Mario Bunge
—¿Escuchaste la mala noticia?
—¿Cuál de ellas?
—Que Alemania nos ganó 4 a 0 en el campeonato mundial.
—¿Campeonato de qué?
—De fútbol. ¿De qué otra cosa iba a ser? ¿De matemática? ¿De benevolencia?
—¿Cómo? ¿No éramos los mejores? ¿Qué pasó?
—Que lo pusieron a Maradona de entrenador.
—Pero ¿acaso Maradona no fue el mejor jugador de la historia?
—¿Quién dijo?
—Un experto: Fidel Castro.
—¿Qué sabe Fidel de fútbol? Los cubanos se destacan en béisbol, no en fútbol. Por algo Cuba fue semicolonia gringa durante medio siglo.
—No te vayas por las ramas. Explicame por qué culpás a Maradona del desastre.
—Te repito: él tendría que haber entrenado mejor a nuestro equipo.
—Pero ¿y si no sabía hacerlo? ¿Y si el culpable no fue Maradona sino el que lo nombró entrenador? ¿Desde cuándo el mejor entrenador es el mejor jugador?
—Me parece evidente.
—Evidente pero falso. Son dos oficios diferentes. El jugador patea, mientras que el entrenador enseña a patear, atajar, gambetear y pasar. Y enseña a hacerlo con elegancia y honestidad.
—Pero para poder hacerlo tiene que saber meter goles.
—Sí, pero eso no basta. Un equipo de fútbol es como una orquesta. En una orquesta, como en un equipo de fútbol, cada miembro tiene su especialidad, pero alguien tiene que coordinar las tareas individuales para que no resulte una cacofonía.
—Y la coordinación ¿no puede ser espontánea, como dicen los neoliberales del mercado?
—¡Qué va! ¿Todavía no aprendiste la lección de la crisis económica actual?
—¿Qué lección?
—Que toda organización necesita reglas y un organizador que las haga cumplir. Imaginate una familia sin patrona, un negocio sin gerente, una escuela sin director, un partido político sin dirigentes o un pueblo sin Estado.
—Y ¿por qué no está facultado Maradona para dirigir un equipo de fútbol?
—Porque Maradona nunca tuvo reputación de disciplinado ni tiene experiencia como organizador. Es una prima donna. ¿Te imaginás a la eximia pianista Martha Argerich dirigiendo una orquesta?
—¿Por qué no?
—Porque, como toda gran música, es individualista. Además, es muy temperamental. Al tocar se conmueve y conmueve a quienes la escuchan.
—Entonces no puede ser disciplinada.
—Tal vez no sea obediente, pero es muy disciplinada. Cuando la orquesta calla, Argerich suele apartarse un poco de la partitura. Pero lo hace con maestría incomparable y sin violar la reglas.
—O sea, en esos momentos se juega sola, igual que Pelé y Maradona.
—Si fuera obediente no sería tan grande.
—Pero es disciplinada e inspira disciplina. Espera que sus compañeros la sigan, cosa que hacen con todo gusto porque saben que ella sabe lo que hace. La admiran.
—Volvamos al director de equipo. No me negarás que el director de orquesta tiene que saber tocar al menos un instrumento.
—Sin duda. Pero no es un ejecutante y menos aún una prima donna caprichosa. Es alguien que se esfuerza por que triunfe la orquesta como un todo.
—O sea, según vos, Martha Argerich no podría dirigir una orquesta.
—No he dicho eso, pero lo que a ella le gusta y hace maravillosamente bien es interpretar las partituras que ama.
—La gran Martha sería algo así como la Maradona de la música. La mujer conmoción, como Maradona fue el hombre gol. Y ¿quién es su entrenador?
—Cualquier músico que sepa coordinar una orquesta sinfónica y que la comprenda y respete.
—¿Qué sabe un buen batuta que no sepa un buen pianista, violinista o flautista?
—El director tiene que conocer a fondo la partitura íntegra, no sólo las partes que deben ejecutar los distintos especialistas. Es un generalista, lo mismo que un buen dirigente de gran empresa o un buen primer mandatario de una gran nación. Tiene que decidir cuándo empieza y cuándo termina un instrumento. Además, tiene que detectar cuándo un músico toca una nota falsa y sentir cuándo la orquesta no suena como un todo, en cuyo caso ordena parar, corregir y recomenzar.
—Pero tu analogía entre el equipo de fútbol y la orquesta sinfónica es imperfecta, porque el entrenador no dirige el partido.
—Tenés razón. El jugador de fútbol tiene mucha más autonomía que el miembro de una orquesta. Pero por esto mismo tiene que ser tanto o más disciplinado.
—Bueno, bueno, pero volvamos al 4 a 0, que me tiene insomne. ¿Qué tenían los alemanes y les faltó a los nuestros?
—No puedo saberlo, porque no soy experto ni miré el partido, ni siquiera soy hincha. Pero, como cualquiera, tengo mi conjetura. Sospecho que los alemanes eran mucho más disciplinados que los nuestros. El equipo alemán debe haber actuado como una falange romana, o como una división Panzer.
—O sea, los jugadores alemanes actuaron como soldados.
—En efecto, ellos no toleran lo que a nosotros más nos gusta, que es el virtuosismo del gran artista de la pelota. Se proponen ganar, no maravillar. Son metegoles, no acróbatas. Para eso les pagan.
—Pero eso no es deporte.
—No. Pero tampoco es deporte lo que se hace en las canchas de River o de Boca.
—¡Estás loco! ¿Qué es eso según vos?
—Eso es espectáculo para divertir a la gilada y distraerla de los problemas importantes. Igual que los juegos de los gladiadores romanos, sólo que incruentos. Ya sabés la receta romana para mantener contentos a los pobres: pan y circo.
—Pero nosotros somos más piolas que los romanos, porque los jugadores y entrenadores ganan millonadas.
—En efecto, hoy el fútbol es un gran negocio además de una herramienta de control social.
—¡Andá! No me digas que cuando eras pibe jugabas por guita o para evitar que tus vecinos se interesaran por la política.
—No, claro que no. Los pibes del barrio, que jugábamos en un baldío donde armábamos un arco con un par de latas, éramos deportistas auténticos. No éramos gladiadores ni mercenarios. Jugábamos por amor al gran arte futbolístico. Dicho sea de paso, yo jugaba de arquero, y practicaba con mi profesor de alemán y con mi mamá.
—¿Nunca fuiste hincha de un club?
—No. Yo llevaba un distintivo de Boca Juniors, pero nunca fui a la cancha de Boca. Había que ser hincha de algún club, como había que fumar a escondidas: porque lo hacían los demás.
—En definitiva, jugabas a la pelota pero no le rendías culto.
—Ni yo ni mis amigos. Nuestro fútbol era puro y de primera mano.
—¿Tampoco escuchaban los partidos por radio ni leían las páginas deportivas de los diarios?
—Tampoco. Nos parecía tonto mirar jugar a otros cuando podíamos jugar nosotros. Tanto como ir a ver cómo comen otros cuando hay qué comer en casa.
—Comprendo, aunque no comparto tu idea acerca de la hinchada. Dejémonos de filosofías y vayamos al grano. ¿Qué hay que hacer, según vos, para levantar la humillación del 4 a 0?
—Lo primero es entender que no es una humillación nacional, sino una pérdida que sufrió la industria nacional del deporte profesional por ofrecer un artículo defectuoso.
—¿Algo más?
—Sí. También hay que entender que ser hincha de fútbol no es un oficio calificado, tal como el de tornero o maestro. Hay que convencerse de que es un entretenimiento trivial e improductivo, que roba tiempo al trabajo, a la familia y al entrenamiento del cerebro.
—Esto no lo vas a cambiar con sermones, porque analizar un partido es más fácil y placentero que analizar un contrato o un informe de empresa. El problema que enfrentamos hoy los argentinos es el que te dije antes: ¿cómo lavar el honor mancillado por la derrota 4 a 0?
—Ya te contesté: no es una derrota del pueblo argentino sino de una industria nacional. Para evitar otras derrotas, lo prudente sería abandonarlo definitivamente. El fútbol profesional no es productivo ni educativo. No contribuye a formar buenos padres, trabajadores ni ciudadanos.
—¿Y qué proponés para reemplazar la pasión nacional?
—Reemplazarla por una que sea creadora, no contemplativa.
—¿Por ejemplo?
—Diseñar artefactos, escribir novelas, demostrar teoremas, enseñar a leer, organizar empresas útiles, hacer trabajos voluntarios, militar en partidos políticos honestos, plantar árboles, cultivar flores y construir canchas de deportes auténticos, o sea, no comerciales.
—Pero eso es más difícil que mirar o discutir un partido.
—Justamente. Es lo que necesita el país: elegir la puerta estrecha, no la ancha. La gloria no se alcanza pateando pelotas sino trabajando duro y bien.
—¡Gol! Ω