Entre los puntos planteados por el presidente Enrique Peña Nieto para combatir la inseguridad, está la integración de las policías municipales en una policía estatal, con mando único, dado que las debilidades de aquéllas las hacen vulnerables ante las formas más violentas de delincuencia o incluso las ponen al servicio del crimen organizado. Como ocurre cada que se proponen medidas que irían a contracorriente de nuestras rutas tradicionales, no tardaron en surgir objeciones en las que predominaron no los argumentos sino el apego a un esquema congelado y los lugares comunes. Se dijo, por ejemplo, que esa medida afectaría la esencia de los municipios, señalamiento que otorga al municipio un carácter inmutable y una categoría mitológica, más importante que la protección de la vida, la libertad y los demás bienes de los habitantes.
Ahora bien, nada garantiza que, fundidas las policías municipales en una sola por entidad federativa, tal policía resulte idónea para esa batalla contra la inseguridad en la cual se juega nada menos que la viabilidad de la convivencia civilizada. También hay policías estatales atemorizadas, corrompidas y/o infiltradas por los criminales, en todo caso incapaces de hacerles frente exitosamente. Digámoslo con toda claridad: en todo el mundo hay delincuencia organizada, pero no en todos los países genera estragos tan devastadores como en el nuestro. La diferencia radica en la fortaleza o la debilidad institucional. Una de las mayores desgracias de México es la ausencia, en parte del territorio nacional, de la autoridad del Estado, al que compete aplicar y hacer cumplir la ley.
La terrible tragedia de Iguala probablemente no hubiera ocurrido si contáramos con una policía auténticamente nacional, presente todo el tiempo en todo el país, con mayor presencia en zonas en las que la inseguridad es crítica. Su actuación no dependería de la voluntad de gobernadores que, con frecuencia, prefieren no meterse en terrenos resbalosos o se meten para mal. Desde luego, esta policía, para funcionar adecuadamente, habría de tener la capacitación suficiente, los recursos materiales y tecnológicos óptimos, jefes honestos y capaces, y una sólida área de inteligencia (con todo lo cual también deben contar, por supuesto, las policías de los estados). Sus agentes tendrían que gozar de salarios y prestaciones laborales atractivos, acordes con la relevancia y los riesgos de su labor, la cual, si se desempeña sin abusos, habría de ser respaldada por el gobierno y valorada por los ciudadanos. Sin esta policía y ministerios públicos eficaces, la lucha contra la criminalidad no tiene posibilidades. Claro, unas instituciones así requerirían de erogaciones y esfuerzos considerables, pero el costo estaría absolutamente justificado, pues no hay costo mayor para una comunidad que la barbarie que estamos presenciando.
Los académicos suelen desestimar la importancia de las corporaciones policiacas y las fiscalías. Viste más decir que el asunto de la inseguridad no es de policías y fiscales sino de justicia social, pero nadie podría dar un ejemplo de una sociedad con seguridad pública aceptable que no cuente con instituciones policiales y de procuración de justicia altamente profesionales y confiables. La justicia social es un objetivo que todo gobierno debe afanarse en alcanzar, y ataca uno de los factores —no el más influyente—, que propician la criminalidad, pero ésta no puede abatirse ahí donde está ausente la autoridad del Estado.