Una izquierda seductora

Muchos deseos me vendrían a la mente si me encontrara la lámpara de Aladino. La gran mayoría, lo confieso, serían cosas buenas —salud, bienestar, alegría— para mis seres queridos y para mí en el ámbito estrictamente personal. Pero en el supuesto de que el genio de la lámpara sólo concediera anhelos concernientes a la vida pública, le pediría el surgimiento en México de un partido de izquierda democrático, progresista, congruente y razonable. Nunca lo hemos tenido.

La izquierda mexicana —al menos la que se hace oír, no contrariada públicamente por la silenciosa, si la hay— se ha vuelto, como la mujer de Lot, una estatua de sal, absorta en la glorificación de su propio pasado, victimista, clientelista, incongruente y con dudosas credenciales democráticas.

No es honesto defender las posiciones propias mintiendo. Quien no tiene argumentos para defender sus posturas tiene que faltar a la verdad para sostenerse en ellas. Cuando la izquierda mexicana grita en las calles, escribe en los diarios y pregona en el Congreso de la Unión que se opone a la reforma energética porque ésta implica que el petróleo deje de ser de los mexicanos, está propalando una mentira fácilmente desmontable en el terreno de los argumentos, difícilmente atacable en la cancha de los rumores.

No muestra un talante democrático su admiración por la dictadura de los hermanos Castro, que convirtió a Cuba en una prisión gigantesca, o de Chávez y su sucesor, el inmaduro Maduro, que día a día están aniquilando la democracia en Venezuela. No es signo de vocación democrática el llamado a sitiar la sede parlamentaria para coaccionar a los legisladores a votar en cierto sentido ni sus tomas de tribuna para impedir una votación, con lo cual se ofende a los millones de ciudadanos que libremente elegimos a esos legisladores. No hay convicción democrática al repetir el bobo lugar común de que se está criminalizando la protesta social cuando lo que se intenta castigar son los delitos contra la integridad y la propiedad de terceros, que no pueden estar amparados por la coartada de la manifestación de descontento. No hay confianza en las vías democráticas para enmendar males sociales cuando se hacen guiños a los grupos que han elegido la vía armada.

La izquierda mexicana, que alzó estentóreamente la voz para denunciar todas las arbitrariedades de los regímenes priistas, ha defendido o por lo menos soslayado lo indefendible, entre otras cosas: la fabricación de culpables urdida por el procurador Samuel del Villar, la impunidad de linchadores bajo la inaudita justificación de que no hay que meterse con el México profundo, la pasividad ante el linchamiento de tres policías en Tláhuac durante los cuales ni el jefe de gobierno ni el jefe de la policía dieron la orden de rescatarlos, el desacato al amparo concedido por un juez, las denuncias de fraude —sin exhibir una sola auténtica prueba— en dos elecciones presidenciales consecutivas.

Votaría gustoso por una izquierda moderna, razonable, que a sus afanes de luchar por la justicia social sumara un inequívoco aprecio por las instituciones democráticas, que con espíritu deportivo felicitara al vencedor tras los comicios en que saliera derrotada, que aceptara con entusiasmo las reformas que pretenden crear riqueza y hacer progresar al país o bien que razonara sin demagogia ni falacias cada no a las mismas.