de que no perjudique a otros, pero si su conducta sólo le afecta a él mismo, “se le ha de permitir, si no incomoda, llevarla a la práctica y a su costa” (De la libertad).

      Los gobiernos tienen el deber de informar lo más veraz y detalladamente posible sobre las características y los efectos de cada una de las sustancias susceptibles de ser consumidas y tender la mano a todos los damnificados por el consumo que soliciten ayuda.

      ¿Nos preocupan los quebrantos ocasionados por las drogas y las vidas que han cobrado? La despenalización —que obligaría al Estado a supervisar estrictamente su calidad— evitaría o aliviaría muchos infiernos, y prevendría muchos decesos.

      Desde luego, tal despenalización no sería viable políticamente como una medida adoptada en un solo país, que se convertiría así en el santuario de los narcotraficantes. Tendría que adoptarse internacionalmente.

¿Quién fue?

En la gran mayoría de los homicidios dolosos que se cometen en México, no se juzga a nadie porque jamás se descubre quiénes son los presuntos responsables o, cuando se descubre, no llega a atrapárseles.

      Nuestro Ministerio Público me hace recordar la teoría de los gnósticos, secta de los primeros siglos del cristianismo. Sostenían que el mundo no había sido creado por Dios, sino por un demiurgo que a propósito lo había hecho defectuoso. El Ministerio Público mexicano parece haber sido diseñado también por un demiurgo para que eternamente funcione mal: es lento, ineficiente, corrupto, y con frecuencia fabrica culpables. La consecuencia de tal cúmulo de defectos y vicios no puede ser otra que la impunidad generalizada.

      En nuestro país, en promedio, sólo en dos de cada 10 homicidios dolosos se lleva a cabo el proceso correspondiente contra alguno o algunos de los probables autores, lo que contrasta abismalmente con lo que sucede en países como España o Japón, en los que nueve de cada 10 homicidios dolosos llegan a juicio. Es altamente probable, entonces, que quien mata en México a su prójimo no sea juzgado. Por tanto, la ley penal, que debería tener un efecto disuasivo en aquellos que se sienten tentados a cometer el delito, en realidad no inhibe a los potenciales homicidas.

      Cuando la víctima ha sido conocida como un personaje incómodo para un gobernante, parece inevitable que se extienda la sospecha de que éste fue quien dio la orden del asesinato. En una sociedad que presenta una enorme incidencia de homicidios dolosos, y que muchos de éstos son el desenlace de un robo o el fruto envenenado de una disputa ocasional, no es fácil determinar a priori el móvil del homicidio sin testigos. Solamente las pruebas que recabe el Ministerio Público podrán esclarecer los motivos y la autoría.

      Pero desde el primer momento vuela el rumor de que se trató de una represalia política, y como las procuradurías también desde el primer momento descartan esa hipótesis, y todos sabemos de su ineficacia y su podredumbre, la sospecha se hace más firme y más extendida.

      El asesinato del reportero gráfico Rubén Espinosa y las mujeres que se encontraban con él ha generado en las redes sociales y en las conversaciones un diluvio de señalamientos contra Javier Duarte, gobernador de Veracruz, favorecidos por el hecho de que durante su gestión un alto número de periodistas han sido ultimados y la prensa se ha sentido intimidada.

      En el portal del diario digital Sin embargo, una nota de Ignacio Carbajal alude a una fotografía tomada por Espinosa, que mereció la portada de un número de la revista Proceso, en la que aparece el gobernador. El autor de la nota dice que esa gráfica irritó sobremanera a Duarte porque aparece con los ojos inyectados, la mirada extraviada, los labios entreabiertos, las orejas para atrás “igual que las aguzan los perros al acecho” (sic), las lonjas colgadas sobre el cinturón y el ceño adusto, lo cual lo retrata —dice Carbajal— autoritario, rencoroso, desconfiado, rabioso, felón.

      Miro la fotografía una y otra vez con atención. Es cierto, Duarte no se ve guapo ni esbelto, ni en su rostro se dibuja una sonrisa seductora. Pero no le veo ojos inyectados ni mirada extraviada ni orejas más atrás que las de todos los humanos. Tampoco noto que esa foto denote autoritarismo, rencor, desconfianza, rabia o felonía. El autor de la nota ha visto lo que ha querido.

      Es verdad que el crimen múltiple no parece obra de unos simples ladronzuelos. No es infrecuente que el ladrón dañe a la víctima, incluso privándola de la vida, al verse descubierto; sin embargo, la crueldad extrema con que se asesinó en este caso no es la que se advierte en los homicidios que se originan en un robo. Pero, por otra parte, me parece inconcebible que el gobernador haya ordenado la muerte de un hombre por una foto, por mucho que le desfavorezca, y ni siquiera por una persistente actitud crítica. Tendría que ser un individuo totalmente trastornado, un Calígula jarocho.

      Serán las pruebas, si se obtienen, lo único que tal vez nos permita saber los porqués y los quiénes. Pero se presenten o no, un amplio segmento de la sociedad no variará su inapelable veredicto.