Capítulo I
Todos quieren vivir felices, mi querido Galión: pero para ver con claridad en qué consiste lo que hace una vida completamente bienaventurada, andan a ciegas. Y de tal manera no resulta sencillo conseguir esa vida feliz, que cada uno se aparta de ella tanto más, cuanto con mayor ahínco la busca; si ha equivocado el camino: porque, como quiera que éste conduce a la parte contraria, la misma vehemencia los impulsa a una mayor distancia. Es necesario, pues, que primeramente estudiemos en qué consiste la felicidad que apetecemos: una vez conseguido esto, hemos de mirar y examinar las cosas que nos rodean, con el fin de encontrar el camino más corto por donde podamos llegar a ella: conoceremos sobre la marcha, y por muy poco recto que sea el camino, el adelanto tan grande que conseguimos cada día, y lo mucho que nos vamos alejando de aquello a que nos empuja nuestro natural apetito. Pero mientras andemos errantes por todas partes, sin seguir los pasos de un guía, sino el estruendo y gritos disonantes que nos llevan a la distracción, la vida se nos irá acabando entre constantes errores y sin darnos tiempo a nada, puesto que ésta resulta muy corta, aun cuando trabajemos noche y día para el bienestar del espíritu.
Por consiguiente, es necesario determinar adónde vamos y por dónde; y no sin la ayuda de algún experto que haya explorado antes los caminos que hemos de recorrer: porque no se da aquí la misma circunstancia que en cualquier otro viaje. En éstas, conocido algún límite del camino, y preguntando a las gentes del país por donde se pase, no se sufren errores: en cambio aquí, cuanto más conocido sea y más trillado esté, nos engaña muchísimo mejor.
En nada, por consiguiente, hemos de poner mayor empeño que en no seguir, según acostumbran las ovejas, al rebaño que va delante y que caminan, no por donde se debe ir, sino por donde va todo el mundo. Porque ninguna cosa nos proporciona mayores desgracias que aquello que se decide por los rumores: convencidos, además, de que lo mejor es aquello que ha sido aceptado por la mayoría de las gentes, y de éstos tenemos muchos ejemplos; vivimos no según nos dicta la razón, sino por imitación. De ahí ese amontonamiento tan grande de los unos que caen sobre los otros. Es lo mismo que sucede en las grandes aglomeraciones de hombres, cuando la multitud se comprime contra sí misma de tal manera que no cae nadie sin que arrastre a otro tras de sí, y a la caída del primero siguen las de los demás: puedes comprobar cuando quieras que lo mismo sucede en todos los órdenes de la vida; nadie se equivoca solamente para él, sino que es causa y autor del error de los demás. Perjudica, pues, ser arrastrado por los que van delante, y mientras cada uno prefiere mejor confiarse que juzgar, jamás se medita sobre la vida, y siempre se cree en los demás; el error, que va pasando de mano en mano, nos hace dar vueltas y nos precipita al abismo, pareciendo por los malos ejemplos de los otros. Acertaremos tan pronto como nos separemos de los demás; ahora, en cambio, la multitud se ha plantado en contra de la razón, como defensora de su perdición. Sucede aquí lo mismo que en las elecciones, en las cuales, después de haber elegido sus pretores, los mismos que los eligieron se sorprenden de haberlos votado, cuando el favor, en su huida, dio la vuelta alrededor de la asamblea. Aprobamos las mismas cosas que censuramos después; éste es el resultado de cualquier negocio donde se sentencia por el mayor número de votos.
Capítulo III
Ahora mismo ando yo buscando algo bueno para mis fines, y que lo sienta yo, no para exhibirlo; esas cosas que se ponen a la vista de todo el mundo, junto a las cuales se para uno para contemplarlas, que muchos las enseñan a los otros con estupefacción, es cierto que por fuera brillan, pero por dentro son miserables. Busquemos algo, no solamente bueno en apariencia, sino sólido a la vez y que se iguale la parte exterior con la de dentro y que sea más hermoso por la parte que no se ve; desenterremos esto. Y no está escondido muy lejos: lo encontraremos; tan sólo es necesario saber hacia qué lado se ha de extender la mano. Ahora pasamos por las cosas que tenemos cerca, como en tinieblas, tropezando en lo mismo que buscamos.
Pero para no llevarte dando rodeos, pasaré por alto las opiniones de los demás: porque tan sólo el enumerarlas resultaría largo y después habría de refutarlas además; escucha la nuestra. Cuando digo la nuestra, sin embargo, no me obligo a ninguna de las opiniones de los próceres estoicos: porque yo también me reservo el derecho de censura. Por consiguiente, seguiré la de alguno, pero a otros quizá les obligue a que aclaren su criterio, dividiéndolo en partes; y tal vez y aun después de haber hecho declarar a todos, no rechazaré nada de lo que hubieran opinado nuestros antepasados, y diré yo: tengo un criterio mucho más amplio que todo esto. Mientras tanto y según el modo de pensar, común a todos los estoicos, estoy conforme con la naturaleza de las cosas; no apartarse de ella y formarse según sus leyes, tomándola como modelo, eso es la sabiduría. Bienaventurada es, por tanto, aquella vida que se ajusta a su naturaleza; que no puede concebirse de otra manera, que si teniendo la mente sana y hallándose en posesión perpetua de su buena salud, después, si es fuerte y vehemente, entonces será hermosísima y sufrida, apta para todos los tiempos y cuidadosa de su cuerpo y para todo aquello que le pertenece; sin embargo, no debe inquietarse demasiado; he de ser escrupuloso en el cumplimiento de las otras cosas que llenan la vida, sin buscar la admiración de los demás: pero sin servirse de los bienes de la fortuna con avaricia, haciéndose esclavo de ellos. Debes entender, aunque yo no te lo añadiera, que, después de haber desterrado todas aquellas cosas que nos irritan o nos causan terror, se consigue una tranquilidad perpetua y la libertad. Porque, en lugar de los placeres, en lugar de otras satisfacciones que son insignificantes y frágiles, además de perniciosas por su misma carrera de desconciertos, surge un inmenso gozo, inquebrantable y continuado; entonces viene la paz en bella armonía con el espíritu, y la grandeza, en estrecha unión con la mansedumbre. Porque, en efecto, toda la fiereza tiene su origen en la enfermedad.
Fuente: Séneca. Sobre la felicidad, 5ª edición. Madrid, editorial Edaf, 2002.